jueves, 26 de junio de 2008

De niños y de leones...

El cuento está basado en uno más corto que escribí para “Mini sagas”.
Podría pensarse que es para chicos y de hecho podría tener ese destino, pero en realidad, no lo es.

La zarpa y la mano


Esta historia es verdadera, puedo dar testimonio de ello y ha sucedido muchas veces.
Una niña de diez años, paseaba por el Zoológico con su mamá, quien le ofreció, luego de un rato de caminar entre los animales y sus jaulas, una caja de galletas, de esas que para chicos y animales allí se consiguen; la acomodó en un banco de madera verde y le dijo que la esperara mientras ella iba a buscarlas.
Allí sentada, con el pelo atado con una cinta y su tapado rojo, escuchó, a pocos metros, el rugido de un león. A ella le había parecido haber oído un llanto. Fue hacia allí y no se detuvo ante el vallado que separaba a la gente la jaula, colocándose a pocos centímetros de los barrotes. El animal la vio llegar, dando un leve aullido de advertencia.
-¿Por qué estás triste?- le dijo la niña al león que se encorvaba lentamente, acercándosele amenazante, sin lograr el efecto de susto deseado. Él le dijo con voz fuerte -¿Quién lo pregunta? Ella tomó eso como una presentación y respondió -Soy Roxana, mucho gusto- extendiendo además su mano como para que el león le estrechara su pata. Con eso logró sorprender aún más al interlocutor que, sin esperar semejante gesto, retrocedió unos pasos. -No voy a hacerte daño- le dijo ella tranquilizadoramente .El animal pensó si esa pequeña humana no se estaría burlando de él. Pero al acercarse vio, a pocos centímetros de sus garras, unos ojos azules plácidos y transparentes. Notó que no había en ellos rastro alguno de astucia o de crueldad. Si hubiera querido, en ese instante habría podido alcanzarla con solo una fracción de la fuerza de su pata. Pero no iba a hacerlo, ella lo estaba mirando de ese modo nuevo. La contempló un momento y se perdió en esa transparencia acuosa y apacible, hasta que ella le dijo. -¿Cómo te llamás? -Respondió con naturalidad, pero no sin cierta tristeza -No tengo nombre.
Ella busco en la jaula pero solo encontró un cartel pintado que decía "león africano - panthera leo" y le dijo -Tus padres deben haberte puesto un nombre. -No conocí a mis padres- le respondió ladeando la cabeza.
-¿Por qué estás solo?- prosiguió. La respuesta era sencilla, pero él no se animó a darla porque eso lo avergonzaba: Nadie lo quería. Algunos años atrás, lo trajeron desde un circo en donde había vivido desde que tenía memoria. Los palos y latigazos eran habituales para él y se había comportado en consecuencia. Siempre. Una vez pusieron con él a una leona y llegó a creer que tal vez podría…, pero se la llevaron de su lado porque ella le había tenido miedo.
El viejo pero fuerte león, bajó la cabeza cerca del borde de la jaula. Ella comprendió todo sin que se lo explicara, y quiso pasarle la mano por encima de su nariz. El animal se quedó inmóvil.
-Vamos, si no bajás la cabeza más no voy a poder tocarte -Le dijo ella con el tono cordial que había empleado desde el principio. Él le preguntó ¿Por qué habría de dejarte que me toques?
-Porque eso es lo que hacemos cuando alguien está triste-. El león, mientras ella le explicaba, inclinaba todo lo que podía su cabeza enorme y allí, por primera vez, recibió una caricia. Le sorprendió que la fragilidad de esa pequeña manito rosada pudiera causar ese efecto. De aquellos ojos negros se escurrieron unas lágrimas.
-¿Qué te pasa? -Le preguntó ella. Él no supo que contestar y levantando levemente la cabeza le dijo -Es que tus manos rozaron mi nariz y me hiciste cosquillas- Ambos rieron.
Es una pena, le dijo ella -¿Qué cosa?- preguntó él león. -Que no puedas venir a mi casa. Yo te cuidaría y te daría de comer. No habría rejas y caminaría sin correa porque no le harías daño a nadie. La gente te vería pasar por las calles arboladas de mi casa y no te tendrían miedo. Pasearíamos juntos al aire fresco de la tarde y por la noche te echarías a los pies de mi cama y podríamos ver la luna y te enseñaría el nombre de cada estrella.
El león pensó unos segundos y le dijo con la ansiedad de su tono de voz mal disimulada -¿Por qué habrías de hacer eso por mi?
-Porque yo te oí.
El león se desconcertó y giró su cabeza inquisitivamente.
Y ella agregó -Te quise apenas escuché tu rugido que fue como un llamado. Ya había visto a los otros leones, pero cuando te miré, me dí cuenta de que serías único.
-Podría haberte lastimado en cuanto te acercaste- dijo él, casi como defendiéndose de aquello completamente nuevo, apartando la cabeza.
Ella no le respondió y se lo quedó mirando como había hecho desde el principio.
Aquel animal, cargado su lomo de golpes y heridas, se volteó para que nadie lo viera. Toda su acritud se fue escurriendo hacia un charco que se fue formando bajo la cabeza enmelenada y por unos segundos perdió contacto con su entorno: La jaula, los chicos, los pájaros y presencia y voz de Roxana que lo saludaba alejándose mientras le decía -¡Hasta pronto león! ¡Voy a volver y te voy a poner un nombre!
Otro rugido hizo que todos miraran al león, pero éste había sido distinto del anterior. Solo su destinataria pudo comprender su significado.
Esa noche, ella soñó que corría por una pradera con su león y el león soñó con su niña.
Y nada fue igual para él desde aquel día.

