martes, 27 de enero de 2009

Monstruos

Estar solo en el piso de abajo de su casa durante una noche de tormenta, no era una de las cosas que más le gustaran a Lisandro. Pero ahí estaba, jugando con sus autos en la alfombra gastada de la sala de estar.
A través de la ventana, los relámpagos iluminaban el patio. El agua que mojaba la ventana, parecía deslizarse lentamente sobre la superficie del vidrio, proyectando extrañas sombras sobre las cortinas semitransparentes.
Laura estaba arriba, viendo televisión, una película de esas de amor. Lisandro no entendía qué podría tener de entretenido ver a una pareja darse besos y hablar durante toda la película y que no pasara nada más. Era muy aburrido. Además su hermana, mucho más grande que él no iba a cambiar de canal. A veces no le gustaba tener cinco años. Nadie parecía hacerle demasiado caso.
De todas formas no estaba muy tranquilo sentado en la alfombra y mirando de reojo la ventana ocasionalmente iluminaba. Trataba de contar los segundos desde el repentino aparecer de esa luz blanca y el trueno. Su padre le había explicado que el tiempo transcurrido entre la luz y el sonido indicaba la lejanía del relámpago y que incluso se podía calcular la distancia en donde había caído. Sería entonces terrible ver y escuchar el fogonazo al mismo tiempo. Probablemente fuera algo equivalente a la muerte. O por lo menos así lo pensaba el.
Otra cosa que le preocupaba era que los truenos no lo dejaban escuchar aquellos otros ruidos, menos estridentes pero no por ello menos peligrosos: el sonido de los monstruos.
Tenía miedo a los monstruos. Nunca había visto uno de verdad pero si en las películas. Su madre le había dicho una vez, lo recordaba bien, que los monstruos no existían. Las palabras exactas que había usado eran “…Hay animales peligrosos e incluso personas malas, pero monstruos como esos que te dan miedo, no existen”. Se lo había dicho mostrándole de dónde venían los ruidos que temía: una madera chirriante, por ejemplo, o un gato que caminando por el patio parecía -en una corrida fugaz- alguien que deliberadamente pretendía asustarlo. ¡Y cómo lo lograba!
Un día vio que el cielo se había puesto negro, como si absorbiera toda la luz. Una capa de nubes espesa avanzaba y se tragaba el sol. Y después vino el viento y la lluvia, pero ningún monstruo.
Ahora, los relámpagos se sucedían unos a otros y las gruesas gotas golpeteaban en las ventanas, no podía más que repetirse como si quisiera convencerse de que fuera cierto: “Los monstruos no existen” “Los monstruos no existen”. Tal vez ignorándolos con esa repetición de sonidos podría espantarlos. Pero ¡Qué tonto era! Cómo iba a espantarlos si no existían. Trató de seguir jugando con los autos, uno azul y otro, ambos iluminados por los fogonazos del cielo. Le pareció que esa luz fría y blanca podía llegar a quemarlo. Otro relámpago. Esta vez la distancia entre la luz y el sonido eran menores. No quería pensar que los rayos se acercaban a él. No, no quería.
Ya no podía alejar los ojos del ventanal del patio porque en ese momento se apagaron todas las luces de la casa. Se quedó quieto. Otro trueno le indicó que la única luz que le permitía ver a su alrededor era la que venía del cielo. Se quedo allí, con la vista hacia arriba, mirando esa ventana que le daba miedo. Estaba pensando que ese momento no era el mejor para recordar a películas de terror pero algo que vio por una fracción de segundo -lo que duró ése relámpago- lo paralizó. Bajo el resplandor casi enceguecedor, algo descendía en el patio.
Una figura muy alta, como un pájaro gigante y deforme, se posó allí, una vez que terminó de plegar unas alas como de murciélago.
El sudor y la duda hicieron esos segundos interminables. Otro relámpago mostraba aquello frente al ventanal, como con una especie de capucha que probablemente escondiera unos malignos ojos atentos.
-Los monstruos no existen- se dijo, aunque el latido del corazón le decía lo contrario. Intentó pararse pero no pudo.
-Los monstruos no existen. Tendría que gritar para que viniera Laura. Si esa cosa llegara a entrar, probablemente me mataría pero no lo va a hacer porque no es real. Tiene alas y puede llevarme también pero los monstruos no existen. Si viene Laura también la matará a ella. No debería gritar entonces.
Otro relámpago mostró a aquella figura como abalanzándose sobre el vidrio.
Su maestra le había dicho también que ellos no existían. Quería salir corriendo y esconderse. Tenía miedo y no se podía mover.
Solo escuchaba la lluvia y su respiración.
-¿Lisandro dónde estás? ¡Se cortó la luz! -Gritó Laura, que había bajado lentamente por la escalera y se acercaba a la ventana.
Pero a pesar de todo lo que rondaba su cabeza y el peligro en el que se encontraría también su hermana, se puso de pié al abrirse de golpe el ventanal evidentemente mal cerrado. El viento hizo que la cortina le tapara la cara. Todo estaba oscuro, el agua lo mojaba y le cerraba los ojos hasta que el siguiente relámpago hizo que lo viera.
Frente a Lisandro estaba esa figura que ahora veía bien. Las alas verdes y la capucha se balanceaban hacia él.
-¿Lisandro? ¿Por qué estás afuera? ¡Lisandro, no me asustes! -decía su hermana muy cerca. Lo pudo ver a la sombra de algo oscuro y verdoso.
Lisandro miraba a su enemigo, mientras ambos -su monstruo y él- se mojaban en la lluvia.
-¡Lisandro entrá que te estás mojando! ¿No tenés miedo?
Sin siquiera darse cuenta de que se estaba empapando, él le respondió: -Ya no.
Lo que allí había era una especie de toldo que se había desprendido de alguna ventana cercana por efecto del viento, hasta engancharse con un cable en el patio.
Un monstruo que había sido derrotado por Lisandro.

