
Aprovechó ese momento, se abrió camino y fue hasta la mole, hacia el trampolín.
Comenzó, abriéndose paso entre gente, a subir uno a uno, los peldaños que llevaban a la parte más alta del trampolín de aquel natatorio olímpico.
La plataforma más alta estaba a diez metros, en la cúspide de un arco que ocupaba el ancho de uno de los lados más estrechos del espejo de agua, con otros cuatro trampolines ubicados a diferentes alturas. El de arriba de todo se utilizaba a menudo para competencias de saltos ornamentales. Llegó al punto intermedio, desde donde ya se había tirado varias veces y miró hacia arriba, al de los diez metros, advirtiendo la mezcla de viva excitación y ansiedad. Siguió subiendo, dos, tres, cuatro escalones y los que le faltaban para llegar a lo alto, como si se tratara de un rito iniciático y necesario. Casi todos sus amigos ya lo habían pasado, incluso Pablo, que había salido primero en el concurso de saltos. Había que verlo a sus trece años dar esas volteretas imposibles en el aire para luego caer limpiamente como una flecha en el agua. Y también escuchar los aplausos que recibía del público, de él y del resto de sus amigos.
Había contado los escalones, eran treinta, y los últimos le parecieron inusualmente altos. Pero no subió los dos finales y se quedó allí, como tratando de evitar el momento en que tendría que decidirse a saltar, porque en realidad, todavía no lo había hecho.
Tenía que seguir. Llegó hasta la plataforma. Desde allí el viento y el sol parecían más reales que desde abajo. Podía ver al plácido e inacabable Río de la Plata que se perdía en el horizonte.
Desde donde estaba, hasta el comienzo del trampolín, había casi un metro y tenía que tomar carrera, pero no lo hizo, se acercó a la tabla tapizada en goma negra y se paró sobre ella. El panorama desde allí era intimidante. El agua parecía estar a más altura de la que indicaban las mediciones sabidas, mucho más, pero el sabía o quería creer que era el miedo quien decía que la distancia era insuperable.
Allá abajo, otros jugaban despreocupados. Una chica rubia con el pelo lacio atado hacia atrás, jugaba con una amiga mientras otras dos corrían y reían. Pero la gente parecía no haber notado su presencia allí arriba. El agua mirada desde esa altura, dejaba ver el azulejado fondo y las, desde allí, sinuosas líneas negras que marcaban los andariveles para las competencias, lo que acentuaba la sensación de lejanía. Tres metros de profundidad. Eso equivalía a trece metros de altura total. No, no. Él no iba a llegar al fondo. Qué tonto era. Pensó que tenía que hacerlo en ese momento. Retrocedió unos pasos para tomar carrera.
Pensó en el resultado, un premio inmaterial. No lo esperaban los aplausos como a Pablo al realizar sus saltos. -No pasa nada, cuando estés en el agua te vas a sentir muy bien y no como ahora. Muy bien. Habrás superado la prueba- Pensó. Esa prueba que, como otras, a la edad de doce años se presentaba como definitoria. Quería superarla. No veía la hora de llegar al agua y perderse entre las miles de burbujas transparentes que provocaría su caída bajo la superficie azul verdosa.
Amaba el agua. Desde chico había jugado en ella, aún en el mar. Su padre le había enseñado a nadar cuando tenía tres años. Recordó las risas de la barra de chicos y chicas. Los juegos, los amigos que venían, los que se iban. Los meses de sol que doraban sus pieles casi sin que se dieran cuenta, alrededor de esos trampolines, cada verano en el club.
Una gaviota se acercó planeando y pareció detenerse allí. El pájaro extendido, parecía estar suspendido en su planeo sobre el viento que lo sostenía, como colgado de misteriosos hilos, arriba del extremo del trampolín, recortando su blanca silueta en el luminoso azul del cielo. El graznido lo sorprendió y sonó como una advertencia agorera. El eco le llegó claro y directo. Aquel sonido lo sobresaltó. En ese momento sintió que no quería hacerlo y que le resultaba imposible seguir. Pensó en sus amigos que no estaban allí para alentarlo. Nunca les diría que no había podido, pero eso no importaría tanto. Dio otro paso atrás y finalmente giró y caminó a la escalera de cemento blanco, a la salida vergonzosa, para descender nuevamente a su realidad anterior.
De repente, un chispazo en su mente lo hizo darse vuelta y correr por la tabla hacia el agua.
