jueves, 24 de septiembre de 2009

Leyendas del Paraguay: La señal.

Las columnas de humo se elevaban sobre el horizonte sin nubes, lo que inevitablemente presagiaba lo peor.
Carmen Mena de Ayala, dejó de mirar hacia Asunción de la que sólo podía ver algunas cúpulas ahora espectrales y llamó a Lucinda, la más joven de las criadas de aquella casa sin hombres. Le pidió que preparara el coche de paseo de dos caballos, mientras iba colocando en baúles aquello que pudiera salvar de los soldados brasileros.
Esa palabra, salvar, permanecía presente mientras colocaba sin orden el menaje de plata, sus joyas, monedas de oro y otros objetos de valor que pudieran servir después. Así mantenía viva la esperanza de que Lucio y sus dos hijos volvieran. No tenía noticias de ninguno desde hacía tiempo. Eran siete meses desde la última y breve carta de Lucio. A partir de aquel momento los rumores le proporcionaron algo a lo que aferrarse. Y eso porque había tomado en cuenta únicamente los  benevolentes. ¡Qué tonta había sido al enorgullecerse de ver a Lucio con el uniforme del ejército del Paraguay, con sus galones dorados y sus botas relucientes! Fue aquel día caluroso de hacía casi un año, en el portón de la casa familiar.
Lo que más le costaba era quitarse la alianza. Abandonarla le exigía un sacrificio que sin fuerzas asumía la forma de un ritual. El anillo no es un amuleto -se dijo- y lo dejó en el cofre que cerró con un golpe seco. Comenzó a llenar de inmediato el siguiente cajón.
Las mujeres se sobresaltaron ante el olor acre que el viento al cambiar su rumbo había trasladado a las afueras, otrora de apacibles quintas. Hicieron el esfuerzo de varios hombres subiendo aquellos cajones al coche. Ya no distinguían cuáles eran los trabajos que en otras épocas hubieran requerido el auxilio de un varón porque lo habían olvidado.
Carmen tomó una pala y con Vicenta y Lucinda fueron al monte. Los caballos parecían querer alejarse de la casa, contrariamente a lo que habían hecho siempre.
Tardaron un buen rato en cavar el pozo, sin detenerse en el cansancio, ni en los ruidos extraños que llegaban en dirección de la casa.
Cuando terminaron de enterrar todo, cubrieron el lugar con hojas y ramas. Carmen les dijo a las dos muchachas que volvieran al coche. Permaneció sola unos minutos.
Después la vieron llegar en silencio y así regresaron las tres.
Ya en la casa, otra de las mujeres entró agitada y le entregó una carta. La había traído corriendo casi todo el camino desde la ciudad. Lloraba y le decía que se había escapado de los soldados y del fuego.
Carmen apenas la consoló pasándole la mano por el pelo porque allí tenía ese sobre con el escudo oficial al que ya había aprendido a temer. Luego de abrirlo con el abrecartas filoso de Lucio, comenzó a buscar casi sin leer, lo único que le importaba de esa hoja igual a otras que ya había visto. Esta vez le habia tocado a ella. Lucio estaba muerto.
Se resistió a dejarse abatir. Todavía podía recuperar a sus hijos, ahora que todo terminaba.
El fin se hizo presente con el humo. Lo había anhelado sin imaginar que se colaría por las ventanas de su casa.
-¡Señora Carmen!- resonó el grito ahogado de Lucinda mientras entraba aferrada de la cintura por un soldado que empuñaba en su otra mano un pistolón.
¡Sueltela! -exigió la mujer- Por toda respuesta recibió unos perdigones en el hombro izquierdo que el arma en pulso errático arrojó tosiendo en una nube gris.
El hombre se le acercó. Ella se apoyaba en el escritorio para no caer, mientras se oían los gritos de Lucinda que aquel soldado borracho no soltaba.
Casi sin fuerzas, Carmen tomó del escritorio el abrecartas. Dudosa fortuna la de tener el valor suficiente para poder enterrárselo al hombre entre el pecho y el estómago. El soldado se derrumbó a sus pies, dejando a la chica.
Carmen quedó inmóvil. Espantada miró a Lucinda que huía. Por otra puerta entraron dos soldados. Todo terminó para ella.
El fuego fue el señor del lugar aquel 2 de febrero de 1861, mientras los soldados saqueaban lo que quedaba y se aprovechaban de las que antes de eso ya creían haberlo perdido todo.
La noche larga vió arder la casa de quien fuera Carmen Mena, viuda de Ayala.
No lejos de allí, un rosario de plata anudado a una rama, señalaba con su cruz el lugar en donde Carmen había guardado su esperanza en cofres, para una familia que ya no existía.
Lucinda volvió al bosque pero nadie encontró la señal.
Algunos creen ver, aún hoy, bajo la luz de la tarde que escapa entre los árboles, el brillo de una cruz.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Segundas oportunidades.

