Casi nadie hablaba con Adolfo. Por lo menos no se podía hacer directamente sin exponerse a recibir un puñetazo en los lugares en donde dolía más. Los golpes en la cara eran los peores porque la vista de la sangre que probablemente se escapara por la boca o la nariz, era una invitación para que los preceptores preguntaran por el causante y eso tenía un castigo aún peor, que él mismo se ocupaba de retribuir después.
Lo único que se podía hacer era dirigirse a sus laderos y pedir una “audiencia” que casi nunca concedía. Era la forma de demostrarnos a todos los chicos de aquel orfanato que él era el más fuerte y por lo tanto a quién más debíamos temer, aún más que a los castigos de los preceptores.
Y allí estaba yo pidiendo hablar con el, en el recreo largo después del almuerzo, en aquel sol de enero de 1962 -que en Buenos Aires suele tener de cómplice a la humedad- tratando de hablar con uno de sus compinches, guardaespaldas o lo que fueran. Guardianes que no necesitaba pero que lo hacían ver más poderoso y por lo tanto más temido.
La tercera negativa de “audiencia” -creo que fueron tres, si- hizo que me decidiera. El estaba allí en un rincón del patio, con un ángulo de visión perfecta para controlarlo todo; para ver los movimientos de cada uno de los trescientos y tantos internados del instituto. Tenía siempre en las manos un silbato atado con un cordón rojo que hacía girar en el aire y que, con estudiada seguridad, guardaba en el bolsillo delantero de su camisa arremangada, antes de asestar a quien fuera, el primer puñetazo aleccionador.
Caminé hacia él, ante la mirada incrédula de sus laderos, quienes supongo que me compadecerían por las consecuencias de hablarle o apenas sostenerle la mirada por más tiempo del que Adolfo mismo determinaba en cada caso; tiempo que solía ser breve y de consecuencias contundentes.
Creo que es necesario aclarar que el tipo era excepcionalmente fuerte y me llevaba más de dos cabezas de altura, además de tener dieciséis años, tres más que yo. Ya nomás verle el cuello como el de un toro, hacía que los golpes anticipados por la imaginación doliesen más aún que los reales. Además parecía llevar los antebrazos tensos como para disparar la mano cerrada hacia donde fuera necesario.
Era consciente de su fortaleza y realmente la tenía, vaya que si. Yo sabía defenderme bien pero a su lado parecía débil y mal alimentado. Además, a esa edad, a uno le parece que los más grandes tienen mundos de experiencia que los más chicos no hemos descubierto. En realidad la mayoría de los que estábamos allí no teníamos nada de mundo, salvo el especial, cercado y olvidado del instituto en el que vivíamos. Pero había alguien que no encajaba en ese patrón y era precisamente Adolfo. Él se había escapado y estado dos semanas afuera. Lo habían perseguido como si fuera un asesino peligroso y finalmente lo habían encontrado, con un cigarrito en la boca, en un puesto del Mercado de Abasto, mientras cargaba una bolsa, dicen que de zanahorias. Si no lo hubieran descubierto de improviso, seguro que se les escapaba. Justo por eso quería hablar con él. Era el único que lo había hecho y no había dicho cómo ni por dónde. Todos decían que le habían pegado para que hablara y que las marcas que tenía en la espalda eran por eso; varas de madera o correas de cuero que no habían logrado hacerlo hablar. Eso le agregaba un aura extra que lo convertía en alguien distinto, temido pero admirado. No importaba que lo hubieran atrapado después.
Cuando me recibió lo hizo sin comprender mi atrevimiento. Y me preguntó, casi sin entonación interrogativa -Qué queres.
Y yo, como no tenía mucho que perder -ya sabía lo que me iba a costar- le dije –Tengo que hablar con vos. Quiero preguntarte algo.
Miró alrededor -allí donde nadie parecía estar mirando pero desde donde surgían todas las miradas, agazapadas, temerosas o aparentemente distraídas- y dijo -mejor te vas- levantando un poco el tono, como para que lo escucharan todos.
