domingo, 29 de marzo de 2009

Los visitantes

Laguna Grande había tenido un opaco esplendor, antes de que los trenes dejaran de llegar. Ya no quedaban, ni en el recuerdo, las formaciones que habían corrido por las vías cargando algodón, tabaco y pasajeros que -también ellos- habían desaparecido de los andenes como el polvo que se lleva el viento.
El camino desde la ruta, de unos tres kilómetros de tierra apisonada, parecía haberse ensanchado por el tránsito de las camionetas de los canales de televisión, algún diario y de no pocos curiosos que venían desde pueblos vecinos.
La plaza central, perfecto cuadrilátero, tenía como contrincantes al banco y al cine. Como impasible árbitro, San Martín se lucía en una estatua de a pié. Es que Laguna Grande nunca había llegado a ser un pueblo rico como para permitirse una estatua ecuestre en bronce del general libertador.
Los pocos pobladores que quedaban allí se reían del nombre de su localidad. No sabían a cuál laguna se refería porque no había ninguna en cien de kilómetros a la redonda. Ni se habían tomado el trabajo de averiguarlo. En realidad, no les importaba, ahora que casi ya no vivía nadie, salvo ellos, tan pocos, que casi podían contarse con los dedos de las manos.
Dos perros dormían en el medio en la calle 25 de mayo frente a lo que había sido una venta de maquinaria agrícola. Se sentían molestos por tener que levantarse ocasionalmente por el desusado tránsito de molestos vehículos.
El cine estaba cerrado y el banco era ahora una confitería que por esos días estaba repleta. Alcira y Mateo se esforzaban en atender a toda esa gente que ya se había dado cuenta de que allí faltaban por lo menos dos o tres personas más para servirlos como era debido. Los dos trataban de contrarrestar el mal humor con una sonrisa, pero no lo conseguían. De todas maneras la gente no tenía otro lugar adonde ir y el café no era tan malo.
A un par de tiros de piedra de allí, la estación de tren abandonada servía de refugio a un periodista que no se resignaba al polvo que su traje oscuro mostraría en el noticiero de las nueve de la noche. Entrevistaba a Braulio, un ex peón rural que gesticulaba contando: –Yo solamente vi las luces. Pero don Atanasio, que en paz descanse, llegó a contarme que había escapado de ellos.
-¿Cómo se los describió?
-Y mucho no dijo porque se murió.
-¿Le contó algo de su experiencia en cautiverio?
-No, no me habló nada de ese lugar Cautiverio que usted dice.
Sobre la vereda de la plaza, Alcira ofrecía sus especialidades regionales: Dulce de calabazas, de moras, higos confitados y panes caseros -“que amasé con mis propias manos”- según les contaba a sus nuevos clientes, mientras ellos le preguntaban sobre los visitantes. Ella respondía con monosílabos mientras contaba las monedas del cambio y guardaba celosamente los billetes con que le habían pagado.
En un desvencijado banco de la plaza un hombre de un diario regional trataba de hilar una historia coherente frente a un papel que veía borroso. La botellita de whisky casi vacía le había nublado bastante más que la vista y esta vez le costaba mucho redactar. Siempre se había jactado de que con dos o tres hechos –que eran lo de menos- podía crear una crónica atrapante y creíble. Pero el sol y la bebida no le estaban jugando una buena pasada esa tarde.
En la cuadra siguiente, una reportera demasiado rubia y de tacos altos, se quejaba de que el almacén, el único que había, no tenía el agua mineral que ella solía tomar. Miraba una ristra de chorizos de campo como si fuera una serpiente que la amenazaba con la rugosidad oscura de su piel. Ramírez, el dueño, logró convencerla de que no iba a encontrar esa bebida en otra parte y aprovechó para venderle otra marca. Ella se fue tratando de evitar que sus tacos se hundieran en la calle de tierra.
