miércoles, 22 de julio de 2009

La propia sombra

-Está bien, no me voy a escapar, y además tenes mi pistola -dijo Garrido, el policía recién desarmado, elevando levemente las manos- a Juan Sosa, uno de los criminales más buscados del país, ex compañero de su brigada. La agitada respiración de ambos hablaba del breve forcejeo por el control de la Glock 9 milímetros que un aparente golpe de suerte había hecho cambiar de manos. El perseguidor ahora era el reo y viceversa.

-Te desarmé con facilidad a pesar de que pareces en buen estado físico.
-Debo estar un poco lento.
-¿Cómo me encontraste?
-Buscando.-Siempre fuiste perseverante. Pero no lo habrás hecho por amor a la justicia ¿O sí?.
-No. Fue por amor al botín. Con los tres millones que te robaste podemos hacer muchas cosas. Además les hiciste creer a todos que yo era tu cómplice y con lo que me toca me voy a dar por bien pago.
-Bueno, tenía que cubrirme. No era mi intención perjudicarte. Vos sabes cómo es esto -dijo Sosa con sorna.
Pero algo estaba mal en lo que terminaba de decirle Garrido y con un leve temblor del arma, lo interrogó: -¿Quiénes son los otros que saben de la plata?
-No pensarás que iba a venir acá sin cubrirme. En lo que no me equivoqué es en asumir que no venías armado a casa de tu novia. Supongo que a ella no le gustará. Consciente de su nerviosismo, Sosa dijo: -Bueno ahora se acabó, no hay caramelito ni final feliz para vos.
-Tan mal no lo hice. Te encontré en la casa de esta novia, aunque también te seguí a lo de la otra.
El otro hombre escuchó ese dato como si le hubieran robado algo del bolsillo y le respondió: -Esto se acaba ahora. No me dejas más remedio que matarte.
-¿Estás seguro que se va a terminar? Los otros te van a buscar. Cuando tengan la plata no vas a valer un centavo.
-Por última vez, Canta quiénes son los otros.
-¿Para qué hablar si me vas a matar igual? Conozco lo que sos capaz de hacer y vine asumiendo el riesgo. Se te ve en la cara que aunque tenes la pistola no estás seguro. Creíste como siempre que tenías todo bajo control. Nadie tiene control todo el tiempo. Viste viejo, algunas veces las cosas se salen de lo previsto y no sabemos lo que puede pasar. Apenas se puede controlar la forma de la propia sombra -Terminó de decir Garrido, como atravesando el suelo con la vista.
-A mi no me vas a hacer entrar en tus jueguitos psicológicos de primer año de la Escuela de Policía.
Pero Garrido siguió: -Fue un error ir tan seguido a buscar fondos al escondite. Yo no voy a poder disfrutar del botín, pero vos tampoco.
-¡Vos no sabes dónde está la plata! -dijo amenazante el ladrón.
Pero ese grito, casi una explosión de furia, fue un triunfo para el policía a quien la muerte rondaba, pero no dijo nada, solo hizo una mueca, como una borrosa sonrisa involuntariamente enigmática.
Sosa, apretando bien la mandíbula, continuó -Te jodiste vos mismo. Probablemente seas el único que sepa de mí y de la plata -Mientras hablaba gesticulaba moviendo la pistola.
-Está bien, ganaste ¿Puedo fumar un último cigarrillo?
-¡No! -respondió otra vez con furia el ladrón.
-Bueno, estoy preparado -dijo el policía sin apartar la vista de su pretendido victimario. Sosa, al tacto, comprobó que había quitado los dos seguros y tiró para atrás el martillo de la pistola.
Garrido supo ahora con seguridad que le iba a disparar.
-Lo siento -dijo Sosa apuntado a un lugar exacto del pecho del policía, dando dos pasos hacia atrás y separando las piernas.
Se escuchó un disparo y el fogonazo se reflejó en la habitación. Pero el sonido del disparo no era el esperado. Además Garrido no se había caído y no sólo eso sino que no se le notaba el impacto en el pecho.
Disparó por segunda vez. El hombre que tendría que estar muerto o por lo menos herido, avanzó hacia él. Sosa pudo hacer un tercer disparo pero ya no hubo otro.
El policía, aprovechando la confusión, preparó un rápido gancho derecho al mentón de su adversario como si fuera un boxeador profesional y consiguió derribarlo. Sosa parecía atontado más por la sorpresa que por el golpe y no se movió demasiado.
En el suelo, Garrido lo dio vuelta sin problema y le colocó precintos en las manos detrás de la espalda y en los pies. Luego marcó un número en el celular.
El hombre en el piso, después de maldecidlo, dijo -¡Balas de fogueo!- y no habló más.
-Te dije que te creía capaz de matarme. No me iba a arriesgar, sabes que tengo familia. Me desarmaste porque quise, así lo tenía pensado. Y no, nadie más sabe de vos ni de la plata.
Poco después, los patrulleros dejaron su huella de luz azul y roja en las paredes de la casa y poco después se llevaban a Sosa.
El policía salió a fumar un cigarrillo a la calle mientras pensaba que había logrado encontrar a aquel hombre tras dos años. Dos largos y pacientes años.
No sabía en donde estaba el dinero, pero el nerviosismo de Sosa le había señalado inequívocamente que estaba en alguno de los pocos lugares que había visitado en la última semana. Para eso había hecho todo ese montaje y había dejado que le quitara pistola. Lo podría haber atrapado fácilmente o aún matado.
Devolvería el dinero si lo encontraba. Siempre había pensado que no podría traspasar la línea de hacer algo como matar sin necesidad o quedarse con algo ajeno.
Recordó con ironía todo lo que había hecho en esos dos años, hasta su entrenamiento con boxeadores y se detuvo ante el pequeño sermón que le había dado a Sosa sobre el control.
En realidad todo eso se lo había dicho a sí mismo. Sabía que su afán de tratar de controlar todo era en el fondo una debilidad, una manifestación de inseguridad, aunque las cosas -esta vez- hubieran salido bien.
Miró como las volutas de humo de su cigarrillo proyectaban sus lentas sombras sobre la pared blanca. Tuvo el impulso de modificar el trayecto errático del humo pero finalmente permaneció inmóvil, observándolo.

