martes, 18 de agosto de 2009

El centavo

La luz se filtraba por la persiana entreabierta. Luego de bostezar, Adolfo miró el despertador que marcaba las ocho treinta. El minutero señalaba una moneda de un centavo sobre la mesa de noche.
Recordó que su avión de regreso salía a la una de la tarde. Tendría tiempo de comprar algo para Ana, su hija menor, que mañana estrenaría cinco años.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses. Se puso la bata y preguntó quién llamaba.
-Abra, es la policía -respondió alguien desde el otro lado.
Al abrir, vio a tres hombres de civil que inmediatamente le preguntaron en alemán -¿Es usted Adolfo Wolf?
-Si -respondió lacónicamente, en la misma lengua que había aprendido de su familia de origen austríaco.
-Está usted arrestado por el robo del Centavo.
Sorprendido, les dijo que seguramente todo se trataría de un error. Por todo comentario le indicaron que se vistiera. Lo hizo con rapidez.
Uno de los hombres tomó de la mesa de noche el centavo y dijo -Espero que no vaya a decirnos que esto también se trata de un error. Adolfo no se acordaba de dónde podría haber salido aquella moneda.
En el automóvil en el que lo trasladaron logró que quien parecía ser el jefe le dijera que aquella moneda, el centavo, era una moneda valiosísima -“Parte de nuestra historia” -subrayo. Eso era lo que decían que había robado. De todas formas pensaron que les estaba tomando el pelo con su pregunta sobre la moneda.
Mientras le hablaban no pudo dejar de ver, al detenerse en un semáforo, a una niña de más o menos la edad de su hija Ana, montada en una minúscula bicicleta rosada. Solamente él se percató del riesgo de ser atropellada que corría aquella criatura en medio del tránsito.
Llegaron al edificio de la policía, una especie de Palacio, como muchos de los edificios de ese minúsculo país. El lugar en donde tuvo lugar el interrogatorio no se parecía en nada a lo que se podría pensar respecto de esa clase de lugares. Era un gran salón con muebles antiguos, cielorraso alto y unos ventanales formados por paños de vidrio rectangulares más pequeños, desde donde se podía ver el lago, a orillas del cual se encontraba aquella ciudad.
Le preguntaron varias veces sobre lo qué había hecho desde su llegada, cuarenta y ocho horas atrás. Repitió hasta el cansancio que era químico y que se encontró allí -a mitad de camino de la ruta de ambos- con el representante de la firma para la que trabajaba, con el propósito de recoger unas muestras para llevar a su país. Le dijeron que el ácido clorhídrico con el que habían abierto la vitrina del museo en donde estaba el centavo, era de la misma composición que la de los frascos que habían encontrado en su hotel. De nada sirvió decirles que tenía un permiso para llevar esos preparados en el avión, gestionado por la empresa.
Le dijeron que quedaría detenido y que un abogado de oficio lo defendería. No conocía a nadie allí, por lo que no se le ocurrió proponer otra cosa.
El abogado que lo visitó por la tarde lo saludó con una inclinación de cabeza a la usanza de aquel lugar. No pudo distinguir si lo que aquella cara indicaba era una especie de sonrisa. El hombre se presentó y desplegó un grueso portafolios con papeles.
Era alto, y bastante corpulento, pero no podría afirmar que obeso, por lo menos según lo veía desde la silla desde la que lo observaba. Bien peinado y de barba pelirroja muy cuidada. Los ojos grises le resultaron familiares. Vestía un traje príncipe de Gales con chaleco, perfectamente planchado, una corbata de terciopelo borravino enmarcada en una impecable camisa blanca. Adolfo habría jurado, sin verlos, que sus zapatos estaban muy bien lustrados.
Luego de leerle la acusación con calma, el abogado le dijo que, si se declaraba culpable, la pena podría ser sensiblemente menor. Después de un rato de escuchar el recitado de normas y tecnicismos legales, el acusado inquirió.
-¿Es que usted no va a preguntarme si soy inocente?
-No es necesario -le respondió el abogado.
Adolfo dijo con la toda la paciencia de la que fue capaz -¿Podría preguntarle por qué piensa eso?
-Aquí está todo -dijo señalando la gruesa carpeta. No hay resquicio para dudas.
-¿Qué es todo? Por lo menos podría escuchar cuál es mi versión de los hechos, respondió.