sábado, 21 de junio de 2008

La respuesta del rey

Se acercó a rendir ese examen con el miedo disimulado por la altiva presentación de sus calificaciones brillantes. Los summa cum laude y algún magna cum laude, se sucedían mientras un ayudante de la cátedra pasaba las hojas de la libreta de notas con admiración.
-Por favor, elija dos bolillas y comience- dijo el titular de la cátedra, mirándola de soslayo. Ella sabía que estaba frente a uno de los profesores que podía darse el lujo de sostener cualquier opinión, polémica, no ortodoxa, crítica o decididamente provocadora, sin que a casi nadie dejara de parecerle una genialidad.
No le gustó esa mirada, en cierta forma injusta hacia ella, la mejor alumna de ese curso, el más exigente de toda la carrera y aún de toda la universidad. Podría no haberle llamado la atención si ella hubiera sido una estudiante mediocre y comenzó a preguntarse si aquel hombre no tendría algo que reprocharle.
Comenzó a hablar con entusiasmo. La cara del profesor demostraba claramente cierto fastidio. Lo peor de todo era que no la miraba. Él comenzó a golpear sus dedos sobre el escritorio, como tocando repetidamente las notas de un piano.
-Pase a la bolilla siguiente- dijo él, que esta vez la observaba. Ella pudo notar fugazmente, porque no se atrevía a fijar la vista en aquellos ojos oscuros, la mirada de un basilisco. Trató de no titubear al comenzar el nuevo tema. Era posible que si repetía todo como él lo había expuesto, pudiera forzar su aprobación.
Pero en ese momento ni un espejo hubiera podido distinguir entre su cara y el blanco mate de las paredes del aula, a esa hora ya oscura, por la pregunta que le había hecho -¿Sabe usted lo qué dice mi colega de la otra cátedra sobre este tema?- Demoró algunos segundos en responderle, no porque no la supiera, sino porque evidentemente, parecía que la respuesta anterior le había disgustado. Sin darse cuenta, fue apagando su voz, hasta llegar a ese tono que se emplea al responder algo obligado y sin convicción o una pregunta curiosa e impertinente. Algo andaba mal, estaba segura. Sus calificaciones no continuarían el camino hasta la medalla de oro que tanto quería. Porque sí, porque la quería.
-Suficiente, puede retirarse.
Se convenció de que había perdido lo que quería, más allá de que probablemente hubiera aprobado. Pero con aquel hombre nunca se sabía.

Otra alumna, ésta había sido una de las mejores, no lo recordaba bien. Cansado, había estado escuchando todo el día las mismas ideas y conceptos repetidos; algunos evidentemente reproducidos de memoria. Sabe Dios si aquellos aspirantes a graduados los entendían. -Por favor, elija una bolilla y comience- dijo aquel hombre, mirándola de soslayo.
La noche anterior no había dormido casi. La enfermedad de su mujer lo obligaba a despertarse varias veces durante la noche para ayudarla. La falta de sueño y ese día de evaluación inevitable, lo habían agotado. La alumna había comenzado a recitar el comienzo de la bolilla tres. Su mente imaginó que él podría repetir aquel tema con la cadencia, la entonación y la voz de un actor de teatro al recitar Enrique IV de Shakespeare: “…ya que habéis pisoteado mi paciencia. Os aseguro que desde ahora pienso responder como un rey…” Volvió al tedio de su propia realidad. Comenzó a golpear sus dedos sobre el escritorio, como tocando repetidamente las notas de un piano. En días como ese detestaba ser profesor, odiaba la universidad y de paso a si mismo, sabiendo que todo se solucionaría con unas ocho horas de sueño que probablemente esa noche tampoco tendría. -Pase a la bolilla siguiente- dijo y comenzó a escuchar una clase suya que había dado hacía unas semanas. Pensó cuáles mecanismos llevarían a aquellos chicos a repetir, como si fueran revelación divina, sus palabras. La idea escuchada de aquella boca le sonaba a remedo, mímica impostada, imitación vacía de su propia voz. Pero ¿Quién podía culparlos? Eran ellos, los académicos, cargados de autocomplacencia quienes provocaban esas interpretaciones de personajes, en este caso, a él. Ya era suficiente. -¿Sabe usted lo qué dice el titular de la otra cátedra sobre este tema?- La verdad es que no le importaba demasiado. Así recordó lo que opinaba su amigo y colega. Había discutido con él muchas tardes y muchos cafés, sobre la inconveniencia de expresar aquel concepto de ese modo.
-Suficiente, puede retirarse- Ahora solo quedaban dos alumnos. Con suerte, llegaría a las nueve de la noche a su casa. Se engañó a sabiendas: tal vez esa noche dormiría.

Una hora más tarde el profesor entregó a los alumnos su libreta de calificaciones diciéndole algo a cada uno. La mayoría de las caras terminaban mirando al suelo.

A ella no le hacía falta preguntar lo que había pasado. Ya no le importaba, había mascado su humillación desde el fin de aquel examen. Avanzó resignada hacía el profesor que le pareció enorme.
-Muy buen examen- Le dijo él con mirada cansada y un summa cum laude, escrito en tinta negra indeleble, apareció frente a sus ojos.

Ninguno de los dos pudo dormir aquella noche.