martes, 21 de abril de 2009

El llanto de los perros


Esto fue publicado en el taller literario virtual del Blog de María C. La consigna era utilizar la frase “Cabezón, cebate un mate” en el texto y salió esto que bien puede estar en este blog, para compartirlo con ustedes si es que no lo han leído.

Sentado frente a la pava, el Chango observaba las formas cambiantes del vapor que parecía amenazarlo creciendo hacia el techo, mientras trataba de imaginar qué decirle a ella cuando volviera.
La tensión en sus ojos enrojecidos, el fuego, el humo de la leña y la ginebra, creaban una nebulosa imagen amarillenta y movediza sobre las encaladas paredes.
Aquel rancho, casi invisible desde el camino vecinal, se derramaba en dirección opuesta al sol que se iba yendo, vacío de nubes, por el oeste.
-¿Por qué la Negrita se empecina en llevarme la contra? Si sabe que me tiene agarrado y que me pongo como loco cuando se va a la mañana a la estancia de enfrente. Ahí están todos esos peones que la miran y piensan quién sabe qué cosas. Como si yo no me diera cuenta o no me importara. ¿Para qué trabaja? ¡Si no necesita nada! ¡Seguro que quiere comprarse trapos! Ya sabe que a mi me gusta así, limpita nomás y que me da igual lo que se ponga.
Lobo ladraba afuera y rasguñaba la puerta con la pata derecha desde hacía horas, según le pareció a él. -¡Callate perro del demonio! ¡Te voy a dar en el hocico con el cinto si no te vas!- El perro enderezó las orejas al oírlo pero siguió con su quejido desacompasado que por momentos confundía al hombre, como si escuchara un llanto humano.
-Que no me venga con que no le digo que la quiero. ¿Le parecerá que hace falta? Pucha que me da calor decírselo…
-Aquella vez que la encontré hablando no se qué macanas con el puestero aquel y le pegué, después le pedí perdón y le dije que la quería. ¡Rojo me puse de la vergüenza que me dio! No la pude mirar a los ojos en todo el día. Igual se ve que me perdonó en serio porqué al rato me dijo: “¡Cabezón, cebate un mate!” Me acuerdo de las paces… Si… -Por un momento, el hombre aflojó los puños apretados que desplegaban, sobresaliendo de la piel gruesa, un entramado de venas hinchadas. Bajo esas manos, y en la mesa sin pintar, podía ver las vetas retorcidas de la madera, como caras humanas deformes que lo miraban con muecas murmurantes o acusadoras.
-¡Al mediodía, comiendo solo, a veces me imagino que anda por ahí tirada en un catre con alguno de esos tipos! ¡Tu macho soy yo carajo! ¡Que se atreva a negarlo! Pero no puede. Nunca va a poder… -Su cara de orgullo al pensar aquello, le hubiera dicho más a su mujer que esas pocas palabras ahora gritadas- ¿Sabrá que me saco la bronca que me provoca hachando troncos? Ya tenemos leña de sobra para todo el invierno por su porfía.
El perro seguía con su ladrido disonante. El Chango apuró otra ginebra. Si hubiera podido ver a través de la botella parda de barro cocido, se habría dado cuenta de que apenas quedaba un sorbo más y después nada.
-No entiende, no se da cuenta de que no soporto que mire a otros hombres, que les hable. Desde hace unos días, ya no puedo sacármela de la cabeza ni un minuto cuando no está. Sabe que el pensar en que tiene cerca a otro me vuelve loco. Lo sabe bien. Pero igual discute como esta mañana y se quiere ir. Encima me llora y yo como un sonzo aflojo y la dejo que se vaya.
Que quiere la plata para no se qué cosas, dice. Hiervo por dentro, me ciego y tampoco la puedo escuchar. Ni me acuerdo si hoy le grité o algo… En cambio cuando vuelve, cuando vuelve… ella sabe que soy otro. Negrita no te vayas más ¡No te me vayas…! -Se agarró la cabeza con las dos manos revolviéndose el pelo, moqueando.
Afuera el viento arrastraba el humo de la chimenea y al ladrido del perro, el que no había dejado de rascar la puerta hasta descascarar la pintura verde, acusando al azul anterior.
-¡Lobo salí de acá! ¡Te voy a dar con la hebilla! –El hombre se tambaleaba hacia la puerta, con los ladridos rompiéndole la cabeza, tratando de sacarse el cinturón de cuero al mismo tiempo.
Adentro y sobre la cama, estaba la Negrita. El techo parecía mirarle el cuello abierto, y el reguero viscoso y ya frío señalaba -allí en el piso de cemento- al hacha muerta desde la mañana.


Si la obsesión fuera amor
la muerte sería su acto.