-Pero no comprende que no es necesario…
-Si usted no cree en mi ¿Cómo puedo pretender que me vaya a creer el juez?
-Mi función es dictar una sentencia lo más justa posible -le respondió con una parsimonia que parecía formar parte de su personalidad.
-¿Dictar sentencia, usted, quiere decir?
-Si. Si no se lo dije antes, discúlpeme. Soy su abogado y su juez.
-Pero...
-Lo que le correspondería, en caso de ser hallado culpable, son veinticinco años de prisión por robo.
-¿Veinticinco años por robar un centavo? Usted debe estar bromeando.
-Aquí nunca hay robos. Además el centavo no es uno cualquiera, creo se lo han explicado.
-¿Y qué es eso de que usted además de mi abogado en el juez?
-Nuestro sistema judicial es expeditivo. Nadie se ha quejado jamás de parcialidad o injusticia.
-Le repito que soy inocente. Pero eso da igual ¿Verdad? Si usted va a ser el juez… De todas formas hubiera esperado que por lo menos me escuchara antes de juzgar que soy culpable.
-El hombre le respondió -¿Pero acaso lo he juzgado ya?
-Su actitud me lleva a pensar que si lo ha hecho porque, solamente ha leído esos papeles que tiene ahí, dijo Adolfo señalando el portafolios del abogado-juez.
-¿Eso es lo que piensa? -preguntó esta vez con cierta sorpresa aquel hombre.
-Hubiera esperado que fuera usted más comprensivo. Tal vez escuchándome pueda descubrir algo que sus papeles no dicen, pero supongo que no tengo derecho a pedir eso.
-Si ese es su deseo, adelante, por favor.
El acusado contó todo lo que había hecho desde su llegada. Su trabajo, la gente que había visto y todo lo relacionado con la noche en la que supuestamente había sucedido lo que le endilgaban.
Mientras hablaba, sobre el alféizar de la ventana, aterrizó un gran pato blanco. Adolfo se preguntó qué haría allí ese animal. Su interlocutor no pareció haberlo visto. Cualquiera se hubiera sorprendido, teniendo en cuenta que estaban en un tercer piso, según calculaba.
-¿Dice usted que no sabe de dónde provino el centavo que estaba sobre la mesa de noche? Le pregunto el abogado pacientemente.
-Puede ser que lo haya dejado allí el día anterior. Tal vez sea un vuelto de algo, no lo recuerdo.
-¿Eso es lo que va a decir en el juicio? Le dijo el defensor.
-Pero es la verdad. No recuerdo otra cosa.
-Ya veo –dijo el otro hombre que siguió escuchando con mucha atención, eso no podía negarse. Adolfo creyó captar por momentos, algo de comprensión, pero nunca creyó haberlo convencido con su relato. El hombre se limitaba a mirarlo con esos ojos grises, como de bruma, dentro de la cual, imaginó, todo podía ser sospechoso.
La sensación era sobrecogedora porque siempre había supuesto que por lo menos habría cierta empatía, forzada por la relación reo-abogado, pero él no la captó. Tuvo finalmente la sensación de haber sido ya condenado.
Cuando terminó de decirle todo y no pudo recordar nada más, aquel hombre esperó unos segundos y con la misma serenidad que había manifestado desde el principio, finalmente le dijo, como sabiendo de antemano la respuesta - ¿Es eso todo?
-El acusado se limitó a decir –Si, es todo.
Bueno, entonces por el momento hemos terminado -dijo el abogado.
-Ah, otra cosa más ¿Piensa usted que lo encuentro culpable?
Adolfo no quiso contestarle ante lo inesperado de la pregunta y sobre todo de la respuesta que hubiera querido darle.
Ante el silencio, aquel hombre tomó su reloj de bolsillo del chaleco y abrió su tapa de oro. Sobre ella había grabado en relieve un cordero de plata y detrás un estandarte que no alcanzó a ver bien. Le llamó la atención que al abrirse, el cordero quedaba mirando hacia su lado y no hacia su dueño como sería usual. Al levantar la vista observó que el hombre tenía la mirada fija en él, como si estuviera terminando de comprender algo.
Se alejó de la silla con cierta majestad, le hizo la misma reverencia que cuando llegó y desapareció por la puerta.
En un momento, dos policías lo llevaron otra vez al ascensor. Uno de ellos, el que iba atrás, cerca de él, dijo -Un gran hombre el señor abogado. Es admirado aquí por su forma de aplicar la justicia. Nunca se equivoca.
En la calle y antes de subir al automóvil, pudo ver que un hombre de riguroso traje negro tiraba con una correa de cuero una vaca lechera que caminaba acompasadamente, lo cual debía ser habitual en esa ciudad porque nadie la miraba.
El lugar en donde el coche se detuvo estaba frente a una plaza muy bien compuesta, de estilo francés, con arreglos de flores, formando dibujos dispuestos entre caminos, estatuas y fuentes. Tres ovejas comían el césped y no parecían prestarle atención a las flores que se veían bastante apetitosas.
Ya en el edificio, lo introdujeron por un pasillo y vio las celdas. Aquello parecía más un establo, con paja en el piso, baldes y sogas colgadas de vigas de madera.
-¿Acaso esperarán que me ahorque? –pensó Adolfo.
En ese momento recordó que era claustrofóbico. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando vio el grosor de los barrotes y la pesada puerta. Lo encerraron allí. El les gritó -¡Por favor no, que tengo claustrofobia! ¡Acérquenme a una ventana! -pero nadie hizo nada. Comenzó a traspirar, su respiración se agitó y creyó perder el conocimiento.
La luz de la persiana lo despertó. Estaba absolutamente empapado en la cama del hotel. Esa pesadilla le había parecido muy real. Decidió que compraría cuanto antes el regalo de cumpleaños de Ana y que se iría de inmediato al aeropuerto. Ella quería esa granja de juguete que había visto en un catálogo con todos sus animales.
Eran las ocho y treinta. El minutero señalaba la moneda de un centavo allí sobre la mesa de noche.
En la puerta sonaron unos golpes nada corteses.

sábado, 1 de agosto de 2009

Desde lo alto

Miró por el ventanal pero no vio el brillo de la costa, ni a las gaviotas. Lo que ese hombre de sienes grises observaba desde el piso 132 de la Torre de la Humanidad, sede del gobierno mundial, eran las nubes oscuras que se acercaban y los aviones de combate que custodiaban a lo lejos aquel conjunto de edificios.

Tenía sed. Quería un café o alguna otra bebida. Pidió simplemente que le trajeran “algo para tomar”. Ya se encargaría el asistente de acercarle varias cosas para elegir.
-Sr. Presidente, lo esperan los representantes de la Corporación Minera del Pacífico. Creo haberle avisado que estaba presente el Consejero de Oceanía- dijo una voz que no salía de ninguna parte en especial.
-Cancele todo eso, hágales espacio en la agenda… para mañana… o pasado. Llame al general Schwarz y dígale que pase directamente, por favor.
Luego de 15 minutos de reunión, el general entró al ascensor pálido, lo que contrastaba con su habitual semblante rubicunda.
El presidente del mundo se había sentado en uno de los extremos de la larga mesa de reuniones del Consejo. Se tomó la cabeza y cerró los ojos.
Mientras le latían las venas de la frente recordó destellos de la carrera que lo había llevado allí: la sanción de la Constitución Mundial del 2121, en la cual había participado como redactor; su elección como Presidente en el 2130; la reforma que había propiciado para darle más ejecutividad al gobierno y la prórroga del mandato del Presidente por tiempo indefinido. Eso lo había beneficiado. Pero enseguida se corrigió y pensó que eso había beneficiado al mundo en su conjunto.
La centralización en las decisiones en él, había acelerado considerablemente la solución de algunos problemas. Había sofocado las revueltas políticas, raciales y religiosas mediante todos los medios a su disposición. Todos. La paz general estaba por encima de circunstancias y aún de personas individuales. Y lo había logrado.
Muchos gozaban de prosperidad. Unos más que otros. Eso sería siempre así pensó, mientras firmaba con su pluma de platino un montón de decretos ahora innecesarios. De todas formas –se dijo- con que una sola persona estuviera en mejor situación que antes de la reforma, ya habría habido un avance. Para eso había querido el poder y había hecho todo lo que estaba a su alcance para lograrlo. Algunos pensaban que era un tirano. No comprendían que lo que importaba eran los objetivos. Lo demás era secundario. La Humanidad debía sobrevivir al hombre.
