La luz se filtraba por la persiana entreabierta. Luego de bostezar, Adolfo miró el despertador que marcaba las ocho treinta. El minutero señalaba una moneda de un centavo sobre la mesa de noche.
Recordó que su avión de regreso salía a la una de la tarde. Tendría tiempo de comprar algo para Ana, su hija menor, que mañana estrenaría cinco años.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses. Se puso la bata y preguntó quién llamaba.
-Abra, es la policía -respondió alguien desde el otro lado.
Al abrir, vio a tres hombres de civil que inmediatamente le preguntaron en alemán -¿Es usted Adolfo Wolf?
-Si -respondió lacónicamente, en la misma lengua que había aprendido de su familia de origen austríaco.
-Está usted arrestado por el robo del Centavo.
Sorprendido, les dijo que seguramente todo se trataría de un error. Por todo comentario le indicaron que se vistiera. Lo hizo con rapidez.
Uno de los hombres tomó de la mesa de noche el centavo y dijo -Espero que no vaya a decirnos que esto también se trata de un error. Adolfo no se acordaba de dónde podría haber salido aquella moneda.
En el automóvil en el que lo trasladaron logró que quien parecía ser el jefe le dijera que aquella moneda, el centavo, era una moneda valiosísima -“Parte de nuestra historia” -subrayo. Eso era lo que decían que había robado. De todas formas pensaron que les estaba tomando el pelo con su pregunta sobre la moneda.
Mientras le hablaban no pudo dejar de ver, al detenerse en un semáforo, a una niña de más o menos la edad de su hija Ana, montada en una minúscula bicicleta rosada. Solamente él se percató del riesgo de ser atropellada que corría aquella criatura en medio del tránsito.
Llegaron al edificio de la policía, una especie de Palacio, como muchos de los edificios de ese minúsculo país. El lugar en donde tuvo lugar el interrogatorio no se parecía en nada a lo que se podría pensar respecto de esa clase de lugares. Era un gran salón con muebles antiguos, cielorraso alto y unos ventanales formados por paños de vidrio rectangulares más pequeños, desde donde se podía ver el lago, a orillas del cual se encontraba aquella ciudad.
Le preguntaron varias veces sobre lo qué había hecho desde su llegada, cuarenta y ocho horas atrás. Repitió hasta el cansancio que era químico y que se encontró allí -a mitad de camino de la ruta de ambos- con el representante de la firma para la que trabajaba, con el propósito de recoger unas muestras para llevar a su país. Le dijeron que el ácido clorhídrico con el que habían abierto la vitrina del museo en donde estaba el centavo, era de la misma composición que la de los frascos que habían encontrado en su hotel. De nada sirvió decirles que tenía un permiso para llevar esos preparados en el avión, gestionado por la empresa.
Le dijeron que quedaría detenido y que un abogado de oficio lo defendería. No conocía a nadie allí, por lo que no se le ocurrió proponer otra cosa.
El abogado que lo visitó por la tarde lo saludó con una inclinación de cabeza a la usanza de aquel lugar. No pudo distinguir si lo que aquella cara indicaba era una especie de sonrisa. El hombre se presentó y desplegó un grueso portafolios con papeles.
Era alto, y bastante corpulento, pero no podría afirmar que obeso, por lo menos según lo veía desde la silla desde la que lo observaba. Bien peinado y de barba pelirroja muy cuidada. Los ojos grises le resultaron familiares. Vestía un traje príncipe de Gales con chaleco, perfectamente planchado, una corbata de terciopelo borravino enmarcada en una impecable camisa blanca. Adolfo habría jurado, sin verlos, que sus zapatos estaban muy bien lustrados.
Luego de leerle la acusación con calma, el abogado le dijo que, si se declaraba culpable, la pena podría ser sensiblemente menor. Después de un rato de escuchar el recitado de normas y tecnicismos legales, el acusado inquirió.
-¿Es que usted no va a preguntarme si soy inocente?
-No es necesario -le respondió el abogado.