El hotel estaba repleto. Delia había tenido que pedir prestadas sábanas a sus vecinas. La mayoría eran de colores muy vivos y no se correspondían con sus respectivos juegos. Ella pensaba que mientas todo estuviera relativamente limpio no habría quejas.
Al entrar en las habitaciones, los pasajeros no podían dejar de notar el olor a encierro y al limón de un desodorante de ambientes, de los más baratos.
En lo que había sido un comedor, las luces iluminaban a una mujer que no parecía sentirse incómoda con las cámaras y los micrófonos.
-Aquí tenemos en exclusiva a la Sra. Bermúdez que conocía estrechamente a quien comenzó con los avistamientos y que luego murió en circunstancias aún no explicadas ¿Podría decirnos lo que le dijo él antes de morir? –preguntó el entrevistador.
-Bueno, yo era su vecina –respondió la mujer con un gesto cómplice y mirando a la cámara- El me contó que vio la bola de luz y que era muy grande. Si, muy grande. Apareció detrás de los eucaliptos a la entrada del pueblo.
-¿Por qué no hay marcas en el campo de ese aterrizaje?
-Es que Atanasio me dijo que la bola flotaba en el aire a unos metros, por eso debe ser que no se nota nada.
-¿Le hizo referencia a los extraterrestres?
-Bueno si, que lo habían querido llevar. Estaba asustado. Acá todos creemos que eso fue lo que lo mató. El susto. O tal vez algo que le hicieron ellos –diciendo esto último con un cierto dejo de aprensión.
La mujer continuó hablando y los que estaban detrás de la cámara la escuchaban atentos, especialmente los habitantes del pueblo, congregados para asistir a la función, algunos de los cuales asentían con la cabeza como si escucharan a un niño recitando una poesía cursi en un acto escolar. Uno de ellos le hizo un chistido y ella dijo –Ah si. Quería aprovechar para llamar la atención de las autoridades de la zona para que asfalten el camino. En caso de una emergencia no podemos ir al hospital zonal, especialmente los días de lluvia en que todo se hace un barrial espantoso.
El entrevistador pensaba en buscar una parte de terreno chamuscado para mostrar una imagen del supuesto lugar del aterrizaje. Pensaba que, en todo caso, resultaría fácil encender un poco de combustible en alguna mata de pasto por ahí y enfocar la cámara.
La viuda Ortega cocinaba un puchero de gallina para los tres arrendatarios de habitaciones de su casa porque el hotel estaba lleno. No podía disimular su sonrisa. Pero estaba exhausta. Había corrido al pobre animal toda la mañana hasta poder atraparlo. Desplumarlo le llevó varias horas.
En la plaza, alguien de un diario interrogaba a los vecinos y todos repetían las mismas palabras, que habían visto la luz fulgurante en la noche, que conocían al pobre Atanasio y que creían que su muerte estaba relacionada con los extraterrestres. Alguno se animó a decir que le parecía que eran perversos, fogoneado por las preguntas del periodista que buscaba quien le dijera que desde ese pueblo se urdía una invasión extraterrestre, lo que sería un excelente titular para leer por la mañana, mordiendo una tostada de pan con mermelada.
A la noche, la rubia de los tacos salió a fumar un cigarrillo a la puerta del hotel. Miraba al cielo estrellado casi extasiada y preguntaba en voz alta un poco para si misma y otro poco para el camarógrafo gordo que la acompañaba -¿Habrá vida ahí arriba en el espacio? Es decir, ¿Gente como yo? El camarógrafo pensó, exhalando el humo de su cigarrillo, sin responderle, que sería mejor que no existiera esa clase de vida allí arriba.
Y la Sra. Bermúdez lloraba para una radio la suerte de su amigo muerto, especulaba sobre los extraterrestres y la bola de luz, mientras por dentro pensaba que esa historia que todos los vecinos habían inventado, podría prolongar la vida agónica de ese pueblo por un tiempo más, a costa del pobre Atanasio que se había muerto de viejo y nada más.

