miércoles, 24 de septiembre de 2008

La gloria y la niebla

El auto avanzaba a buena velocidad por la cabecera del puente. El cartel indicador señalaba que del otro lado se encontraría con “Marin County” y pensó que, en cualquier caso, habría valido la pena cruzar el famoso puente y ver el paisaje desde allí. Al llegar a la mitad de esa estructura roja, el transito comenzó a hacerse menos fluido, hasta que unos metros más adelante se detuvo por completo. Bueno -pensó Julio-, eso le permitiría mirar hacia la bahía y al paisaje circundante con más detenimiento.
Estaba cansado, el profesor del San Francisco Opera se había apiadado de él y le había prestado su auto para que tomara la tarde libre. Lo del puente parecía una buena idea pero… algo pasaba porque la gente se estaba bajando de los coches. Miró a los lados y casi todos los conductores hablaban por sus teléfonos móviles.
Mientras observaba esa escena, vio que en el carril de al lado estaba, atrapado allí igual que él, a José Loria, el tenor argentino famoso en el mundo y que presentaba una temporada en el mismo teatro en donde él tenía su beca de perfeccionamiento. Se lo veía hablar con cierta vehemencia por el celular, mientras bajaba del auto. Pensó que podría ser una oportunidad para conocerlo y también descendió del suyo.
Cuando Loria cortó la comunicación, él se acercó y tendiéndole la mano le dijo -Loria, soy Julio Rocha. Mucho gusto.
-Ah, otro argentino atascado en el puente. Bueno, hablar con un compatriota puede ser algo gratificante mientras esperamos la hora que probablemente estemos aquí.
-¿Hora?
-Eso parece. Un camión de combustible volcó en el otro extremo y tienen que quitarlo, además de lo que se derramó. La verdad es que no tengo apuro. Salí a despejarme un poco del ensayo y no quería volver al hotel.
-Yo también salí del teatro para airearme. Elegimos el mismo camino, parece.
-¿Usted estaba en mi teatro también? –Lo de mi teatro sonó como su fuera realmente suyo.
-Si, también canto. Su mismo registro, estoy en la beca del SFO –dijo Julio, pronunciando las siglas a la usanza norteamericana.
-Esa beca tiene muchos postulantes y debió haber pasado pruebas duras… pero yo a usted lo escuche el año pasado… en el Colón. Si… Buena interpretación si, muy buena, la recuerdo.
-Gracias. Fue la primera vez que canté Tristán e Isolda en público. Tal vez no fuera tan buena…
-Si claro que estaba allí, me gusta la opera ¿A usted no? -dijo con ironía y una sonrisa- Además amigo, la falsa modestia no ayuda en este negocio.
Julio recordó la fama de divo que tenía aquel hombre que había cantado en todo el mundo y solo le dijo -Excelente su Turandot.
-Gracias, gracias. Me gusta mucho Turandot –miró al mar con los ojos brillosos y dijo, -en realidad me gusta mucho cantar.
Julio no entendió el comentario. Es algo que daba por supuesto, como a él, también le gustaba mucho cantar, y dijo -Si claro - por única respuesta.
-Nadie entiende lo que es estar arriba del escenario y recibir lo que da el público.
-Bueno, a mi no me han dado mucho aún.
-Todavía tiene suerte entonces. Ya verá lo que significa. Es como un vicio y glorioso a la vez.
-Creo que entiendo lo que dice. Alguna vez me vi frente al escenario como un mendigo de aplausos.
-Exactamente. Somos como huérfanos que en vez de pedir un plato de comida rogamos por un aplauso. Todas las horas de ensayo, viajes y fatigas no son nada al lado de un solo aplauso.