Adolfo dijo con la toda la paciencia de la que fue capaz -¿Podría preguntarle por qué piensa eso?
-Aquí está todo -dijo señalando la gruesa carpeta. No hay resquicio para dudas.
-¿Qué es todo? Por lo menos podría escuchar cuál es mi versión de los hechos, respondió.
-Pero no comprende que no es necesario…
-Si usted no cree en mi ¿Cómo puedo pretender que me vaya a creer el juez?
-Mi función es dictar una sentencia lo más justa posible -le respondió con una parsimonia que parecía formar parte de su personalidad.
-¿Dictar sentencia, usted, quiere decir?
-Si. Si no se lo dije antes, discúlpeme. Soy su abogado y su juez.
-Pero...
-Lo que le correspondería, en caso de ser hallado culpable, son veinticinco años de prisión por robo.
-¿Veinticinco años por robar un centavo? Usted debe estar bromeando.
-Aquí nunca hay robos. Además el centavo no es uno cualquiera, creo se lo han explicado.
-¿Y qué es eso de que usted además de mi abogado en el juez?
-Nuestro sistema judicial es expeditivo. Nadie se ha quejado jamás de parcialidad o injusticia.
-Le repito que soy inocente. Pero eso da igual ¿Verdad? Si usted va a ser el juez… De todas formas hubiera esperado que por lo menos me escuchara antes de juzgar que soy culpable.
-El hombre le respondió -¿Pero acaso lo he juzgado ya?
-Su actitud me lleva a pensar que si lo ha hecho porque, solamente ha leído esos papeles que tiene ahí, dijo Adolfo señalando el portafolios del abogado-juez.
-¿Eso es lo que piensa? -preguntó esta vez con cierta sorpresa aquel hombre.
-Hubiera esperado que fuera usted más comprensivo. Tal vez escuchándome pueda descubrir algo que sus papeles no dicen, pero supongo que no tengo derecho a pedir eso.
-Si ese es su deseo, adelante, por favor.
El acusado contó todo lo que había hecho desde su llegada. Su trabajo, la gente que había visto y todo lo relacionado con la noche en la que supuestamente había sucedido lo que le endilgaban.
Mientras hablaba, sobre el alféizar de la ventana, aterrizó un gran pato blanco. Adolfo se preguntó qué haría allí ese animal. Su interlocutor no pareció haberlo visto. Cualquiera se hubiera sorprendido, teniendo en cuenta que estaban en un tercer piso, según calculaba.
-¿Dice usted que no sabe de dónde provino el centavo que estaba sobre la mesa de noche? Le pregunto el abogado pacientemente.
-Puede ser que lo haya dejado allí el día anterior. Tal vez sea un vuelto de algo, no lo recuerdo.
-¿Eso es lo que va a decir en el juicio? Le dijo el defensor.
-Pero es la verdad. No recuerdo otra cosa.
-Ya veo –dijo el otro hombre que siguió escuchando con mucha atención, eso no podía negarse. Adolfo creyó captar por momentos, algo de comprensión, pero nunca creyó haberlo convencido con su relato. El hombre se limitaba a mirarlo con esos ojos grises, como de bruma, dentro de la cual, imaginó, todo podía ser sospechoso.
La sensación era sobrecogedora porque siempre había supuesto que por lo menos habría cierta empatía, forzada por la relación reo-abogado, pero él no la captó. Tuvo finalmente la sensación de haber sido ya condenado.
Cuando terminó de decirle todo y no pudo recordar nada más, aquel hombre esperó unos segundos y con la misma serenidad que había manifestado desde el principio, finalmente le dijo, como sabiendo de antemano la respuesta - ¿Es eso todo?
-El acusado se limitó a decir –Si, es todo.
Bueno, entonces por el momento hemos terminado -dijo el abogado.
-Ah, otra cosa más ¿Piensa usted que lo encuentro culpable?
Adolfo no quiso contestarle ante lo inesperado de la pregunta y sobre todo de la respuesta que hubiera querido darle.