lunes, 9 de marzo de 2009

Vasos de cristal

Nota: Para escribir lo que van a leer aquí hice algo nuevo. Me propuse escribirlo como si fuera una mujer y de la edad de mi madre. Ella tiene más de setenta años. Y salió esto, que tiene un estilo levemente diferente a lo que suelo escribir.
Menos el nombre de la protagonista, lo demás de la historia es  real. En realidad la creación absoluta no existe. Pero eso es otra historia...


Cada vez que camino por esa cuadra me parece verla, vestida con un impermeable negro y sus pasos cortos, como si escapara de algo, tal vez de la lluvia.
No sé cómo comenzamos a ser amigas. Bueno, amigas. En realidad más bien esa clase de personas que de alguna manera coinciden en la vida por motivos tangenciales, como en este caso, los de vecindad.
Me acuerdo que la conocí cuando mi madre, ya mayor, se mudó a aquel departamento de la calle Austria.
Luisina vivía en el piso de abajo y ya era un personaje. Algunos la llamaban “la loca esa”. Creo que la máxima transgresión de la que pudieron acusarla fue la de cruzar al almacén en camisón con el impermeable encima y nada más, defecto imperdonable para los encargados de los edificios de mirada ociosa. Luisina no gastaba. No podría decir que fuera tacaña tampoco. Tal vez la infancia la fue moldeando para caer en esa trampa inevitable de la clase media que consiste en pensar siempre y solamente en el futuro.
Si me invitaba con algo, lo hacía en tasas irrompibles o en vasos de plástico, de esos que señalan casi inequívocamente de una u otra forma que la vida pasa por un período de provisionalidad. Los vasos “buenos” estaban guardados y eran buenos de verdad, de cristal.
Ella era enfermera y en un país como la Argentina llegar a tener varias propiedades siéndolo, no es tarea fácil. No invertía en su persona casi nada. Se vestía con ropa barata y con un gusto que no era el mío. Sin embargo todo en su casa parecía nuevo y sin uso, a fuerza de fundas en los sillones, alfombritas en los pisos plastificados y protectores en los picaportes dorados –“para que no se gasten con el uso”- decía.
En todo lo que fuera conseguir cosas más baratas para la casa era una experta. A fuerza de caminar, había dejado su departamento muy bien puesto. En eso sí que tenía gusto.
Luisina era así. Peso que tenía, peso que guardaba para poder comprar otra propiedad. Y se ve que los administraba bien porque llegó a tener tres departamentos. Por esa época, yo tenía una especie de inmobiliaria que consistía en el número de teléfono de mi casa y poco más. Llegué a ayudarla a alquilarlos varias veces. Nunca le cobraba comisión. No hubiera podido. Yo ayudaba a mi marido con lo que sacaba y podía darles algún gusto a los chicos de vez en cuando. No me faltaba nada y no le iba a andar cobrando sabiendo como era.
En un principio ella vivía con su madre que falleció al poco tiempo de conocerla. Además tenía una hermana que vivía en Curaçao.
Y no era fea. Si se hubiera vestido mejor y pintado, poniéndose algo de vida en la cara, habría perdido ese aire algo desteñido que la acompañaba. Nunca supe si había tenido un novio o algo parecido. Nunca me habló de nada de eso y nunca se lo pregunté. Tal vez le hubiera venido bien tener un gato pero ella no hubiese consentido un rayón en el piso ni una cortina de voilé rasgada. Tampoco parecía tener amigos o amigas. Me hablaba de alguna prima a la que nunca conocí. En el balcón encerado tenía muchas plantas que había criado a partir de gajos arrancados de por aquí y por allá.
Una vez me regaló una cartera. Fue una sorpresa porque además del gasto, le había acertado con el gusto. ¿Conocía mi estilo? ¿Sería acaso el de ella también y del que se privaba vaya a saber por qué motivos? Nunca lo supe.
Luego de unos años de conocerla empezó a sentir unas molestias en el brazo izquierdo. Ella no le daba importancia al principio. Mientras conversábamos se tocaba el hombro pero después continuaba como si nada. Después comenzó a inflamársele. A pesar de que se daba calor en la zona con una almohadilla que le insistí que se comprara, no parecía mejorar.
Es que al final, aunque venga disfrazado, el cáncer se presenta y lo hace como Greta Garbo cuando bajaba de aquellos autos y no se podía ignorar su presencia entre fotógrafos y luces.
Yo sabía de su enfermedad porque varias veces fuimos al especialista. Sin embargo ella parecía negarla. Pero sin artificio, con la naturalidad que la llevaba a decir: “voy a ir a visitar a mi hermana en Curaçao cuando me sienta mejor”, cosa que nunca hizo ni hubiera hecho de estar sana porque gastar en un viaje de ese tipo no figuraba entre lo que se permitía.
Un día me llamó para que la acompañara a su internación en el Hospital Rivadavia. La sorpresa vino porque, según me dijo una de las religiosas que cuidaban a los enfermos allí, nadie la había visitado en los cinco días que estuvo. Le aclaré que yo no era familiar. Con la sensación de estar mintiendo un poco le dije que era una amiga.
Cuando Luisina salió parecía estar un poco mejor y siguió con su vida. Iba a decir que normal para ella, pero creo que no soy nadie para juzgar si era normal o no.
Iba al hospital en donde trabajaba, administraba lo que tenía, y seguía con preocupaciones sobre la pintura de alguno de sus departamentos, persiguiendo a algún electricista que no había cumplido un trabajo y cosas así. Pero eso no duró.
La siguiente vez que fui con ella al hospital le pregunté al médico sobre el pronóstico de su enfermedad. Me dijo que no le quedaba mucho tiempo. Ella seguía hablándome como si todo eso fuera a pasar, como si estuviéramos tomando algo fresco en vasos de plástico y luego vinieran los de vidrio.
Volvió a salir pero no por mucho tiempo. En la última internación, ya nadie hubiera podido decir que no le pasaba nada. Llegó a decirme -De ésta no salgo ¿verdad?- No le respondí nada. Supongo que mi cara le habrá mostrado muchas cosas, no lo sé. Creo que le dije algo sobre si quería que le trajera un camisón más abrigado porque estaba haciendo frío.
Se murió sola en aquel hospital porque en ese momento yo no estaba acompañándola. Tampoco hubo muchas personas en su entierro en el cementerio de La Chacarita. Supongo que alguna de esas pocas mujeres que estaban serían la prima y alguna compañera del hospital.
Al poco tiempo viajó su hermana desde Curaçao. Era muy distinta a ella, parecía una mujer de mundo. Fumaba apoyando el codo es las caderas y se quedaba así mientras hablaba. No parecía interesada por el dinero que obtendría de las propiedades de Luisina.
Me dijo que su hermana le había contado sobre mi y me pidió que las vendiera por ella cuando la sucesión estuviera lista.
Y así fue, pero a ella si le cobre comisión. Antes fue desprendiéndose de las cosas que Luisina había juntado con tanto esmero.
A mi me quedaron los vasos de cristal.