En ese momento me acordé del papel arrugado que tenía en el bolsillo y tuve el valor suficiente para decirle simplemente “No”.
Creo que fue más la sorpresa que la sensación de desafío lo que lo llevó a hacer lo que muy pocas veces hacía, me agarró del cuello de la camisa. Creo que incluso me levantó algo del piso y me miró tratando de descubrir qué tenía yo en mente.
Luego de un rato, vaya a saber qué cosas pasaron por su cabeza, me dijo –Pulga, más te vale que desaparezcas de acá ya mismo porque…
-Desde ese momento siempre fui para él “Pulga”. Pero le respondí -No. Tengo que hablar con vos.
Me soltó y creo que antes de que llegara al piso me dio un puñetazo en el estómago con el que terminé en el suelo. Me ahogaba, pero no era la primera vez que recibía un golpe así. En esos lugares la sobrevivencia a los golpes es una de las primeras cosas que se aprende.
Todos ahora miraban sin disimulo lo que pasaba. Adolfo buscaba a algún preceptor que lo hubiera visto pero no lo encontró.
Yo tardé unos segundos en recuperarme. Parecía que nadie se movía e incluso que todos los sonidos inevitables en un patio hubieran cesado, como si alguien hubiera desconectado el volumen de una de esas películas que nos pasaban allí de vez en cuando.
Me levanté y mirándolo a los ojos, a pesar de mi estómago, le dije. –podes molerme a palos si queres pero tenemos que hablar. La cara de Adolfo decía que su paciencia se había agotado. No se desafiaba a Adolfo de esa manera.
Trató de asirme nuevamente de la camisa. Esta vez no fue deliberadamente al cuello sino que me tomó instintivamente de donde pudo. Lo hizo desde el bolsillo de mi camisa desde donde asomaba el papel; el que me había dado valor para llegar hasta ahí.
Al notarlo, lo sacó y dijo teatralmente, como había hecho al principio –A ver qué tiene éste acá.
Creo que me hubiera dejado matar por ese rectángulo blanco y escrito con prolija cursiva.
Me acuerdo que grité, agarrado por esa mano que parecía de acero. Pensaba que ese papel era lo más valioso que tenía, lo único valioso en realidad -¡Devolveme eso! ¡Dame ese papel! Creo que me soltó para evitar que alguien pudiera ver que yo le gritaba. Además era evidente que tenía curiosidad de lo que podía significar aquella nota. Esa clase de cosas no se le escapaban.
Miró hacia todos lados y sentenció en voz baja –En el baño de arriba, diez minutos después de que apaguen las luces, hoy a la noche.
Todos volvieron a hacer como si nada hubiera pasado. Pero algo había pasado. Yo estaba “vivo” todavía y solo había recibido un puñetazo. Adolfo miraba a todos provocadoramente como diciéndoles “Acá no pasó nada. Sigan haciendo lo que sea que tengan que hacer” pero un observador atento hubiera notado que me siguió con la mirada preguntándose quién sería y qué tramaba aquel chico que se le atrevía de ese modo.
Yo estaba feliz, poco me importaba saber cómo iba a salir del dormitorio por la noche con los celadores dando vueltas para llegar hasta el baño. Ni siquiera estaba seguro de lo que iba a hacer Adolfo pero había logrado lo que quería: que me escuchara. Lo que venía después ya se vería.
Fueron la inconsciencia y la ansiedad las que hicieron que pegara un salto de la cama unos segundos después de que se apagaran las luces del dormitorio, un barracón interminable y oscuro, me vistiera rápido, abriera la puerta y corriera hasta el baño casi como un autómata. Allí me escondí en donde pude. Recuerdo todavía los pasos que se acercaban mientras el goteo de decenas de canillas mal cerradas hacía que no pudiera prestar atención a nada más que a esos ruidos desacompasados.
Luego de un rato la puerta se abrió. El corazón me latía cada vez con más fuerza. Si me descubrían no iba a tener otra oportunidad para hablar con Adolfo.