Ante el silencio, aquel hombre tomó su reloj de bolsillo del chaleco y abrió su tapa de oro. Sobre ella había grabado en relieve un cordero de plata y detrás un estandarte que no alcanzó a ver bien. Le llamó la atención que al abrirse, el cordero quedaba mirando hacia su lado y no hacia su dueño como sería usual. Al levantar la vista observó que el hombre tenía la mirada fija en él, como si estuviera terminando de comprender algo.
Se alejó de la silla con cierta majestad, le hizo la misma reverencia que cuando llegó y desapareció por la puerta.
En un momento, dos policías lo llevaron otra vez al ascensor. Uno de ellos, el que iba atrás, cerca de él, dijo -Un gran hombre el señor abogado. Es admirado aquí por su forma de aplicar la justicia. Nunca se equivoca.
En la calle y antes de subir al automóvil, pudo ver que un hombre de riguroso traje negro tiraba con una correa de cuero una vaca lechera que caminaba acompasadamente, lo cual debía ser habitual en esa ciudad porque nadie la miraba.
El lugar en donde el coche se detuvo estaba frente a una plaza muy bien compuesta, de estilo francés, con arreglos de flores, formando dibujos dispuestos entre caminos, estatuas y fuentes. Tres ovejas comían el césped y no parecían prestarle atención a las flores que se veían bastante apetitosas.
Ya en el edificio, lo introdujeron por un pasillo y vio las celdas. Aquello parecía más un establo, con paja en el piso, baldes y sogas colgadas de vigas de madera.
-¿Acaso esperarán que me ahorque? –pensó Adolfo.
En ese momento recordó que era claustrofóbico.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando vio el grosor de los barrotes y la pesada puerta. Lo encerraron allí. El les gritó -¡Por favor no, que tengo claustrofobia! ¡Acérquenme a una ventana! -pero nadie hizo nada. Comenzó a traspirar, su respiración se agitó y creyó perder el conocimiento.
La luz de la persiana lo despertó. Estaba absolutamente empapado en la cama del hotel. Esa pesadilla le había parecido muy real. Decidió que compraría cuanto antes el regalo de cumpleaños de Ana y que se iría de inmediato al aeropuerto. Ella quería esa granja de juguete que había visto en un catálogo con todos sus animales.
Eran las ocho y treinta. El minutero señalaba la moneda de un centavo allí sobre la mesa de noche.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses.
Recordó que su avión de regreso salía a la una de la tarde. Tendría tiempo de comprar algo para Ana, su hija menor, que mañana estrenaría cinco años.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses. Se puso la bata y preguntó quién llamaba.
-Abra, es la policía -respondió alguien desde el otro lado.
Al abrir, vio a tres hombres de civil que inmediatamente le preguntaron en alemán -¿Es usted Adolfo Wolf?

-Está usted arrestado por el robo del Centavo.
Sorprendido, les dijo que seguramente todo se trataría de un error. Por todo comentario le indicaron que se vistiera. Lo hizo con rapidez.
Uno de los hombres tomó de la mesa de noche el centavo y dijo -Espero que no vaya a decirnos que esto también se trata de un error. Adolfo no se acordaba de dónde podría haber salido aquella moneda.
En el automóvil en el que lo trasladaron logró que quien parecía ser el jefe le dijera que aquella moneda, el centavo, era una moneda valiosísima -“Parte de nuestra historia” -subrayo. Eso era lo que decían que había robado. De todas formas pensaron que les estaba tomando el pelo con su pregunta sobre la moneda.
Mientras le hablaban no pudo dejar de ver, al detenerse en un semáforo, a una niña de más o menos la edad de su hija Ana, montada en una minúscula bicicleta rosada. Solamente él se percató del riesgo de ser atropellada que corría aquella criatura en medio del tránsito.
Llegaron al edificio de la policía, una especie de Palacio, como muchos de los edificios de ese minúsculo país. El lugar en donde tuvo lugar el interrogatorio no se parecía en nada a lo que se podría pensar respecto de esa clase de lugares. Era un gran salón con muebles antiguos, cielorraso alto y unos ventanales formados por paños de vidrio rectangulares más pequeños, desde donde se podía ver el lago, a orillas del cual se encontraba aquella ciudad.
