
Como les decía, tenía cinco años cuando tomé la primera de aquellas píldoras. Me había peleado con Anita, mi hermana un año menor. A ella su madrina le había regalado un triciclo y yo quería usarlo. En realidad hubiera preferido una bicicleta. Lo cierto es que el mismo día del regalo, la empuje para usarlo y se cayó, pero no se lastimó. Luego del llanto de ella y la intervención de mi madre, papá nos llevó a los dos al temido Tribunal.
El Tribunal era el escritorio de papá quien se sentaba en su lugar con el acusado enfrente, de manera que uno lo veía más alto, como si fuera enorme y poderoso.
Más atrás se ubicaba el acusador, en este caso acusadora, mi hermana.
Ella contó su parte y yo traté de defenderme solo pero no pude. Atiné decir “Sr. Juez, no me pude contener”. Dada mi confesión, el juez dictó sentencia como en las películas de la televisión, golpeando una antigua llave de hierro muy grande que tenía sobre la carpeta de papeles, como si fuera el martillo de madera. Me aplicó la pena principal que consistió en pedirle perdón a mi hermana “pero de corazón”, lo que así hice y otra accesoria, convenida con la parte acusadora, que consistía en “jugar con ella y cuidarla” toda la tarde. Creo que ya les había dicho que yo era más grande, pero esa parte del castigo realmente me resultaba muy pesada.
Pedí hablar con el juez pero a solas y me fue concedido. Esperamos a que mi hermana se fuera cerrando la puerta, lo que hizo con dificultad. Mi padre la miró de ese modo que nunca voy a olvidar, porque también lo hizo muchas veces conmigo. Esa forma tan de él, tan de papá de mirarnos.
Luego se sentó a mi lado, dispuesto a escuchar.
-No voy a poder, Anita habla y yo no le entiendo y vienen esas otras chicas vecinas y me dicen cosas y gritan. No voy a poder, me voy a escapar.
-La sentencia no se puede cambiar, en eso habíamos quedado- dijo con pretendido rigor.
-¿Vos querés cumplir o simplemente pensás que no vas a poder?
-Yo quiero cumplir papá…
-Mmm… bien, eso es lo que cuenta.
-Pero creo que no voy a poder…
Mi padre se levantó y entró al laboratorio detrás de la farmacia, lugar que siempre estaba cerrado y al que teníamos prohibido entrar mis hermanos y yo. Vaya uno a saber que cosas extrañas sucedían allí dentro, pero nunca entré, se los juro. Bueno, cuando fui grande si.
Al cabo de un rato volvió con un frasco de vidrio marrón en la mano.
-¿Sabés que son éstas? -Preguntó con un tono misterioso que aún recuerdo. Moví la cabeza negando saber cuál podría ser el contenido de aquel frasco.
Sacó de allí unas grageas rojas -Son píldoras mágicas- dijo y agregó -En el caso en que quieras hacer algo bueno y creas que no vas a poder, te pueden ayudar. Se quedó como esperando mi respuesta. Me dí cuenta que tenía que decidir solo.
Tuve mis dudas, pero al final asentí. El no me iba a dar algo que me hiciera mal.
-Tomá una sola. No la mastiques, tenés que tragarla entera –y me acercó un vaso de agua mientras yo miraba de reojo la puerta cerrada del laboratorio.
Solo sé que le pregunté -¿Por qué es roja?
-El rojo es el color de lo posible -dijo.
No entendí, pero tampoco le pregunté nada más. Por fin la tomé.
Me pareció que al principio no pasaba nada.
Mi padre me preguntó -¿Sentís algún efecto?
Yo dudé, pero pensando en lo que habíamos hablado y ante la mirada sonriente de él, le dije que me parecía que iba a poder hacer lo de mi hermana. Y así fue, pasé la tarde cumpliendo el castigo. Recuerdo lo que ella le dijo a papá después: “Marito parecía un señor grande. Se portó muy bien”. Esa noche traté de descubrir en qué consistía la magia de la pastilla roja pero al final me dormí.
Otras veces también apareció la pastilla, una cuando me dio vergüenza actuar disfrazado de soldado de la independencia para un acto del colegio. Otra, cuando no quise hacer los deberes “una hora sin levantarme de la silla” y otras que ya no me acuerdo. Siempre funcionaron, parecían infalibles.