Vill_Gates, Junio 2008.

lunes, 6 de abril de 2009

La mano tendida (2da. Parte)

Primera parte aquí

Caminaban en la oscuridad y su sombra se iba alargando a medida que se alejaban de los faroles que cadenciosos pendían de los cables en las bocacalles. El viento en las hojas de los plátanos hacía que Adolfo se detuviera confuso a escuchar si alguien los seguía. Así, ocultándose y mirando de a ratos para atrás en esa semipenumbra, se golpeó en donde la frente se mezcla con el pelo, contra el filo de un cartel de “prohibido estacionar”. La sangre comenzó a manar lentamente.
El Pulga, sacó de su bolsillo un pañuelo blanco -casi inmaculado y perfectamente doblado- y se lo ofreció a su compañero que miraba esa mano como escuchando dirigida a él. Miraba ese cuadradito de tela y luego a los ojos del Pulga como esperando una explicación que lo sacara de la ignorancia de aquel ofrecimiento desinteresado. En el Hogar esas cosas no pasaban.
-Toma esto, limpiate ahí- Le dijo el Pulga, que tuvo que señalarle la herida con el pañuelo. Finalmente Adolfo al tomarlo, no sin un gesto de desconfianza casi involuntario, le dijo -Tenemos que llegar al Mercado de Abasto y no queda muy cerca- Era cierto, pero el comentario respondió más a la incomodidad que a la necesidad del dato.
La sangre cesó de brotar. Ambos siguieron caminando -cegados por el amanecer- mientras llegaban a la zona del Abasto, evitando la transitada avenida Corrientes.
Los camiones cargados se agolpaban en las calles laterales del edificio que al Pulga le pareció gigantesco. Lo vio como un teatro, rodeado de artistas que se confundían en los verdes, amarillos y naranjas de las frutas y verduras que parecían moverse por si mismas, ocultando a quien las portaba.
Mientras se acercaban a una de las entradas, el Pulga escuchó entre los ruidos de la gente y sus cosas, un extraño fraseo musical que se colaba por entre los bultos. La música del instrumento encajaba perfectamente con aquel lugar. Se quedó ahí parado pensando, como si recordara, lugares que nunca había conocido, evocados por la música alegre pero melancólica que hacían nacer de unas teclas redondas y muy pequeñas, los dedos gruesos de un hombre. El intérprete era alto y fornido. De tanto en tanto interrumpía la interpretación para saludar, dibujando un gesto con su gorra, a alguna mujer que tal vez no conocía.
-Adolfo miró el efecto que la música causaba en su compañero y le dijo: - Es una verdulera.
Su interlocutor no comprendió y le dijo- ¿Cuál? Es que hay muchas mujeres en el mercado.
-No. Verdulera se llama el acordeón que está tocando- dijo Adolfo casi sin escuchar y señalando al intérprete a quien había venido a buscar.
Don Antonio, puestero legendario del mercado, ahora tenía empleados que despachaban la verdura por él; era viudo y su acento italiano no había desaparecido luego de cuarenta años de haber abandonado Nápoles. Adolfo conocía la historia de boca del protagonista, que lo había acogido como empleado en el puesto en su escapada anterior, antes de que lo encontraran.
Se acercó, entre el espacio que le dejaba la música de aquel instrumento que había empezado a conocer y se puso frente a frente al hombre.
El músico al verlo, terminó la melodía con un melancólico y cadencioso fine.
-¡Adolfo! –gritó entusiasmado.
-Por favor don Antonio, que esta vez no quiero que me agarren.
Al ver esa herida dijo el hombre -Vamos a que te vean la testa.
-Es que no estoy solo, vengo con alguien del hogar también…
-Ajá- dijo el italiano con los brazos en asa por detrás del acordeón, mirándolos como si hubieran hecho una travesura sin importancia por el hecho de haberse escapado. Miró al Pulga y le preguntó: -¿Cómo te llamas?
-Marcos- respondió con mal disimulado pudor el Pulga, como si se hubiera desnudado algo de su alma allí mismo, en la calle, delante de todas esas personas desconocidas. Hacía mucho tiempo que nadie le preguntaba su nombre.
Don Antonio se acomodó la gorra y les hizo una seña con la mano para que lo siguieran.
Al llegar a la casa que Adolfo conocía, les dijo que esperaran allí. Ellos se sentaron en los sillones de hierro forjado del patio rodeado de jazmines del país que florecían y crecían en las paredes, sin que el dueño de casa las hubiese regado o podado jamás. El aroma suave y dulzón hizo que se quedaran dormidos, lo que duró poco. No habían pasado más que diez minutos y don Antonio ya estaba allí con una mujer de mas o menos la misma edad que él, con un vestido celeste y una bolsa en la mano. Tenía el pelo rubio rojizo atado por detrás en una trenza que le rodeaba la nuca y sus rellenas mejillas sonrosadas se hinchaban más aún con la risa de su saludo. Después de escuchar los nombres de los chicos decidió que Marcos se llamaba “Marco” y lo siguió llamando así.