Le preguntaron varias veces sobre lo qué había hecho desde su llegada, cuarenta y ocho horas atrás. Repitió hasta el cansancio que era químico y que se encontró allí -a mitad de camino de la ruta de ambos- con el representante de la firma para la que trabajaba, con el propósito de recoger unas muestras para llevar a su país. Le dijeron que el ácido clorhídrico con el que habían abierto la vitrina del museo en donde estaba el centavo, era de la misma composición que la de los frascos que habían encontrado en su hotel. De nada sirvió decirles que tenía un permiso para llevar esos preparados en el avión, gestionado por la empresa.
Le dijeron que quedaría detenido y que un abogado de oficio lo defendería. No conocía a nadie allí, por lo que no se le ocurrió proponer otra cosa.
El abogado que lo visitó por la tarde lo saludó con una inclinación de cabeza a la usanza de aquel lugar. No pudo distinguir si lo que aquella cara indicaba era una especie de sonrisa. El hombre se presentó y desplegó un grueso portafolios con papeles.
Era alto, y bastante corpulento, pero no podría afirmar que obeso, por lo menos según lo veía desde la silla desde la que lo observaba. Bien peinado y de barba pelirroja muy cuidada. Los ojos grises le resultaron familiares. Vestía un traje príncipe de Gales con chaleco, perfectamente planchado, una corbata de terciopelo borravino enmarcada en una impecable camisa blanca. Adolfo habría jurado, sin verlos, que sus zapatos estaban muy bien lustrados.
Luego de leerle la acusación con calma, el abogado le dijo que, si se declaraba culpable, la pena podría ser sensiblemente menor. Después de un rato de escuchar el recitado de normas y tecnicismos legales, el acusado inquirió.
-¿Es que usted no va a preguntarme si soy inocente?
-No es necesario -le respondió el abogado.
Adolfo dijo con la toda la paciencia de la que fue capaz -¿Podría preguntarle por qué piensa eso?
-Aquí está todo -dijo señalando la gruesa carpeta. No hay resquicio para dudas.
-¿Qué es todo? Por lo menos podría escuchar cuál es mi versión de los hechos, respondió.
-Pero no comprende que no es necesario…
-Si usted no cree en mi ¿Cómo puedo pretender que me vaya a creer el juez?
-Mi función es dictar una sentencia lo más justa posible -le respondió con una parsimonia que parecía formar parte de su personalidad.
-¿Dictar sentencia, usted, quiere decir?
-Si. Si no se lo dije antes, discúlpeme. Soy su abogado y su juez.
-Pero...
-Lo que le correspondería, en caso de ser hallado culpable, son veinticinco años de prisión por robo.
-¿Veinticinco años por robar un centavo? Usted debe estar bromeando.
-Aquí nunca hay robos. Además el centavo no es uno cualquiera, creo se lo han explicado.
-¿Y qué es eso de que usted además de mi abogado en el juez?
-Nuestro sistema judicial es expeditivo. Nadie se ha quejado jamás de parcialidad o injusticia.
-Le repito que soy inocente. Pero eso da igual ¿Verdad? Si usted va a ser el juez… De todas formas hubiera esperado que por lo menos me escuchara antes de juzgar que soy culpable.
-El hombre le respondió -¿Pero acaso lo he juzgado ya?
-Su actitud me lleva a pensar que si lo ha hecho porque, solamente ha leído esos papeles que tiene ahí, dijo Adolfo señalando el portafolios del abogado-juez.
-¿Eso es lo que piensa? -preguntó esta vez con cierta sorpresa aquel hombre.
-Hubiera esperado que fuera usted más comprensivo. Tal vez escuchándome pueda descubrir algo que sus papeles no dicen, pero supongo que no tengo derecho a pedir eso.
-Si ese es su deseo, adelante, por favor.