Ahí afuera estaban los representantes de las compañías mineras que querían un aumento de regalías de explotación del 0,6%. Eso significaría un encarecimiento de un 5,1% en el precio de los alimentos alrededor del mundo. Fundamentalmente alteraría el Bienestar, una de las premisas que había jurado defender al asumir su cargo. Cientos de millones de personas pasarían a ser más pobres con una simple decisión suya. Podría conceder el aumento o ser generoso y darles el 0,8% porque ahora todo daba lo mismo.
Un vaso de jugo de naranjas estaba intacto a su lado. Ya no recordaba que se lo habían servido unos minutos antes, cuando había elegido entre veinticuatro clases de jugos de fruta del mundo.
Pensó en lo que había dejado para estar allí. El gobierno del mundo lo exigía todo. No tenía mujer, ni hijos, más allá de alguna relación temporal como la que ahora mantenía con la Comisionada de Comercio. Atractiva, pero demasiado calculadora. Tal vez por eso la consideraba un sofisticado y peligroso entretenimiento.
En la mesa tenía las proyecciones de producción de oro del próximo mes y el informe secreto del agotamiento de la última mina de uranio en Namibia.
Se levantó y fue hacia su escritorio. Allí estaba el maletín acerado con el escudo del gobierno: cinco brazos entrelazados, que representaban a los continentes, con una paloma blanca en el centro. Pasó su mano por la esquina acerada pero la apartó ante la sensación rugosa y fría del metal.
Desde lo alto contempló un mundo sin posibilidades de producir energía. En un mes se paralizaría la industria y el comercio. El pánico de apoderaría de las ciudades y millones morirían de hambre o de miedo. El Bienestar es algo a lo que nadie renuncia voluntariamente una vez probado. Ya no podía garantizar lo que todos querían.
Bastante sufrimiento había habido en los últimos tiempos con las catástrofes naturales, las que probablemente fueran amplificadas por los conglomerados mediáticos, más allá de algún dato más o menos inquietante.
En el horizonte, ya muy oscuro, un barco se alejaba de aquella isla fortificada ¿De qué le serviría ahora su carga o su rumbo?
Había especulado con las fuentes alternativas de energía que -si bien habían progresado- no alcanzaban a cubrir las crecientes necesidades actuales. Había mantenido todo en secreto, solamente él y dos o tres personas de su confianza sabían lo del uranio. Había neutralizado las filtraciones en la prensa y en las redes. Ya tenía experiencia en esas neutralizaciones. Hace poco había dejado sin posibilidad de sustento económico a los fundamentalistas religiosos. Esos incultos que lo despreciaban por oponerse a sus creencias. No los odiaba, simplemente nunca había creído en ellos ni en sus ideas. Eran un obstáculo al Progreso. En los últimos meses se habían mostrado inusitadamente activos, según los informes de inteligencia. Parecían incluso haber ganado algunos adeptos.
La lluvia había empezado a empapar los vidrios exteriores. Inexplicable en aquella época del año. La falta de luz fue compensada por los sistemas y notó que el flujo de aire parecía más cálido, tal vez para compensar el frío que vino con la oscuridad.
Pensó en los niños de la India que se bañaban despreocupados en el Ganges y sintió pena por ellos. También se representó a los de la ciudad de Rosinha, vecina a Río de Janeiro, jugando al fútbol sin saber lo que sucedería. No podía permitir que sufrieran y no lo haría.
Mucha gente había perdido la capacidad de soportar el dolor. El no iba a ser el espectador ni responsable del recomienzo de esos padecimientos. Nadie podría culparlo por evitar lo que de otra forma sería irremediable.
Un relámpago iluminó toda la estancia y fue cegado por su resplandor.
Un llamado de su asistente lo hizo reaccionar.
-No estoy para nadie… por el resto del día.
-Pero señor Presidente… el representante de…
-No estoy para nadie.
Se acercó a su escritorio y tomó el maletín metálico. Lo abrió y contemplo lo que sería el destino inmediato de los hombres que orgullosamente él forjaría.
Introdujo las series de números: cuatro, cero, uno. Luego cero, cero, tres y finalmente dos, cero, cuatro. Con una sonrisa triunfal dio vueltas a la llave, presionando luego el botón rojo.
Alrededor del mundo todos los misiles atómicos fueron disparados.
Sin que fuera algo planeado, la primera bomba explotó en aquella isla. El fuego nuclear vaporizó los cristales que acababan de explotar junto al Presidente del mundo, cuyo último pensamiento fue que, por su causa, los niños de la India y de Brasil estaban dejando finalmente de sufrir.