domingo, 11 de enero de 2009

Los sentenciados

Subía la cuesta empinada de la duna que iba hasta aquella cabaña veraniega con la mochila al hombro y la respiración agitada, que señalaba su furia más que el resultado del ejercicio forzado. Se enjuagó el sudor de la cara que fue a parar parte a su bermuda y parte a la arena caliente que la sorbió como un alcohólico al último trago de la botella o tal vez como lo hace un niño amamantado que toma con fuerza el pecho indefenso de su madre.
Las sandalias se atascaban en la subida y los ojos mostraban el aire salvaje que siempre había tenido, ahora fogoneado por la pasión. Gritó para descargar todo lo que pasaba en su interior. Parecía que la brisa espesa de la tarde quisiera frenarlo, removiendo su pelo y su barba. Ella todavía no lo había visto pero si lo hubiera hecho, solo hubiera reconocido del Tomás que conocía, esos dientes blancos y parejos que brillaban aún más con el alarido, un quejumbroso sonido que se profiere mirando hacia arriba, al cielo, para que lo escuche quien lo tiene que escuchar y si fuera posible el resto del universo. Así fue ese grito esforzado, duro como las rocas de la playa.
La puerta de madera barnizada, cubierta a medias por la luz que golpeaba de lleno sobre el techo, los árboles y los sillones de madera, era el último límite -ahora casi etéreo- que lo separaba de Marina.
Ella lo vio llegar con el acompasado entrar y salir del aire de su pecho, tenso y mojado, traspasando el algodón negro de lo que tenía puesto. Pero no se detuvo en el detalle de la vestimenta. No en el puño en alto, ni en la mandíbula tensa y levemente temblorosa. No.
Los ojos, la mirada de Tomás, eran un abismo negro que encerraba muchas cosas que ella no hubiera querido ver y que estaban allí. Era inútil retirar la cara para evitar que la imagen se fuera, como quien trata de escapar del flash de una cámara fotográfica que golpea con el velo de una momentánea capa de niebla brillante. Allí estaba todo y ella desnuda ante él. Un despojo distinto, el que no se puede ocultar con la ropa porque esas cosas no pueden taparse, tal vez si con alguna mentira que no estaba dispuesta a decir.
Él ya sabía. No importaba cómo, ni quién. Y no lo iba a negar. Para qué si era cierto. Y escuchó aquellos gritos desaforados e implacables, que le sonaban con más fuerza al ver los brazos velludos y bronceados por el sol que se alzaban hacia ella como las garras de una fiera.
-¡Por que tuviste que acostarte con ese tipo! ¡Vos sabés lo que estás traicionando! ¿No te importa que digan que sos una puta?- y muchas otras cosas. Pero no cualquier cosa. Así era Tomás.
Era como un potro bien entrenado y como un jinete experto. Galopaba cuando era necesario, soltando la rienda para correr por la playa, como habían hecho los dos muchas veces entre la espuma blanca que volaba desparramada entre las patas veloces de los caballos. Pero cuando era necesario, el antebrazo fuerte que ella había acariciado incontables veces, jugando con los caminos que formaban esa venas hinchadas, entrecruzadas en aquel peculiar dibujo, ponía el ritmo justo al paso, manteniendo a voluntad la marcha. Por eso, no decía lo que no quería decir. No le estaba diciendo que era una cualquiera, ni que lo había traicionado a él, no. Y eso era una de las cosas que amaba de ese hombre. El sabía que había palabras irremediables de las que no se vuelve, caminos que no tienen retorno. Pero ahora había otros senderos posibles.