-Lo he visto casi respirar esos aplausos…
-Si, es verdad. Son como el aire para mis pulmones pero lo que en parte lo opaca y no me deja disfrutarlo es que… -se interrumpió de golpe y dijo- Mire, ¿Ve aquellas nubes bajas de allá? El cielo está radiante pero por más lejos que parezcan estar, en unos minutos nos envolverán. La niebla de aquí se presenta de repente y lo cubre todo.
A Julio le pareció que el hombre exageraba porque lo que parecían unas nubes estaban bastante lejos como para llegar tan pronto. Lo tomó como una excentricidad de aquel hombre.
-Me estaba diciendo que no puede disfrutar totalmente de lo que hace. Nadie diría eso al verlo. Antes de venir aquí, con mi mujer veíamos unos videos suyos y comentábamos que…
-Su mujer ¿Lo entiende a usted? Es decir, ¿Ella tolera la competencia del premio en el escenario y vivir como vivimos?
-Julio pensó brevemente y le dijo –Si creo que si, tal vez porque ella es artista también. Sufre en parte los sacrificios. Ahora se quedó sola en Buenos Aires, por ejemplo.
-Yo nunca lo logre…Nadie comprende a los artistas, tal vez otros artistas, si. Pero en realidad no somos capaces de comprender lo más profundo del otro. Nacemos con una especie de defecto congénito. Esa extraña sensación placentera e inimitable que produce el aplauso solo puede entenderla el que la recibe. Esos aplausos no nos los dan. En realidad los robamos.
-Siempre supuse que ella lo entendería, lo que no sé es si el de Arriba comprenderá ese afán de aplausos que tenemos, a veces parece malsano…
-¿Dios? Él es el causante, nos hizo así. Una especie de drogadependientes que no podemos vivir sin la gloria de la ovación que apenas comienza y ya se acaba. Y mientras más cantamos más la queremos. Supongo que Él me quiere así, como a un enfermo incurable. De alguna manera estamos solos con esto. Lo que nos falta nos hace buscar la aprobación de los demás, como un anhelo que nunca se apaga.
Julio vio como la niebla de la que le había hablado Loria comenzaba a ocultar la luz y en pocos segundos los envolvió como si estuviera anocheciendo.
-No quiero estar solo- dijo Julio como para si mismo.
-Yo tampoco quería. No encontré ninguna que me quisiera así… un vicioso de la gloria –dijo como burlándose de si mismo.
El hombre vio el efecto que sus palabras habían causado en su joven colega y le dijo –No, a usted no le va a pasar. Se esforzará. Supongo que también tendrá que intentar comprender lo que hace su mujer ¿Ella canta?
-No. Pinta y muy bien. Es verdad, nunca me pregunté que le pasaba a ella cuando exponía, voy a tener que empezar a considerarlo. Qué egoísta soy…
Las luces del puente se encendieron y el aire borroso comenzaba a mojarlos. La gente volvía a sus autos y encendía los faros. Se sentía el frío húmedo a pesar de que había cesado el viento.
-Mire, adelante ya se mueven los coches -dijo Loria- Supongo que debemos irnos.
-Fue un honor haberlo conocido, voy a ir a verlo uno de estos días.
-Le mando entradas para la platea. Pase algún día entre ensayo y ensayo.
-Le tomo la palabra.
Los dos se dieron la mano como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y emprendieron la marcha a sus coches.
Mientras conducía en la niebla el cantante famoso y maduro que había estado muchas veces en esa ciudad y en muchas otras, pensó cómo nunca antes que en algún lugar debía existir otra oportunidad para él.

