miércoles, 8 de octubre de 2008

Escape

-¿Y que le vas a decir a Darío? -dijo Irene mientras terminaba de zurcir un pantaloncito azul gastado y remendado muchas veces en el mismo lugar.
-No sé, no me preguntes. –fue la respuesta de Rubén, apartando la cara y apretando los puños como dos mazas, sin darse cuenta.
-Deberías haber pensado antes de… hacer eso que hiciste –dijo la mujer como en un reproche inusual en ella.
-Tendría que haber pensado muchas cosas antes de hacerlas –respondió él mirándola esta vez a los ojos de una manera casi salvaje y con un sentido inequívoco.
-Ella acusó el golpe pero sin moverse siguió dando puntadas a la tela. No pudo evitar, lo habría intentado de haber sido posible, que se le escaparan dos lágrimas, que finalmente apartó como queriendo que desaparecieran y que él no notara.
-Soy un animal –pensó Rubén- Cómo le voy a hacer creer que me arrepiento de estar con ella.
La única persona que en su vida lo había acompañado en las buenas y en las muchas malas estaba allí sentada, llorando.
Irene nunca le había gritado, ni lo había acusado de nada, ni le había dicho que era torpe como otras, simplemente lo había querido así como era. La única que podía serenar su furia contenida con un silencio o que entendía sin que él explicara nada.
Finalmente le dijo, parándose a mirar por la ventana hacia la calle mal iluminada –No me hagas caso. Sabés cómo soy– Nunca le había pedido perdón a nadie. Esa era la manera más parecida que tenía de hacerlo.
La mujer lo miró allí parado. A pesar de que le había dolido lo que había dicho, sabía que la quería. Eso había sido solo una demostración de que estaba nervioso y que lo que venía era terrible para él, para todos. La figura de su espalda enorme, recortada por la luz de mercurio de afuera, le devolvía la imagen de un hombre casi derrotado.
Antes le había dicho que se bañara y se afeitara para dar mejor impresión. Además le había planchado la única camisa decente que le quedaba. Una celeste lisa que ella le había comprado.
En ese momento se preguntó por qué lo quería. Y allí frente a ese hombre no demasiado alto, pero muy fuerte, se daba cuenta que junto a él tenía una indescriptible sensación de protección y seguridad, desde la primera vez que lo había visto, cómo si nada pudiera pasarle estando a su lado.
Siempre se había asombrado al ver esas manos enormes tocarla, cuando sabía que podían herir y hasta matar… y acaso lo habían hecho. Tal vez lo que los otros temían de él fuera lo que ella más quería ¿Estaría loca por eso?
Pero todo se iba a acabar en media hora o menos. Se quedaría sola, sola con su hijo de cinco años. Sola… sola…
Empezó a temblar y tomó conciencia de que su mano fría había pinchado con la aguja a la otra. Una gota roja y pequeña comenzaba a crecer allí. No fue consciente del quejido que dejó escapar pero él si.
Rubén se acercó y al ver la sangre, a pesar de la mortecina luz que dejaba ver la mesa vacía, le tomó la mano, y puso la pequeña herida en su boca.
Ella casi podría decir que la había curado de muchas maneras porque esa sensación de protección volvió a ella casi de inmediato. Y le pidió que la abrazara pero deliberadamente no le quiso decir “por última vez”.
El tiempo pasaba y él era consciente de eso.
Rubén le besó la frente hasta que le dijo –Traélo a Darío.
-Ella no dijo nada y fue a buscar al chico.
El se arrodilló para estar a la altura de su hijo.
-Papá ¿Te vas a ir?
-Si.
-¿Cuándo vas a volver? Los chicos de la escuela dicen que vas a ir a la cárcel porque sos malo.
Nunca se había considerado a si mismo de ese modo. Había aprendido desde chico, de quien lo había criado, que la gente mala era la que hacía cosas malas y ahora, de boca de su hijo, se veía como un mal hombre. Tal vez si se hubiera dado cuenta antes de robar aquella primera ferretería o de matar al guardia… Hubiera querido que nada de eso hubiera pasado pero era tarde y ahora había hecho lo que creía mejor para ellos dos. Quería que estuvieran bien y además apartarlos de él para no hacerles daño. No, no encontró nada en su vida que le interesara, salvo esas personas que estaban allí.
-Darío, solo quiero que recuerdes una cosa. No importa lo que te hayan dicho ni lo que te digan. Tenés que saber que te quiero -y lo abrazó. El abrazo fue tan fuerte que casi podría haberle hecho daño. Pero ni él ni su hijo fueron conscientes de eso.
-Papá, yo también te quiero mucho y te voy a esperar para siempre.
Rubén escuchó aquellas palabras como si fueran una pequeña esperanza y en cierto modo una forma de escape, distinto a los otros que había vivido.
Le hizo a Irene una seña para que se lo llevara, como habían quedado, a casa de una vecina. La policía llegaría en cualquier momento. El la había llamado para entregarse y no quería que Darío viera todo.
Al ponerse de pie, respiró profundamente. Lo que había decidido hacer era duro, tal vez jamás regresaría. Pero ahora tenía fuerzas para enfrentarlo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Dejar el mar