Tomás la tomaba por el cuello y la presionaba en aquel grado justo, solamente conocido por ellos dos, antes de que la fuerza se convirtiera en otra cosa, en algo oscuro.
Ella inmóvil, escuchaba y pensaba. Su cuerpo además le había ordenado que derramara lágrimas que mojaban la mano de él.
-¿Por qué? ¿Por qué?- Le preguntaba Tomás que ya no podía decir más que eso. Había explorado en su interior las posibilidades que se le habían ocurrido: Que él tal vez no fuera suficiente para ella. Que simplemente lo había tomado como una aventura o que… otro montón de cosas que no lo conformaban en absoluto porque ya sabía la respuesta y la consecuencia.
Allí como estaba, con la cabeza echada atrás, el pelo aclarado por el sol y esos ojos que dejaban de ser azules para mostrar inmediatamente otras cosas, Marina parecía indefensa. Y lo estaba. Ahora él se sentía capaz de ahogarla con sus propias manos.
Con ese traje de baño celeste y el pañuelo enorme y colorido que usaba como falda, sus largas piernas parecían no sostenerla.
No entendía por qué no le respondía, que no se rebelara, que no le exigiera que la soltara. ¿Acaso ella iba a dejar que la ahogara? ¿No se iba a defender de lo que podía ser fatal?
Pero Marina seguía siendo fiel a si misma, dejando que la explorara por dentro, entregando todo lo que era, aún esas cosas que ella hubiera querido ocultar en los meandros del alma, en la mayoría de los casos accesible solamente a otra clase de luz.
Ella habló y dijo –apenas como un formalismo- que, en aquella época, todavía ninguno de los dos estaba seguro del otro, Que había tenido miedo y que había sido débil. No dijo -aunque sabía que de todas formas no hacía falta- que aquel otro hombre en cierta forma la había contenido.
Tomás dijo: -Vos sabías que ya estaba decidido. Deberías haberlo sabido.
La supuesta fatalidad de aquel error de apreciación ya no podía cambiar lo que sabía que iba a hacer desde el momento mismo de entrar en la cabaña. Ella lo miró esperando lo irremediable.
Afuera todavía estaba sobre la mesa el sombrero de paja que ella usaba y la mochila que él había dejado antes de entrar.
Como si nada pasara o nada pudiera alterar aquel orden, las olas que se veían desde lo alto de aquel médano, dibujaban sus líneas blancas de espuma extendiéndose por ambos lados hasta donde se perdía la vista.
Las golondrinas iban y venían a sus nidos en los parantes del techo, indiferentes a lo que ocurría detrás de la puerta cerrada.
Él se había sentado y su respiración se hacía más lenta. Ya no la miraba. Su vista se había perdido, vagando por los entresijos de lo que desde hacía unos minutos ya era pasado.
Marina con la delicadeza de la que era capaz, puso su mano sobre la cabeza de él y la dejó, casi inmóvil, flotando en aquel pelo oscuro.
Tomás le dijo entonces -¿Por qué apenas me tocás y no enredás tu mano en el pelo cómo lo hacés siempre?
La sentencia había sido pronunciada.