martes, 16 de septiembre de 2008

Magia

La primera vez que tomé píldoras mágicas tenía cinco años. Siempre creí que mi padre las preparaba en secreto. Como era el único farmacéutico del pueblo, la gente lo saludaba por la calle con mucho respeto. “Adiós, don Oscar” y yo pensaba que si supieran lo que hacía en el laboratorio, lo hubieran tratado como si fuera un sabio o una especie de genio.
Como les decía, tenía cinco años cuando tomé la primera de aquellas píldoras. Me había peleado con Anita, mi hermana un año menor. A ella su madrina le había regalado un triciclo y yo quería usarlo. En realidad hubiera preferido una bicicleta. Lo cierto es que el mismo día del regalo, la empuje para usarlo y se cayó, pero no se lastimó. Luego del llanto de ella y la intervención de mi madre, papá nos llevó a los dos al temido Tribunal.
El Tribunal era el escritorio de papá quien se sentaba en su lugar con el acusado enfrente, de manera que uno lo veía más alto, como si fuera enorme y poderoso.
Más atrás se ubicaba el acusador, en este caso acusadora, mi hermana.
Ella contó su parte y yo traté de defenderme solo pero no pude. Atiné decir “Sr. Juez, no me pude contener”. Dada mi confesión, el juez dictó sentencia como en las películas de la televisión, golpeando una antigua llave de hierro muy grande que tenía sobre la carpeta de papeles, como si fuera el martillo de madera. Me aplicó la pena principal que consistió en pedirle perdón a mi hermana “pero de corazón”, lo que así hice y otra accesoria, convenida con la parte acusadora, que consistía en “jugar con ella y cuidarla” toda la tarde. Creo que ya les había dicho que yo era más grande, pero esa parte del castigo realmente me resultaba muy pesada.
Pedí hablar con el juez pero a solas y me fue concedido. Esperamos a que mi hermana se fuera cerrando la puerta, lo que hizo con dificultad. Mi padre la miró de ese modo que nunca voy a olvidar, porque también lo hizo muchas veces conmigo. Esa forma tan de él, tan de papá de mirarnos.
Luego se sentó a mi lado, dispuesto a escuchar.
-No voy a poder, Anita habla y yo no le entiendo y vienen esas otras chicas vecinas y me dicen cosas y gritan. No voy a poder, me voy a escapar.
-La sentencia no se puede cambiar, en eso habíamos quedado- dijo con pretendido rigor.
-¿Vos querés cumplir o simplemente pensás que no vas a poder?
-Yo quiero cumplir papá…
-Mmm… bien, eso es lo que cuenta.
-Pero creo que no voy a poder…
Mi padre se levantó y entró al laboratorio detrás de la farmacia, lugar que siempre estaba cerrado y al que teníamos prohibido entrar mis hermanos y yo. Vaya uno a saber que cosas extrañas sucedían allí dentro, pero nunca entré, se los juro. Bueno, cuando fui grande si.
Al cabo de un rato volvió con un frasco de vidrio marrón en la mano.
-¿Sabés que son éstas? -Preguntó con un tono misterioso que aún recuerdo. Moví la cabeza negando saber cuál podría ser el contenido de aquel frasco.
Sacó de allí unas grageas rojas -Son píldoras mágicas- dijo y agregó -En el caso en que quieras hacer algo bueno y creas que no vas a poder, te pueden ayudar. Se quedó como esperando mi respuesta. Me dí cuenta que tenía que decidir solo.
Tuve mis dudas, pero al final asentí. El no me iba a dar algo que me hiciera mal.
-Tomá una sola. No la mastiques, tenés que tragarla entera –y me acercó un vaso de agua mientras yo miraba de reojo la puerta cerrada del laboratorio.
Solo sé que le pregunté -¿Por qué es roja?
-El rojo es el color de lo posible -dijo.
No entendí, pero tampoco le pregunté nada más. Por fin la tomé.
Me pareció que al principio no pasaba nada.
Mi padre me preguntó -¿Sentís algún efecto?
Yo dudé, pero pensando en lo que habíamos hablado y ante la mirada sonriente de él, le dije que me parecía que iba a poder hacer lo de mi hermana. Y así fue, pasé la tarde cumpliendo el castigo. Recuerdo lo que ella le dijo a papá después: “Marito parecía un señor grande. Se portó muy bien”. Esa noche traté de descubrir en qué consistía la magia de la pastilla roja pero al final me dormí.
Otras veces también apareció la pastilla, una cuando me dio vergüenza actuar disfrazado de soldado de la independencia para un acto del colegio. Otra, cuando no quise hacer los deberes “una hora sin levantarme de la silla” y otras que ya no me acuerdo. Siempre funcionaron, parecían infalibles.
Papá me decía que la receta era secreta y que solo funcionaba conmigo. Javier, mi hermano más grande, me dijo una vez que si quería hacer alguna cosa mala y no me animaba, también podía tomar la pastilla y eso me dio miedo. A veces tuve dudas, pero no dije nada. Siempre confié en papá.
Poco tiempo después le dije que ya no quería tomar más de esas pastillas y a él no pareció molestarle, solo dijo, con una expresión que no entendí, como si mirara más allá de mi “Bien, entonces desaparecerán para siempre”. Y desde ese día nunca más las vi.