El acusado contó todo lo que había hecho desde su llegada. Su trabajo, la gente que había visto y todo lo relacionado con la noche en la que supuestamente había sucedido lo que le endilgaban.
Mientras hablaba, sobre el alféizar de la ventana, aterrizó un gran pato blanco. Adolfo se preguntó qué haría allí ese animal. Su interlocutor no pareció haberlo visto. Cualquiera se hubiera sorprendido, teniendo en cuenta que estaban en un tercer piso, según calculaba.
-¿Dice usted que no sabe de dónde provino el centavo que estaba sobre la mesa de noche? Le pregunto el abogado pacientemente.
-Puede ser que lo haya dejado allí el día anterior. Tal vez sea un vuelto de algo, no lo recuerdo.
-¿Eso es lo que va a decir en el juicio? Le dijo el defensor.
-Pero es la verdad. No recuerdo otra cosa.
-Ya veo –dijo el otro hombre que siguió escuchando con mucha atención, eso no podía negarse. Adolfo creyó captar por momentos, algo de comprensión, pero nunca creyó haberlo convencido con su relato. El hombre se limitaba a mirarlo con esos ojos grises, como de bruma, dentro de la cual, imaginó, todo podía ser sospechoso.
La sensación era sobrecogedora porque siempre había supuesto que por lo menos habría cierta empatía, forzada por la relación reo-abogado, pero él no la captó. Tuvo finalmente la sensación de haber sido ya condenado.
Cuando terminó de decirle todo y no pudo recordar nada más, aquel hombre esperó unos segundos y con la misma serenidad que había manifestado desde el principio, finalmente le dijo, como sabiendo de antemano la respuesta - ¿Es eso todo?
-El acusado se limitó a decir –Si, es todo.
Bueno, entonces por el momento hemos terminado -dijo el abogado.
-Ah, otra cosa más ¿Piensa usted que lo encuentro culpable?
Adolfo no quiso contestarle ante lo inesperado de la pregunta y sobre todo de la respuesta que hubiera querido darle.
Ante el silencio, aquel hombre tomó su reloj de bolsillo del chaleco y abrió su tapa de oro. Sobre ella había grabado en relieve un cordero de plata y detrás un estandarte que no alcanzó a ver bien. Le llamó la atención que al abrirse, el cordero quedaba mirando hacia su lado y no hacia su dueño como sería usual. Al levantar la vista observó que el hombre tenía la mirada fija en él, como si estuviera terminando de comprender algo.
Se alejó de la silla con cierta majestad, le hizo la misma reverencia que cuando llegó y desapareció por la puerta.
En un momento, dos policías lo llevaron otra vez al ascensor. Uno de ellos, el que iba atrás, cerca de él, dijo -Un gran hombre el señor abogado. Es admirado aquí por su forma de aplicar la justicia. Nunca se equivoca.
En la calle y antes de subir al automóvil, pudo ver que un hombre de riguroso traje negro tiraba con una correa de cuero una vaca lechera que caminaba acompasadamente, lo cual debía ser habitual en esa ciudad porque nadie la miraba.
El lugar en donde el coche se detuvo estaba frente a una plaza muy bien compuesta, de estilo francés, con arreglos de flores, formando dibujos dispuestos entre caminos, estatuas y fuentes. Tres ovejas comían el césped y no parecían prestarle atención a las flores que se veían bastante apetitosas.
Ya en el edificio, lo introdujeron por un pasillo y vio las celdas. Aquello parecía más un establo, con paja en el piso, baldes y sogas colgadas de vigas de madera.
-¿Acaso esperarán que me ahorque? –pensó Adolfo.
En ese momento recordó que era claustrofóbico.

La luz de la persiana lo despertó. Estaba absolutamente empapado en la cama del hotel. Esa pesadilla le había parecido muy real. Decidió que compraría cuanto antes el regalo de cumpleaños de Ana y que se iría de inmediato al aeropuerto. Ella quería esa granja de juguete que había visto en un catálogo con todos sus animales.
Eran las ocho y treinta. El minutero señalaba la moneda de un centavo allí sobre la mesa de noche.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses.