
-No sé, no me preguntes. –fue la respuesta de Rubén, apartando la cara y apretando los puños como dos mazas, sin darse cuenta.
-Deberías haber pensado antes de… hacer eso que hiciste –dijo la mujer como en un reproche inusual en ella.
-Tendría que haber pensado muchas cosas antes de hacerlas –respondió él mirándola esta vez a los ojos de una manera casi salvaje y con un sentido inequívoco.
-Ella acusó el golpe pero sin moverse siguió dando puntadas a la tela. No pudo evitar, lo habría intentado de haber sido posible, que se le escaparan dos lágrimas, que finalmente apartó como queriendo que desaparecieran y que él no notara.
-Soy un animal –pensó Rubén- Cómo le voy a hacer creer que me arrepiento de estar con ella.
La única persona que en su vida lo había acompañado en las buenas y en las muchas malas estaba allí sentada, llorando.
Irene nunca le había gritado, ni lo había acusado de nada, ni le había dicho que era torpe como otras, simplemente lo había querido así como era. La única que podía serenar su furia contenida con un silencio o que entendía sin que él explicara nada.
Finalmente le dijo, parándose a mirar por la ventana hacia la calle mal iluminada –No me hagas caso. Sabés cómo soy– Nunca le había pedido perdón a nadie. Esa era la manera más parecida que tenía de hacerlo.
La mujer lo miró allí parado. A pesar de que le había dolido lo que había dicho, sabía que la quería. Eso había sido solo una demostración de que estaba nervioso y que lo que venía era terrible para él, para todos. La figura de su espalda enorme, recortada por la luz de mercurio de afuera, le devolvía la imagen de un hombre casi derrotado.
Antes le había dicho que se bañara y se afeitara para dar mejor impresión. Además le había planchado la única camisa decente que le quedaba. Una celeste lisa que ella le había comprado.
En ese momento se preguntó por qué lo quería. Y allí frente a ese hombre no demasiado alto, pero muy fuerte, se daba cuenta que junto a él tenía una indescriptible sensación de protección y seguridad, desde la primera vez que lo había visto, cómo si nada pudiera pasarle estando a su lado.
Siempre se había asombrado al ver esas manos enormes tocarla, cuando sabía que podían herir y hasta matar… y acaso lo habían hecho. Tal vez lo que los otros temían de él fuera lo que ella más quería ¿Estaría loca por eso?
Pero todo se iba a acabar en media hora o menos. Se quedaría sola, sola con su hijo de cinco años. Sola… sola…
Empezó a temblar y tomó conciencia de que su mano fría había pinchado con la aguja a la otra. Una gota roja y pequeña comenzaba a crecer allí. No fue consciente del quejido que dejó escapar pero él si.
Rubén se acercó y al ver la sangre, a pesar de la mortecina luz que dejaba ver la mesa vacía, le tomó la mano, y puso la pequeña herida en su boca.
Ella casi podría decir que la había curado de muchas maneras porque esa sensación de protección volvió a ella casi de inmediato. Y le pidió que la abrazara pero deliberadamente no le quiso decir “por última vez”.
El tiempo pasaba y él era consciente de eso.
Rubén le besó la frente hasta que le dijo –Traélo a Darío.
-Ella no dijo nada y fue a buscar al chico.
El se arrodilló para estar a la altura de su hijo.
-Papá ¿Te vas a ir?
-Si.
-¿Cuándo vas a volver? Los chicos de la escuela dicen que vas a ir a la cárcel porque sos malo.
Nunca se había considerado a si mismo de ese modo. Había aprendido desde chico, de quien lo había criado, que la gente mala era la que hacía cosas malas y ahora, de boca de su hijo, se veía como un mal hombre. Tal vez si se hubiera dado cuenta antes de robar aquella primera ferretería o de matar al guardia… Hubiera querido que nada de eso hubiera pasado pero era tarde y ahora había hecho lo que creía mejor para ellos dos. Quería que estuvieran bien y además apartarlos de él para no hacerles daño. No, no encontró nada en su vida que le interesara, salvo esas personas que estaban allí.
-Darío, solo quiero que recuerdes una cosa. No importa lo que te hayan dicho ni lo que te digan. Tenés que saber que te quiero -y lo abrazó. El abrazo fue tan fuerte que casi podría haberle hecho daño. Pero ni él ni su hijo fueron conscientes de eso.
-Papá, yo también te quiero mucho y te voy a esperar para siempre.
Rubén escuchó aquellas palabras como si fueran una pequeña esperanza y en cierto modo una forma de escape, distinto a los otros que había vivido.
Le hizo a Irene una seña para que se lo llevara, como habían quedado, a casa de una vecina. La policía llegaría en cualquier momento. El la había llamado para entregarse y no quería que Darío viera todo.
Al ponerse de pie, respiró profundamente. Lo que había decidido hacer era duro, tal vez jamás regresaría. Pero ahora tenía fuerzas para enfrentarlo.