
A través de la ventana, los relámpagos iluminaban el patio. El agua que mojaba la ventana, parecía deslizarse lentamente sobre la superficie del vidrio, proyectando extrañas sombras sobre las cortinas semitransparentes.
Laura estaba arriba, viendo televisión, una película de esas de amor. Lisandro no entendía qué podría tener de entretenido ver a una pareja darse besos y hablar durante toda la película y que no pasara nada más. Era muy aburrido. Además su hermana, mucho más grande que él no iba a cambiar de canal. A veces no le gustaba tener cinco años. Nadie parecía hacerle demasiado caso.
De todas formas no estaba muy tranquilo sentado en la alfombra y mirando de reojo la ventana ocasionalmente iluminaba. Trataba de contar los segundos desde el repentino aparecer de esa luz blanca y el trueno. Su padre le había explicado que el tiempo transcurrido entre la luz y el sonido indicaba la lejanía del relámpago y que incluso se podía calcular la distancia en donde había caído. Sería entonces terrible ver y escuchar el fogonazo al mismo tiempo. Probablemente fuera algo equivalente a la muerte. O por lo menos así lo pensaba el.
Otra cosa que le preocupaba era que los truenos no lo dejaban escuchar aquellos otros ruidos, menos estridentes pero no por ello menos peligrosos: el sonido de los monstruos.
Tenía miedo a los monstruos. Nunca había visto uno de verdad pero si en las películas. Su madre le había dicho una vez, lo recordaba bien, que los monstruos no existían. Las palabras exactas que había usado eran “…Hay animales peligrosos e incluso personas malas, pero monstruos como esos que te dan miedo, no existen”. Se lo había dicho mostrándole de dónde venían los ruidos que temía: una madera chirriante, por ejemplo, o un gato que caminando por el patio parecía -en una corrida fugaz- alguien que deliberadamente pretendía asustarlo. ¡Y cómo lo lograba!
Un día vio que el cielo se había puesto negro, como si absorbiera toda la luz. Una capa de nubes espesa avanzaba y se tragaba el sol. Y después vino el viento y la lluvia, pero ningún monstruo.
Ahora, los relámpagos se sucedían unos a otros y las gruesas gotas golpeteaban en las ventanas, no podía más que repetirse como si quisiera convencerse de que fuera cierto: “Los monstruos no existen” “Los monstruos no existen”. Tal vez ignorándolos con esa repetición de sonidos podría espantarlos. Pero ¡Qué tonto era! Cómo iba a espantarlos si no existían. Trató de seguir jugando con los autos, uno azul y otro, ambos iluminados por los fogonazos del cielo. Le pareció que esa luz fría y blanca podía llegar a quemarlo. Otro relámpago. Esta vez la distancia entre la luz y el sonido eran menores. No quería pensar que los rayos se acercaban a él. No, no quería.
Ya no podía alejar los ojos del ventanal del patio porque en ese momento se apagaron todas las luces de la casa. Se quedó quieto. Otro trueno le indicó que la única luz que le permitía ver a su alrededor era la que venía del cielo. Se quedo allí, con la vista hacia arriba, mirando esa ventana que le daba miedo. Estaba pensando que ese momento no era el mejor para recordar a películas de terror pero algo que vio por una fracción de segundo -lo que duró ése relámpago- lo paralizó. Bajo el resplandor casi enceguecedor, algo descendía en el patio.
Una figura muy alta, como un pájaro gigante y deforme, se posó allí, una vez que terminó de plegar unas alas como de murciélago.
El sudor y la duda hicieron esos segundos interminables. Otro relámpago mostraba aquello frente al ventanal, como con una especie de capucha que probablemente escondiera unos malignos ojos atentos.
-Los monstruos no existen- se dijo, aunque el latido del corazón le decía lo contrario. Intentó pararse pero no pudo.
-Los monstruos no existen. Tendría que gritar para que viniera Laura. Si esa cosa llegara a entrar, probablemente me mataría pero no lo va a hacer porque no es real. Tiene alas y puede llevarme también pero los monstruos no existen. Si viene Laura también la matará a ella. No debería gritar entonces.
Otro relámpago mostró a aquella figura como abalanzándose sobre el vidrio.
Su maestra le había dicho también que ellos no existían. Quería salir corriendo y esconderse. Tenía miedo y no se podía mover.
Solo escuchaba la lluvia y su respiración.
-¿Lisandro dónde estás? ¡Se cortó la luz! -Gritó Laura, que había bajado lentamente por la escalera y se acercaba a la ventana.
Pero a pesar de todo lo que rondaba su cabeza y el peligro en el que se encontraría también su hermana, se puso de pié al abrirse de golpe el ventanal evidentemente mal cerrado. El viento hizo que la cortina le tapara la cara. Todo estaba oscuro, el agua lo mojaba y le cerraba los ojos hasta que el siguiente relámpago hizo que lo viera.
Frente a Lisandro estaba esa figura que ahora veía bien. Las alas verdes y la capucha se balanceaban hacia él.
-¿Lisandro? ¿Por qué estás afuera? ¡Lisandro, no me asustes! -decía su hermana muy cerca. Lo pudo ver a la sombra de algo oscuro y verdoso.
Lisandro miraba a su enemigo, mientras ambos -su monstruo y él- se mojaban en la lluvia.
-¡Lisandro entrá que te estás mojando! ¿No tenés miedo?
Sin siquiera darse cuenta de que se estaba empapando, él le respondió: -Ya no.
Lo que allí había era una especie de toldo que se había desprendido de alguna ventana cercana por efecto del viento, hasta engancharse con un cable en el patio.
Un monstruo que había sido derrotado por Lisandro.