viernes, 10 de julio de 2009

El descanso

El piano parecía no querer salir por la puerta que comunicaba la sala de estar con el comedor. María veía esa imagen como una síntesis perfecta del próximo abandono de aquella casa en la que había nacido. A su mamá le resultaba grande ahora que Julio se había ido a trabajar al interior y sobre todo porque su papá había fallecido unos meses antes. Pero de eso no quería acordarse.
Terminó de guardar platos y cubiertos en unas cajas, mientras observaba como Pucho, el Terrier de su padre, no entendía todo ese movimiento y la miraba como esperando una palabra de aclaración que no iba a darle porque también estaba confundida.
Algunos de los muebles se quedarían allí porque no podían llevarlos. Eso se había arreglado con los compradores, quienes elogiaron algunas de las cosas, como el aparador con espejo biselado del comedor y la cama matrimonial. Era imposible hacerles lugar en un departamento como el que habían conseguido cerca de allí para las dos y para julio cuando volviera. Si es que alguna vez su hermano volvía, porque probablemente no pasaría mucho tiempo antes de que se casara.
Nunca había sido tan consciente de que aquellas cosas que habían estado presentes desde siempre en su vida, bosquejaban una vida casi sin cambios. Pero eso era una mera ilusión. Desde que su padre había fallecido nada había sido igual en aquella casa. Pero apartó nuevamente eso de su memoria.
Su madre parecía estar atareada con los preparativos de la mudanza. María creía que disimulaba cualquier manifestación de emoción para no preocuparla a ella.
Esa noche, la última que pasaron en aquel caserón del barrio de Flores, fue muy especial. Su madre había preparado algo de comer para las dos con lo poco que había quedado en la cocina. La heladera ya no estaba, como la mayoría de las cosas.
Luego durmieron en la cama matrimonial de su mamá. El camastro parecía más pequeño en la habitación semivacía. A la mañana siguiente cerrarían todo.
Pucho casi no durmió. Creyó escucharlo durante la noche, con su respiración agitada, vagando por la casa. Quién sabe lo que pasaría por su cabeza.
Antes de irse, María hizo algo que se dijo que no iba a hacer pero que no pudo evitar. Recorrió cada habitación, cada patio, como pasando lista a las cosas que pudieran haber quedado olvidadas. En realidad, lo que hacía era recordar las que ya no estaban. Al llegar a la sala de estar vio a Pucho debajo del sillón en el que su papá leía y escuchaba la radio cuando llegaba de trabajar. Siempre se escondía allí cuando él se sentaba. Recordó la pipa con ese tabaco de olor dulzón que el decía que “tenía chocolate”, cosa que nunca le había creído.
Ella se había olvidado de que el sillón se quedaría allí. Pucho ladró cuando ella pasó cerca, pero casi sin pensar, apartó la vista del sillón y del perro.
La mañana se estiró más de lo que hubieran querido mientras acomodaban las cosas. Les pareció que las escondían en vez de guardarlas en cajas.
A eso de las dos de la tarde un vecino se ofreció a llevarlas al “departamento nuevo” como María lo llamaba. Les costó bastante convencer a Pucho de que saliera. Por nada del mundo quería salir de abajo del sillón de su padre. Ante sus ladridos, tuvieron que cerrar todas las puertas interiores para que se diera cuenta de que ellas se iban.
Esa tarde de domingo varios vecinos salieron a despedirlas. Como si todos hubieran estado esperando atentos el momento justo de la partida. Mamá pareció algo emocionada. Pucho se calmó un poco.
Ya en el auto dejó de ladrar, aunque por momentos se le agitaba la respiración y dejaba escuchar levemente esos quejidos que siempre interpretábamos como de disconformidad o de sufrimiento.
El departamento nuevo quedaba a más o menos diez cuadras de la casa y tenía una plaza cerca. Eso era bueno porque así podrían sacar a pasear a Pucho, lo cual era toda una novedad. Cuando se tiene una casa con patios como era la de ellos, sacar a pasear al perro era algo que casi no se hacía.