Años después lo recordábamos: -Papá, no sabés cuánto extraño aquellas pastillas mágicas ¿Te acordás? No sé si tomar un crédito o esperar a cobrar esos honorarios que nunca me terminan de pagar.
-Me había olvidado de aquellas pastillas de chocolate.
-¡De chocolate! Nunca me lo habías dicho. Ah, por eso no podía morderlas.
-¿Acaso no las habrías tomado si hubieras sabido lo qué eran?
-Siempre me pregunté cómo se te ocurrió esa historia.
-Era solo un pequeño empujón que necesitabas.

Lo que mi padre nunca supo, ahora que ya no está y que también tengo hijos, es que sigo pensando que esas pastillas, eran verdaderamente mágicas.

martes, 9 de septiembre de 2008

Alma y pasión

Suficiente. No está mal, tiene la entonación necesaria y el timbre nasal es adecuado. Obviamente la técnica es mejorable y por eso obviamente estás aquí. Le sobra fuerza pero, falta algo -dijo el profesor, escudriñando los ojos de Julio que sintió vergüenza por ese sondeo inconsulto.
Aquello que supuestamente le faltaba, cualquier cosa que fuera, podía hacer que ese hombre, un maestro de canto de renombre, no lo aceptara como alumno. Sabía que tenía pocos y esa audición era una especie de prueba de admisión.
-Por favor empiece otra vez– dijo, y se preparó a acompañarlo nuevamente con el piano, colocándose los anteojos, tratando de enfocar la partitura. Él comenzó a cantar.

Lejana tierra mía bajo tu cielo, bajo tu cielo, quiero morirme un día con tu consuelo, con tu consuelo. Y oír el canto de oro de tus campanas que siempre añoro; no sé si al contemplarte, al regresar… sabré reír o llorar...”