Le preguntó a Adolfo, que a todas luces parecía el mayor de los dos -¿Son hermanos? La pregunta tomó por sorpresa a los chicos, sobre todo a Adolfo que tratando de no quedar expuesto ante la pregunta de una persona extraña, respondió: Si es mi hermano- y al mismo tiempo atraía bruscamente al Pulga hacia él, de manera que sus brazos chocaron, mientras dejaba la mano en el brazo opuesto de Marcos.
Si hay algo que Marcos jamás pudo olvidar fue ese gesto, más allá de las palabras. La mano casi de hierro de Adolfo que conocía muy bien, esta vez en una actitud que le era desconocida.
Adolfo tomó conciencia de la situación, nunca había tenido un gesto semejante con nadie, y soltó a Adolfo, ante la risa contenida de don Antonio. Marcos quedó disimuladamente conmocionado y escuchó aturdidamente que la Sra. Ornella, así se llamaba la mujer, que les habló sobre un desayuno y que curaría la herida de Adolfo.
Ambos fueron a la casa de la mujer que estaba pared por medio y se sentaron en silencio a desayunar, café con leche, pan con manteca y dulce de leche, en cantidades extraordinarias para ellos.
Don Antonio volvió al mercado y ante la insistencia de la mujer en que descansaran en una de las habitaciones de sus hijos que ya grandes se habían ido de allí, se derrumbaron en las camas.
Marcos se despertó horas después y no vio en la cama de al lado a Adolfo. Se levantó con cierta inquietud, abrió la puerta que daba a uno de los patios. Allí estaba él, hablando con don Antonio pero no quiso acercarse
-No tenía usted porqué hacer esto, Don Antonio –dijo Adolfo.
-Hijo no es nada. Cuando te llevaron me dio mucha pena. Además no había terminado de enseñarte a tocar mi acordeón…
Adolfo rió y lo corrigió diciendo –Verdulera, don Antonio- mientras miraba el “Anconetani” de la marca escrito en el instrumento.
-Si, es cierto que te lo había explicado…
-Don Antonio, nos tenemos que ir… Necesitamos la plata.
-No creas que me olvidé. Las deudas son las deudas. Hoy no se habla de eso, se quedan en mi casa hasta mañana –lo dijo con un tono imperativo, señalando el piso del patio con el dedo índice– Si llega a pasar algo, saltan por la pared a lo de Ornella. Esta noche comen y duermen como Dios manda en mi casa— agregó al final.
A la noche la comida fue copiosa como el desayuno y Adolfo se dio cuenta que entre esos dos viudos había algo más que una mera vecindad y se alegró por Don Antonio ¡Cómo le costaría dejar ese lugar! Después se fueron a dormir temprano. Adolfo le dijo antes a Marcos: -Acá está tu pañuelo, la señora lo lavó.
-Gracias. Ahora Adolfo empezaba a pensar en el misterio del origen del pañuelo ése, tan blanco, de la misma manera en que Marcos pensaba en el silbato que Adolfo llevaba colgado del cuello.
-Pulga, lo de que somos hermanos que dije cuando vino la señora Ornella, en fin… yo… Vos sabés que no es verdad… lo que quise decir es que… Bueno… –Adolfo hablaba moviendo los puños cerrados pegados a su cuerpo, como inmovilizado por un enemigo más poderoso que él.
-Está bien. Lo entendí. No me tenés que explicar nada.
A Marcos no le importaba lo que Adolfo acababa de decir. El otro gesto era lo que le había quedado grabado.
A la mañana siguiente fueron con don Antonio, no sin antes desayunar y después despedirse de Ornella, al puesto en el Abasto. El hombre tomó un puñado de billetes de un cajón y le dijo a Adolfo –Esto es por tus dos semanas de trabajo acá y… esto otro a cuenta para cuando vuelvas.
Adolfo tragó antes de poder responder, con mucho esfuerzo -Muchas…gracias. -Les va a servir para ese viaje largo que tienen que hacer. Ambos se dieron la mano.
Marcos no pudo captar la fuerza del apretón de manos. Luego el hombre también le estrechó la mano a él y después se fueron.
Caminaron por allí, con el alma más iluminada aunque no sin un dejo de tristeza.
Los pasos se hicieron cortos a medida que se alejaban por esas calles llenas de olores frutales, y de cajones de madera, en donde se escuchaba la música de un acordeón melancólico, en un vals que había empezado a tocar un verdulero italiano en un puesto del mercado.
Nota: Si quieren leer una historia verídica del Acordeón Anconetani, hagan click en el nombre arriba.