viernes, 2 de enero de 2009

Maira

El haz de luz azul del sellador eléctrico avanzaba lentamente sobre la piel sintética de la mano de Maira, quien miraba fijamente como iba desapareciendo el plástico sobrante de la reparación.
-Ya es la tercera vez. Antes nunca te pasaba esto- le dijo Hugo mientras trabajaba sobre el dorso rosado de aquella mano izquierda, sin levantar la vista.
-Me distraje al desenchufar algo en la cocina, Hugo. Una chispa me alcanzó. Pero no me dolió.
Hugo la miró inexpresivamente. El cable del aparato eléctrico que había visto estaba chamuscado de una manera nada habitual.
Los ojos azules de Maira bailaban mientras decía: –Estuve tratando de contar como lo hacía tu hija y pude llegar hasta cuatrocientos billones doscientos mil setecientos treinta y uno. Ahí lo dejé.
-¿Para qué hiciste eso? ¿Cuánto tardaste? –dijo Hugo con una mueca que bien hubiera podido pasar por una sonrisa.
-Me acordé de que a eso jugaba tu hija María. Tardé toda la noche mientras dormías. Y no me pareció divertido.
Hugo recordó en un instante a María, a Sonia, su mujer y al virus inexplicable que las había arrasado junto a miles de personas hacía diez años.
También recordó a María, su hija, aprendiendo a contar.
Hacía unas semanas que Maira tenía un comportamiento extraño y le hablaba insistentemente de su hija. Además habían empezado esas quemaduras accidentales. Había revisado los sistemas de diagnóstico y no había visto nada anormal.
Le había hecho la última actualización en el año 2087, solamente dos años atrás, aumentándole la capacidad de los bancos de memoria varias veces más que el modelo original de fábrica, además de otras mejoras menores. Como jefe de investigaciones de Sistemas de Rostro Agradable, pudo hacerse un modelo casi a medida.
Maira lo ayudaba con todo lo de la casa, que le parecía más grande desde que su mujer y su hija no estaban.
Revisó el dorso de la mano de Maira y dijo –Como nueva. ¿Será la última vez? Era conciente que una máquina no podía cometer ese tipo de errores. Modelos casi similares e incluso menos sofisticados los había en la medicina. También Eran pilotos de vehículos de transporte y hacían otras áreas en las que demostraban la inexistencia de errores. Salvo algunos de programación. Y eso aún seguía siendo humano, claro.
-Habláme más de María.
-Ya te he contado todo de ella, Maira.
-Tiene que haber más.
-En tu programación puse todo lo que pude recordar.
-Pero tiene que haber más –dijo Maira con una voz que denotaba cierta impaciencia.
-No hay nada más. María vivió solamente doce años.
-Es que no es suficiente… Debe faltar algo. Yo he leído…
-¿Qué leíste?
-En los libros los padres abrazan a sus hijos y los besan; les cuentan cuentos antes de dormir, los llevan a la playa. También los alientan cuando se desaniman y se complacen con ellos cuando hacen las cosas bien.
-El agua no te hace bien y no necesitás estudiar. Ya sabés lo necesario.
Maira lo miraba con esos ojos que parecían verdaderos -aunque diferentes de los de su hija- mientras le decía: –Pero yo no puedo llorar como en los recuerdos que tengo.
-No tenés esa capacidad. ¿Para que querrías hacerlo?
-¿No te gustaría que me pareciera más a ella?
Hugo no le respondió.
-Ya sé que no puedo ser ella, pero pensé que te gustaría que me pareciera más porque sino, no puedo entender por qué me diste sus recuerdos.
-Sos una buena compañía, Maira –dijo Hugo.
-Si, lo se. Sobre todo cuando cae el sol y oscurezco las ventanas para que puedas ver el mar sin que te moleste el sol y me siento en la alfombra para hablar como lo hacía ella.
Todo eso era cierto. La casa estaba construida sobre un acantilado a ochenta kilómetros de Mar del Plata. La vista desde la sala amplia le permitía ver el mar hasta el horizonte.
-Así está bien Maira, todo está muy bien. No hay nada que pueda querer que no estés haciendo.
Ella se retiró diciendo que estaría en la cocina.
Pasó la tarde y después de la cena que Maira había preparado, Hugo se fue al pequeño laboratorio en el sótano para estudiar unos nuevos prototipos de piel artificial que le habían llegado. Los podría probar con Maira. Tal vez fueran más resistentes a la electricidad. Luego de unos minutos de estar allí la luz se cortó. El generador de emergencia se encendió y el panel de la pared le indicó con una alarma sobre un cortocircuito en la cocina y la activación del sistema de incendio.
Al llegar vio el resplandor de fuego reflejado en el techo y a Maira en el piso con un cable en la mano, de la que salían fuego y humo blanco. Ella decía –“¿Qué más puedo hacer?” “¿Qué más puedo hacer?” hasta que de pronto ya no habló.
Hugo, desconectó la energía, pero ya era tarde.
¿La pena que sentía era por ella o por si mismo?
¿Hasta dónde se podía forzar al destino? A él no le había bastado con las fotografías o filmaciones de su hija. Quería un poco más. ¿Era eso? ¿Solo un poco más?
Entonces recordó a Xania, la robot con los recuerdos de Sonia, su mujer, que tuvo ese accidente fatal, al caer por el acantilado hacia el mar.