Esto fue escrito para el taller literario de María C. La consigna era utilizar las palabras o frases que se enumeran a continuación:

aislado
tributo
Santa Rosa
treinta indígenas
histórica victoria
segunda oportunidad
proyecto
tensión a la sombra
televisión
una pareja
No tienes más invitaciones

Aquí va lo que salió.
Segundas oportunidades

El taxi daba vueltas en ese pueblo ficticio llamado “Las casitas” que no era otra cosa que un barrio aislado de la ciudad de Río Gallegos. Aislado a modo de tributo a la ceguera que consiste en quitar del medio lo que no se quiere ver. Los prostíbulos están prohibidos, pero no las “whiskerías”. Rodrigo Ferrero nunca encontró la diferencia entre esos dos términos. Como cuando en Santa Rosa, La Pampa, había rescatado a esas pobres treinta indígenas paraguayas que -según el que las transportaba- iban a cuidar chicos en los campos de la zona.

Aquellos hombres terminaron sin condena porque no se pudo demostrar que efectivamente las iban a hacer trabajar, pero no precisamente como niñeras.
El conductor miró por el espejo cuando, el policía se despachó con una carcajada. Su jefe le había hablado de una histórica victoria contra la trata de blancas. Nunca comprobó los rumores de que el tipo también estaba metido en el negocio, o que recibía su parte, que se callaba, o que no hacía nada: lo que para el caso y a su modo de ver, era lo mismo. Como premio, unos días después, le habían dado dos balazos. Pero la vida le había dado una segunda oportunidad porque el plomo apenas si había rozado el corazón. La otra bala en la pierna le había provocado esa pequeño rengueo que ya casi ni se notaba y mucho dolor. Dolor también por el proyecto trunco de ser entrenador de boxeo en la escuela de Policía que su maldita pierna le impidió realizar. O la maldita bala.
Le indicó al conductor -que ya se había dado cuenta de que él era policía- que diera otra vuelta por entre esas casas con vidrieras enormes y luces rojas. Y él se había dado cuenta de que el tipo tenía miedo. Mejor así.
Hacía frío. Debía de hacer diez grados bajo cero. Las chicas se paseaban con esos tapados negros y largos con muy poca ropa debajo. Tenía que esperar, recién eran las once.
El chofer no podía disimular la tensión a la sombra de la pared trasera del local en la que lo hacían esperar con el motor apagado.
-Toma lo tuyo. Volvete a Río Gallegos. No me conoces. Nunca me viste. ¿Está Claro? –le dijo al chofer. El hombre no le contestó. Ferrero estaba seguro de que le había quedado todo más que claro. Luego prendió un cigarrillo. Realmente hacía mucho frío. Entró tratando de parecer un cliente más. Seguramente no lo conseguiría. No había bajado de un auto caro ni usaba un reloj de oro. Tampoco invitaría tragos.
Cerca de la barra había una televisión muda que nadie miraba. Una pareja reía: forzadamente ella y alcohólicamente él.
Se acercó a la barra, pidió un whisky de los baratos con soda. Era horrible. Sobre todo porque ya no tomaba. Tampoco es que fuera un alcohólico. Eso le recordó por un instante que Laura ya no estaba. Rápidamente pensó en otra cosa. Hacía calor. Había mucho humo en el aire y ese olor rancio de la adrenalina mezclado con otras cosas que allí nadie se ocupaba en disimular.