12 comentarios:
Muy Bueno,me recordo mi adolescencia.Creo que a todos nos pasan esas cosas en esa dificil etapa de la vida...Querer y temer,sentirse adultos,tratar de hacer proezas para lucirse...Cuanta energia mal aprovechada...Pero que euforia cuando algo nos sale bien...Creer saberlo todo,sentirse duenios del mundo y al menor tropiezo sentirse un vil gusano...Creer que la adolescencia es una etapa facil y feliz,es no tener memoria No lo cree?gengi
Muy vívido, Vill, el ambiente se siente con fuerza, muy logrado, felicitaciones :-)
Lo que sí, hombre, a ver si me pone una silla más cómoda ahí arriba, no sabe cómo me queda la espalda cada vez que me siento a leer! :P
Abrazo
Muy bueno. Una linda explicación de una de las muchas formas de vencer el miedo que existen.
Un saludo,
Muy bueno vill. Excelente. Yo suelo tener ese tipo de sentimiento.
(pero en vez de trampolìn, hay un escritorio. Y en vez de saltar, yo quiero fajarlo a mi jefe)
Saludos convalescientes
Conozco a una persona que le pasó exactamente esto sólo que cuando estaba arriba acaparó toda la atención. Y sólo había subido para ver "cómo se veía desde arriba", en ningún momento pensó en tirarse.
Pero al ver a toda la multitud atenta a su salto y escuchar a much@s decir que no se iba a animar mientras se codeaban expectantes, saltó.
Pero el caso es que no se trataba de un pibe que supiera tirarse ni nada cercano a ello. Sólo tuvo el buen sentido de mantenerse lo mas recto posible y "estirar" sus pies al estilo bailarina de ballet para entrar -parado- 'cortando' el agua.
Llegó hasta el fondo, y salió airoso. Los mas críticos murmuraron que lo había hecho "de parado". A uno alcanzó a escucharlo y -a pesar de que era un pibe de unos 13 años y el tipo de unos 30 y tantos- le dijo: "-Saltá vos y mostrame cómo" El flaco estaba con varios amigos y amigas, con facha de galán y se tuvo que tragar el convite. Porque, ni parado ni de ninguna forma, jamás saltó.
Me hiciste acordar aquella anécdota. Muy bueno el relato.
Saludos,
;) Rapote
Muy bueno Vill!
Me tuviste en ascuas hasta el final, jaja!
Yo soy de las que se tiran, kamikaze total.
Rapote: a mí me hiciste acordar al flaco Charly García cuando se tiró a la pileta desde un 9º piso acá en Mendoza.
BACI, STEKI.
Buen relato ¿quién no vivió la incertidumbre de lanzarse al agua pese al miedo o el embarazo a quedar mal ante los amigos?. Sólo cuando se es niño se lanza uno con esa espontaneidad surgida del misterio, el ansia, el miedo y el conocimiento que se desea adquirir.
De veras que es muy bueno
Un beso
Se salta de una o nunca.
El que se sube al avión ya no se baja.
Decidirse esa es la cuestión y la pregunta ¿por qué tanto miedo?
Saludos
De una u otra manera todos pasamos por situaciones así.
María: Voy a ver si consigo otra silla más cómoda.
Yoni: Si, es una de las tantas.
Gaucho: Sos de los míos.
Rapote: muy bueno lo que contás y sirve como respuesta a Apa...
Steki: Usted es una osada.
Ichiara: Gracias por el comentario.
Apa: leélo a Rapote. Subiste a alguno de esos alguna vez?
Un relato de verano que a todos nos trae buenos recuerdos, cuando frecuentábamos las charcas y las piscinas.
Saludos.
Me hiciste recordar la goma negra de la tabla... muy bien llevado el relato.
Ya arregle el "Chirimbolo". Un abrazo
Uy, Vill! me hiciste acordar de mis tiempos de colonia, donde el que saltaba del "trampolín alto" era el más capo. Ni hablar si encima sabía hacer piruetas. Eso lo ponía a la par de cualquier superhéroe...
Yo también pasé por mi rito iniciático de saltar desde "el alto", así, parada. Nunca de cabeza. La valentía no me daba para tanto.
Hace un par de años, me volví a reencontrar con mis compañeros de colonia, y fuimos al club. Nos sacamos una foto en la escalera del trampolín alto.
Ahora entiendo por qué.
besos, Vill!
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