El maestro dejó de tocar antes de comenzar la estrofa siguiente, había entornado los ojos en una mezcla de curiosidad y una vaga satisfacción pero dijo -Zorzalito. Así lo llaman a usted… Julio ¿Verdad?
-Si… Pero nunca quise que me compararan con…
-¿Qué cree que pensaba ese hombre cuando cantaba esto? ¿Conoce usted los orígenes de Le Pera, autor de la letra? -además agregó- ¿Y los de usted?
Le había dicho “ese hombre” a Gardel. Que le faltaba pasión además. Nunca había pensado en eso ni se lo habían dicho. No sabía si lamentarse por una cosa, la otra o por ambas.
El maestro hablaba pausado, como midiendo las reacciones de su interlocutor -Dígame, por ejemplo ¿Qué pasaba por su mente cuando cantaba?
-Eh… La dicción y en el efecto del cambio de la ene por la erre…
-Tonterías. ¿Usted quiere cantar de verdad o se conforma con ser un intérprete?
-La dicción en el caso de esta canción creo que es importante.
-¿Solamente eso ve como importante? –dijo levantándose del taburete y rodeando el piano. Entornó el postigo de uno de los enormes ventanales del antiguo departamento estilo francés de principios del siglo veinte que daban al Parque Lezama, en esa tarde que comenzaba a irse entre las copas de los árboles de aquel lugar de Buenos Aires. La gran sala de estar llena de libros, se asemejaba a un lugar dedicado a la música, al canto. El piano de media cola ocupaba el centro del recinto, como si fuera un altar en donde evidentemente el profesor ocupaba un rango sacerdotal. El sol amarillo ya no partía en dos el piano como hasta hacía unos momentos.
El maestro tomó un diapasón de alguno de los incontables estantes. El sonido del instrumento tal vez fuera el de un La sostenido. -Si, probablemente- pensó Julio.
-¿Qué escucha usted? Además del La sostenido, claro- dijo el profesor.
Pensó en qué responder, tratando de encontrar algo más en esa nota metálica que aún resonaba en su cabeza con un sonido hueco, sin alma…
-No puedo escuchar nada más…- dijo, luego de meditarlo unos segundos.
-Exacto. No hay nada más y así parece oírse de lo que canta usted. Pero supongo que sabe distinguir entre esa nota y la canción que acaba de interpretar.
El hombre pareció ir levantando la voz -¡Es una canción sobre inmigrantes! ¡Desarraigo, pena, soledad!, ¡No se puede interpretar “Lejana tierra mía” como si lo estuviera haciendo mientras se afeita!
Usted tiene apellido gallego ¿No ha escuchado historias familiares? ¿Nada?
-Mis abuelos eran de Pontevedra. Si, recuerdo algunas cosas, pero él ya murió y mi abuela con Alzheimer no…
-A él le interesaría que usted recordara algo de lo que le contó y a ella en este momento le importará poco lo que usted haga. Me voy a buscar algo de café. Todo esto me da sueño. Por cierto, no le ofrezco, podría perjudicar aún más lo que canta.
Ese tipo era verdaderamente un cabrón. No mostró el más mínimo sentido de respeto hacia los abuelos. Julio pensó que la gente que enseñaba música tendría una cierta…
-Ah, cuando vuelva vamos a probar por última vez, como para que no se vaya de aquí pensando que soy un cabrón o algo así.
-Y además lee la mente. Si, es un cabrón y debería irme ya mismo.
El profesor se tardó más de la cuenta en preparar su café. Apareció como diez minutos después. Diez largos minutos.
Julio se había asomado a la ventana mirando el horizonte, pero pudo ver más allá también.
-Quiere probar otra vez o lo dejamos para otro día, dijo el maestro con un jarro de café humeante en las manos. Tardé porque mi mujer hace el café como si ella lo hubiera inventado y se toma su tiempo.
-Por favor, empiece por la segunda estrofa –dijo Julio con mucha calma. El profesor oyó con atención.

Silencio de mi aldea que sólo quiebra la serenata de un ardiente Romeo bajo una dulce luna de plata. En un balcón florido se oye el murmullo de un juramento que la brisa llevó con el rumor… de otras cuitas de amor…”

El maestro dejó de tocar y cerró la tapa del piano. Se quedó mirándolo, parecía sonriente y con la mirada luminosa, como si esperara una respuesta. Al ver que no obtenía lo que esperaba dijo
-¿Bueno dónde está?
-¿Qué cosa?
- La inspiración hombre. ¿Cuál fue?
-Rías Baixas, Pontevedra.
-Ah. Los abuelos.
-Si.
-Alma. Pasión. Eso le faltaba y lo tiene. Puede volver la semana que viene.

Nota: La canción de Gardel y Le Pera “Lejana tierra mía” la pueden ver y escuchar aquí. Vale la pena, para los que les guste Gardel.