También vio un escenario, un micrófono y un aparato que parecía de los de karaoke. ¿Alguien usará esto aquí? – se preguntó.
Preparó el número en el celular pero no hizo ninguna llamada. Le dijo al de la barra –Estoy buscando algo distinto.
-¿Usted no es de por aquí verdad? –Y recibió como respuesta un “No” y seguidamente un “Buenos Aires”.
-Bueno, hay chicas de Perú, de Paraguay... Mientras lo escuchaba vio una mujer muy alta y rubia, con el pelo recogido y que estaba de espaldas, sentada en una zona oscura. Se la señaló al cantinero.
-No, esa es Tatiana, pero ella no trabaja, es decir, ella solamente canta.
-Ah ¿Y qué canta?
-Ya va a ver. Por ahí usted tiene suerte con ella… quién sabe. El cantinero le hizo una seña y la mujer, subió al escenario. Pulsó un botón en el aparato de música y comenzó a cantar.
El viejo policía no pudo quitar la vista de los ojos grandes y azules de la mujer que cantaba en un idioma que no conocía, algo que parecía de amor, pero también triste.
Le dio un poco de rabia que nadie le prestara demasiada atención. Cuando terminó, la mujer se acercó a la barra y le pidió al barman un vaso de agua. El policía no podía quitarle los ojos de encima a aquellos otros, como no los había visto nunca. La mujer lo notó y apartó los suyos como hacía siempre con los clientes del lugar pero eso duró muy poco porque aquella mirada no era como las que allí había conocido.
-Muy bueno lo que cantó, aunque debo reconocer que no entendí ni una palabra -dijo Ferrero.
-Es ucraniano -dijo ella con una media sonrisa- La canción se llama “Lo que tenemos que olvidar”.
-Olvidar –dijo el policía sin dejar de mirarla y siguió -¿Por qué aquí?
Cualquiera que los hubiera escuchado hubiera jurado que esa conversación había comenzado bastante tiempo antes.
-Vine en un barco. Hace años. Siempre canté –respondió ella.
-¿Vino sola desde tan lejos? –La mujer asintió pero se detuvo y no siguió hablando ese castellano recientemente aprendido. El policía entendió y no le preguntó nada más. Pero ambos se seguían mirando como si no pudieran dejar de hacerlo.
Ferrero pensó que tenía que seguir con lo que lo había llevado hasta allí. Pulsó el botón de enviar y el teléfono hizo la llamada que había premarcado. No habló y cortó.
Cinco minutos después las luces rojas del local se confundieron con las azules que proyectaban por los ventanales los autos de la policía.
Los federales entraron, pidieron los papeles de todos. Siete menores extranjeras fueron sacadas de allí, entre otras mujeres. Que algunas fueran extranjeras era la excusa para que ellos estuvieran en ese lugar. Más tarde habría revuelo en la ciudad y mucha gente poderosa se pondría nerviosa. Harían llamados, pero eso no importaba ahora.
Otro policía le dijo a Ferrero -¿A ella también la llevamos?
-No, ella es cantante aquí. El otro hombre empezaba a dibujar una sonrisa pero la mirada de Ferrero provocó una mueca inconclusa.
Cuando terminó de entregar citaciones y acabaron las detenciones Tatiana dijo: ¿No tienes más invitaciones? El hombre confundido le preguntó ¿Invitaciones…?
-Quiero decir, citaciones.
¿Para usted? No, no ¿La acerco a algún lado o…?
-Vivo en la ciudad. Puedo llamar un taxi…
-No hay problema, la acerco.
Siguieron mirándose.
Al otro día también.
Ella no volvió a Ucrania y él olvidó el boxeo.