Los primeros días no fueron fáciles. María iba al colegio. Ese año lo terminaba. Dejando a su madre sola se quedaba intranquila, sobre todo porque Pucho parecía desconocerlas a las dos y a su nuevo hábitat. Tenía un lavadero que, aunque pequeño, sería como su propia habitación. Pero él buscaba algo más. Se sentaba junto a la puerta por horas con esa actitud que tienen los perros cuando está por llegar alguien, que en este caso nunca llegaba. Lo cierto es que los tres estaban muy ansiosos e incluso madre e hija se despertaban de noche y amanecían cansadas. La tercera noche que durmieron allí, María se levantó a tomar agua. Al pasar por la puerta vio los ojos brillantes de Pucho, inmóvil en la entrada del departamento. Que le iba a decir, si ni su madre ni ella habían todavía terminado de adaptarse al cambio. No dejó de sentir pena por él.
En el piso cerca de la puerta estaba la correa marrón con que su madre lo llevaba ahora a pasear. ¿Pretendería salir a la calle a esa hora? Serían como las tres de la mañana. Colgó la correa en su lugar y escuchó unos silbidos casi imperceptibles. El perro parecía mirar a través de ella, como viendo otra cosa o a otra persona.
En los días siguientes las dos mujeres se despertaron de noche y el perro parecía no dormir. Eso nunca había pasado en la casa, según recordaba María.
El sábado las dos se levantaron tarde y desayunaron mirando por la ventana. Con un poco de esfuerzo podían ver, -imaginar que veían- el techo de su vieja casa. Desde ese piso séptimo se divisaban varias cuadras de aquella zona todavía no invadida por los edificios de departamentos como en el que vivían ahora.
María pensó, mientras miraba a Pucho, si a su padre le gustaría el lugar donde vivían, pero alejó rápidamente esa pregunta de su mente como quien se guarece de la lluvia repentina.
El perro parecía cansado también, apenas había comido algo esa mañana. No era frecuente porque siempre lo había visto voraz por las mañanas.
La tarde del domingo se acercaba lentamente. María quería salir un poco a caminar, a cualquier cosa. A eso de las cinco convenció a su madre para ver un poco de sol, a tomar un café en algún bar frente a la plaza o hacer algo fuera de allí, las dos solas. Ella asintió no muy convencida.
Mientras se arreglaban, Pucho comenzó a ponerse nervioso, ambas escucharon sus cortos ladridos. Quién sabe si presintió que no lo llevarían con ellas.
Al salir y antes de que su madre terminara de cerrar la puerta, Pucho corrió por la puerta entreabierta hacia el pasillo -¡Pucho!- gritó María -¿Dónde vas? Y se perdió por las escaleras. María volvió por la correa.
Al llegar a la puerta de abajo vieron a unas personas que cargaban bultos. Ninguna de ellas había visto al perro.
Caminaron varias cuadras. Fueron hasta la plaza, les preguntaron a varias personas si lo habían visto pero no pudieron encontrarlo.
Ya cansadas, volvieron al departamento a eso de las siete con una extraña sensación de vacío. No hablaron ni se dijeron nada. Tomaron un té frente a la ventana mientras el sol se ocultaba muy cerca de donde estaba la vieja casa.
A eso de las ocho de la noche sonó el teléfono y María atendió.
Al colgar, pensó unos minutos antes de hablar con su madre. Fue extraño sentirse detenida por la foto de su padre que descansaba sobre una mesita.
Todo fue como lo esperaba. Su madre no hizo nada más que mirar al piso mientras ella le contaba lo que había sucedido.
La que había llamado era una vecina de la vieja casa. Lo que contó no dejó de parecerle extraño pero fue como si siempre hubiera sabido que algo así pudiera pasar.
Pucho al escaparse corrió las diez cuadras a la casa y saltando por una ventana se metió debajo del sillón que era de su papá quedándose allí. Los nuevos dueños que no lo conocían, trataron de sacarlo pero parece que Pucho les ladró muy fuerte y se asustaron. No hubo forma de sacarlo del sillón. Llamaron a la policía y ante la duda de que estuviera rabioso, lo sacrificaron.

Esa noche María y su madre comieron en silencio y prácticamente sin decir palabra.
Luego durmieron muy profundamente y ninguna de las dos soñó nada. En adelante ya no se despertaron más de noche y descansaron.
Pasados unos días, la madre de María encontró en una caja una foto de Pucho con su marido. Le pareció que era mejor que la que estaba en la mesita y la reemplazó.