Papá me decía que la receta era secreta y que solo funcionaba conmigo. Javier, mi hermano más grande, me dijo una vez que si quería hacer alguna cosa mala y no me animaba, también podía tomar la pastilla y eso me dio miedo. A veces tuve dudas, pero no dije nada. Siempre confié en papá.
Poco tiempo después le dije que ya no quería tomar más de esas pastillas y a él no pareció molestarle, solo dijo, con una expresión que no entendí, como si mirara más allá de mi “Bien, entonces desaparecerán para siempre”. Y desde ese día nunca más las vi.
Años después lo recordábamos: -Papá, no sabés cuánto extraño aquellas pastillas mágicas ¿Te acordás? No sé si tomar un crédito o esperar a cobrar esos honorarios que nunca me terminan de pagar.
-Me había olvidado de aquellas pastillas de chocolate.
-¡De chocolate! Nunca me lo habías dicho. Ah, por eso no podía morderlas.
-¿Acaso no las habrías tomado si hubieras sabido lo qué eran?
-Siempre me pregunté cómo se te ocurrió esa historia.
-Era solo un pequeño empujón que necesitabas.
Lo que mi padre nunca supo, ahora que ya no está y que también tengo hijos, es que sigo pensando que esas pastillas, eran verdaderamente mágicas.
13 comentarios:
Hermosa historia, Vill. Me quedan algunas cosas para destacar:
1) Las hermanas son una peste.
2) nuestros padres eran mejores que nosotros. Se daban maña para todo!!!
3)Aùn hoy, uno extraña al padre dicièndonos QUE tenemos que hacer. (pero no hay caso, los padres SOMOS nosotros).
Un saludo melancòlico.
Querido Vill:
Permítame llevarme este cuento maravilloso con su enseñanza incluida, a casa, para contárselo esta noche a mis hijas. Es perfecto para despertar el alma dormida de algunos de nuestros niños.
Gracias.
Qué hermoso Vill, este cuento es muy tierno.. me sonreía mientras lo leía.. y me emocionó mucho al final. Qué linda vivencia.. y sí, como dice el gaucho, un saludo melancólico..
Me emocionaste de veras.. beso y gracias por compartirlo.
Gracias Gaucho, Mª Antonia y Caia.
La verdad es que mi padre no es farmacéutico, no he tomado jamás píldoras mágicas, ni he vivido en un pueblo, esto solo es totalmente un cuento. Pero me alegra que despierte estas cosas en ustedes.
La culpa es de la inspiración, esa hermosa mujer a veces esquiva...
Pero...es que las píldoras ésas, ERAN mágicas!!!
No se deje engañar.
Lo bueno de ser padre es que nosotros a su vez, podemos ofrecer las pastillitas mágicas a nuestros hijos.
Con pastillas o sin pastillas lo importante y magnífico es no perder la ilusión en la magia. Maravilloso cuento.
Saludos!
Ayyyyyyyy, Vill, qué tierno!
Te morfo! Jajaja!
Yo imagino las Rocklets, cómo me gustan! Mmmmmm...
Que tengas un excelente fin de semana primaveral!
BACI, STEKI.
Sí que es un buen cuento, y mientras lo leía pensé en cómo conseguir las pastillas mágicas, ojalá tuviera un botecito a mano. Qué importante es sentir la confianza y el apoyo de los demás para tirar palante. A mí me daba mi madre pastillas de leche de burra (eran golosinas) para cuando me levantaba sin ganas de ir al cole (por dolor de muelas, de cabeza, de una uña, de lo que se me hubiera ocurrido). Pero no eran milagrosas, no había nada que curar, tampoco las ganas.
Un beso, Vill
Me gustan los cuentos que emocionan con naturalidad. Eso, sin dudas, es una gran virtud.
Felicitaciones.
Un saludo,
Siempre hay recuerdos que marcan.
Recuerdos imborrables.
Estas son las pastillas que algunos ansían para poder escribir.
Me gustó la historia. Disculpa el retraso.
Saludos.
Dale che!!!!
Me conmoviste, hermoso relato que no da lugar a pensarlo como ireal.
Les llamo "ningúnnocuento", Gracias.
Un beso Nuevo para un Año recién nacido.
Viviana
Excelente cuento! Muy interesante, además, la lección que encierra.
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