Carmen Mena de Ayala, dejó de mirar hacia Asunción de la que sólo podía ver algunas cúpulas ahora espectrales y llamó a Lucinda, la más joven de las criadas de aquella casa sin hombres.

Esa palabra, salvar, permanecía presente mientras colocaba sin orden el menaje de plata, sus joyas, monedas de oro y otros objetos de valor que pudieran servir después. Así mantenía viva la esperanza de que Lucio y sus dos hijos volvieran. No tenía noticias de ninguno desde hacía tiempo. Eran siete meses desde la última y breve carta de Lucio. A partir de aquel momento los rumores le proporcionaron algo a lo que aferrarse. Y eso porque había tomado en cuenta únicamente los benevolentes. ¡Qué tonta había sido al enorgullecerse de ver a Lucio con el uniforme del ejército del Paraguay, con sus galones dorados y sus botas relucientes! Fue aquel día caluroso de hacía casi un año, en el portón de la casa familiar.
Lo que más le costaba era quitarse la alianza. Abandonarla le exigía un sacrificio que sin fuerzas asumía la forma de un ritual. El anillo no es un amuleto -se dijo- y lo dejó en el cofre que cerró con un golpe seco. Comenzó a llenar de inmediato el siguiente cajón.
Las mujeres se sobresaltaron ante el olor acre que el viento al cambiar su rumbo había trasladado a las afueras, otrora de apacibles quintas. Hicieron el esfuerzo de varios hombres subiendo aquellos cajones al coche. Ya no distinguían cuáles eran los trabajos que en otras épocas hubieran requerido el auxilio de un varón porque lo habían olvidado.
Carmen tomó una pala y con Vicenta y Lucinda fueron al monte. Los caballos parecían querer alejarse de la casa, contrariamente a lo que habían hecho siempre.
Tardaron un buen rato en cavar el pozo, sin detenerse en el cansancio, ni en los ruidos extraños que llegaban en dirección de la casa.
Cuando terminaron de enterrar todo, cubrieron el lugar con hojas y ramas. Carmen les dijo a las dos muchachas que volvieran al coche. Permaneció sola unos minutos.
Después la vieron llegar en silencio y así regresaron las tres.
Ya en la casa, otra de las mujeres entró agitada y le entregó una carta. La había traído corriendo casi todo el camino desde la ciudad. Lloraba y le decía que se había escapado de los soldados y del fuego.
Carmen apenas la consoló pasándole la mano por el pelo porque allí tenía ese sobre con el escudo oficial al que ya había aprendido a temer. Luego de abrirlo con el abrecartas filoso de Lucio, comenzó a buscar casi sin leer, lo único que le importaba de esa hoja igual a otras que ya había visto. Esta vez le habia tocado a ella. Lucio estaba muerto.
Se resistió a dejarse abatir. Todavía podía recuperar a sus hijos, ahora que todo terminaba.
El fin se hizo presente con el humo. Lo había anhelado sin imaginar que se colaría por las ventanas de su casa.
-¡Señora Carmen!- resonó el grito ahogado de Lucinda mientras entraba aferrada de la cintura por un soldado que empuñaba en su otra mano un pistolón.
¡Sueltela! -exigió la mujer- Por toda respuesta recibió unos perdigones en el hombro izquierdo que el arma en pulso errático arrojó tosiendo en una nube gris.
El hombre se le acercó. Ella se apoyaba en el escritorio para no caer, mientras se oían los gritos de Lucinda que aquel soldado borracho no soltaba.
Casi sin fuerzas, Carmen tomó del escritorio el abrecartas. Dudosa fortuna la de tener el valor suficiente para poder enterrárselo al hombre entre el pecho y el estómago. El soldado se derrumbó a sus pies, dejando a la chica.
Carmen quedó inmóvil. Espantada miró a Lucinda que huía. Por otra puerta entraron dos soldados. Todo terminó para ella.
El fuego fue el señor del lugar aquel 2 de febrero de 1861, mientras los soldados saqueaban lo que quedaba y se aprovechaban de las que antes de eso ya creían haberlo perdido todo.
La noche larga vió arder la casa de quien fuera Carmen Mena, viuda de Ayala.
No lejos de allí, un rosario de plata anudado a una rama, señalaba con su cruz el lugar en donde Carmen había guardado su esperanza en cofres, para una familia que ya no existía.
Lucinda volvió al bosque pero nadie encontró la señal.
Algunos creen ver, aún hoy, bajo la luz de la tarde que escapa entre los árboles, el brillo de una cruz.