martes, 2 de septiembre de 2008

Treinta escalones

Ninguno de sus amigos estaba con él en ese momento. Era raro, porque en el club estaban siempre jugando a algo o planeando cosas, siempre en grupo.
Aprovechó ese momento, se abrió camino y fue hasta la mole, hacia el trampolín.
Comenzó, abriéndose paso entre gente, a subir uno a uno, los peldaños que llevaban a la parte más alta del trampolín de aquel natatorio olímpico.
La plataforma más alta estaba a diez metros, en la cúspide de un arco que ocupaba el ancho de uno de los lados más estrechos del espejo de agua, con otros cuatro trampolines ubicados a diferentes alturas. El de arriba de todo se utilizaba a menudo para competencias de saltos ornamentales. Llegó al punto intermedio, desde donde ya se había tirado varias veces y miró hacia arriba, al de los diez metros, advirtiendo la mezcla de viva excitación y ansiedad. Siguió subiendo, dos, tres, cuatro escalones y los que le faltaban para llegar a lo alto, como si se tratara de un rito iniciático y necesario. Casi todos sus amigos ya lo habían pasado, incluso Pablo, que había salido primero en el concurso de saltos. Había que verlo a sus trece años dar esas volteretas imposibles en el aire para luego caer limpiamente como una flecha en el agua. Y también escuchar los aplausos que recibía del público, de él y del resto de sus amigos.
Había contado los escalones, eran treinta, y los últimos le parecieron inusualmente altos. Pero no subió los dos finales y se quedó allí, como tratando de evitar el momento en que tendría que decidirse a saltar, porque en realidad, todavía no lo había hecho.
Tenía que seguir. Llegó hasta la plataforma. Desde allí el viento y el sol parecían más reales que desde abajo. Podía ver al plácido e inacabable Río de la Plata que se perdía en el horizonte.
Desde donde estaba, hasta el comienzo del trampolín, había casi un metro y tenía que tomar carrera, pero no lo hizo, se acercó a la tabla tapizada en goma negra y se paró sobre ella. El panorama desde allí era intimidante. El agua parecía estar a más altura de la que indicaban las mediciones sabidas, mucho más, pero el sabía o quería creer que era el miedo quien decía que la distancia era insuperable.
Allá abajo, otros jugaban despreocupados. Una chica rubia con el pelo lacio atado hacia atrás, jugaba con una amiga mientras otras dos corrían y reían. Pero la gente parecía no haber notado su presencia allí arriba. El agua mirada desde esa altura, dejaba ver el azulejado fondo y las, desde allí, sinuosas líneas negras que marcaban los andariveles para las competencias, lo que acentuaba la sensación de lejanía. Tres metros de profundidad. Eso equivalía a trece metros de altura total. No, no. Él no iba a llegar al fondo. Qué tonto era. Pensó que tenía que hacerlo en ese momento. Retrocedió unos pasos para tomar carrera.
Pensó en el resultado, un premio inmaterial. No lo esperaban los aplausos como a Pablo al realizar sus saltos. -No pasa nada, cuando estés en el agua te vas a sentir muy bien y no como ahora. Muy bien. Habrás superado la prueba- Pensó. Esa prueba que, como otras, a la edad de doce años se presentaba como definitoria. Quería superarla. No veía la hora de llegar al agua y perderse entre las miles de burbujas transparentes que provocaría su caída bajo la superficie azul verdosa.
Amaba el agua. Desde chico había jugado en ella, aún en el mar. Su padre le había enseñado a nadar cuando tenía tres años. Recordó las risas de la barra de chicos y chicas. Los juegos, los amigos que venían, los que se iban. Los meses de sol que doraban sus pieles casi sin que se dieran cuenta, alrededor de esos trampolines, cada verano en el club.
Una gaviota se acercó planeando y pareció detenerse allí. El pájaro extendido, parecía estar suspendido en su planeo sobre el viento que lo sostenía, como colgado de misteriosos hilos, arriba del extremo del trampolín, recortando su blanca silueta en el luminoso azul del cielo. El graznido lo sorprendió y sonó como una advertencia agorera. El eco le llegó claro y directo. Aquel sonido lo sobresaltó. En ese momento sintió que no quería hacerlo y que le resultaba imposible seguir. Pensó en sus amigos que no estaban allí para alentarlo. Nunca les diría que no había podido, pero eso no importaría tanto. Dio otro paso atrás y finalmente giró y caminó a la escalera de cemento blanco, a la salida vergonzosa, para descender nuevamente a su realidad anterior.
De repente, un chispazo en su mente lo hizo darse vuelta y correr por la tabla hacia el agua.