Apoyado en la baranda de popa de aquel buque, veía como se alejaban la estela espumosa y el sol hacia la ciudad que había dejado ya por cuarta o quinta vez. Liverpool no era tan atractiva, como la mujer que había conocido allí.
El día anterior a embarcar, todo había girado en torno a una foto que Bridget, una inglesa de ojos verdes y tal vez algo rolliza para los cánones rioplatenses, había querido darle y que había rechazado. La imagen la mostraba en la puerta de la tabaquería de sus padres. El castaño de su pelo parecía pelirrojo al ser atravesado por el sol esquivo de aquella ciudad.
Había rechazado la foto con el argumento de que no le gustaban. Cada vez que miraba una no percibía la alegría, el frío, ni la pena tal vez oculta tras una cara aparentemente apacible. Lo que ocurría realmente en el momento exacto en que la película capturaba esos fortuitos rayos de luz, decía él, no estaba presente.
Sin creerle del todo, ella había buscado en los bolsillos interiores del gabán que llevaba puesto como ahora, para ver si en llevaba la foto de algún familiar o de otra mujer y desmentir aquella idea. El recordaba incluso la sensación de plácida desnudez que le había producido que lo palpara, allí sentados como estaban en un Pub con poca luz y olor a humo de cigarrillos baratos.
Su cara barbada había sonreído por la cálida proximidad que ella le había provocado con esa espontánea revisión, pero enseguida apartó una idea de su mente.
Toda esa charla respecto de las fotos había sido una excusa. Poseer esa imagen era recordarla más de lo que estaba dispuesto a aceptar hasta ese momento.
Ya tenía treinta y cinco años y sabía que había llegado el tiempo de establecerse en algún lado. Ser marino mercante pasando tres meses en Buenos Aires y el resto del año vaya a saber dónde, había contribuido a que no tuviera prácticamente a nadie que lo esperara de la manera que ahora echaba en falta, aunque a veces lo negara.
Había prometido amores, regalado anillos, incluso una vez había elegido iglesia en varios puertos. Por supuesto que nada se había concretado.
Por eso había tenido que abandonar la ruta del Mediterráneo y pasarse a la del Atlántico Norte y ahí es cuando apareció Bridget.
En un principio, trato de evitar los bares del puerto para no repetir historias, pero a ella la había conocido comprando tabaco en un negocio de King Street.
El viento transversal que había empezado a soplar, hacía que el barco se moviera un poco, como arrastrándose pesadamente sobre el mar indeterminadamente grisáceo.
Nunca se habían prometido nada. Pero ella siempre parecía haberlo esperado al volver su barco a puerto. Por eso el rechazo de aquella foto de una inglesa de ojos verdes, que quería una casa e hijos.
Ya no quería estar solo. Dejaría el mar. Abrochó su gabán y subió el cuello que se confundió con la barba.
Si se lo propusiera, probablemente Bridget vendría con él a Buenos Aires. El aceptaría aquel empleo en la Naviera y buscaría algún lugar más grande para vivir.
¿Pero en qué estaba pensando? Había evitado la foto para no recordarla y ahora la estaba evocando casi involuntariamente.
El viento sopló más fuerte, las manos comenzaron a enfriársele y las introdujo en los bolsillos del abrigo. La derecha tocó algo y lo sacó. Era una postal de Liverpool, de King Street, que reproducía una pintura al estilo de los artistas parisinos de Montmartre. La miró con detenimiento. La dio vuelta. Estaba fechada el 6 de septiembre de 1962, el día en que se habían despedido en el muelle. Tenía escrita una breve frase con letra de ella y decía “Para que no te olvides de Liverpool”.
Miró al horizonte y al cielo sobre él, donde ya habían comenzado a asomarse algunas estrellas pálidas.
Finalmente, pensó en que ya no podía hacer otros planes.