-Veo que viniste- Fue lo primero que dijo saliendo de la oscuridad y después siguió. -Que sea la última vez que me hablas así delante de todos porque… porque no va haber próxima vez. Me parece recordar que me mostró el puño cerrado.
-Si me decis lo que quiero saber no va a haber próxima vez- le dije.
No podía ver bien su cara pero, la curiosidad jugó bastante bien el papel que tenía asignado en aquella ocasión.
-¿Qué es eso que tenías anotado en el papel? Es la letra de Alicia, la Secretaria del Director y ella no anda por ahí dando mensajes a los internos.
-Si, es de ella- le respondí. Lo averiguó para mí, nos llevamos bien. El se quedó esperando más que eso y le dije.
-Quiero que me digas cómo te escapaste porque tengo que salir.
-Estás loco y no se porqué no te muelo a palos acá mismo. Bueno, no es el mejor momento, después me molerían a palos a mi ¿Qué pensas que soy, una monjita de la caridad? ¿Para eso me hiciste venir? Creía que ese papel tenía la dirección de algo importante
-Si, para mi es importante.
Adolfo me miraba dudando entre patearme o irse. No hizo ni una cosa ni la otra y se quedó allí parado.
Hablaba para mi mismo cuando le dije monocorde -Sé que te escapaste por una ventana de arriba. Nadie sabe más que eso pero lo voy a intentar de todas maneras esta misma noche. Ahora.
-No vas a poder bajar. Son dos pisos hasta la calle.
-No importa, me las voy arreglar.
Él seguía sin entender lo que había pasado y me dijo sin que sonara desafiante –No lo vas a hacer. No te vas a animar. Y se fue.
A pesar de que hacía calor, recuerdo que sentí frío. Me creí solo como nunca lo había estado. Solo entre cientos de personas a las cuales no les importaba nada de mí y el único que podía ayudarme se acababa de ir. En realidad, él no tenía porque hacerlo. Cada uno pensaba en si mismo allí, no tenía por qué importarle lo que a mi me pasara.
Entonces creí comprender que tenía que intentarlo, a pesar del castigo si me encontraban. Recordé lo que decían que le habían hecho a Adolfo pero no me importó.
Tenía que llegar hasta esa ventana del piso de arriba. Todo parecía desierto pero la escalera estaba al final de un largo corredor. Una vez que saliera de mi escondite no tendría donde ocultarme, tampoco sabía si alguien estaría vigilando allí, al final del pasillo.
Caminé tan despacio como pude, escuchando los propios pasos y mi respiración. No vi a nadie. La escalera fue fácil. La ventana que buscaba no tenía rejas. Tenía que ser esa.
Desde allí no se veía nada más que la cornisa que llegaba hasta la esquina del edificio con el muro que daba a la calle enfrente, a una distancia considerable.
Pensé que tal vez, si llegaba a la esquina caminando por la cornisa, podría encontrar por donde bajar. No tenía miedo pero no veía nada. Subí al alféizar de la ventana, desde allí mis zapatos viejos parecían amoldarse a la angosta cornisa de mampostería gastada y sucia del otro lado. Si caminaba bien pegado a la pared, tal vez podría lograrlo…
Y fue así que resbalé -las palomas no solían dejar allí nada demasiado sólido- y mi mente se anticipó a la caída hacía algún lugar allá abajo.
Cuando ya me preparaba para lo peor, la mano de acero que ya conocía me tomó del brazo como si levantara una pluma.
Miré la oscuridad bajo mis pies y la cara de Adolfo mientras él me subía sin esfuerzo hacia la ventana. Allí preguntó ¿Qué es esa dirección del papel?
Yo le respondí -Es donde posiblemente viva mi madre.
Él cambió la cara perturbado. Algo como eso le pasaría a cualquiera de los internados. Casi ninguno conocía a sus padres. Adolfo tampoco...
-Ya te había dicho que estabas loco ¿No es cierto Pulga? Eso queda en la provincia de Misiones, a medio país de aquí.
-No me voy a quedar. Voy a ir aunque no sepa donde queda ese lugar ni vaya a haber nadie que me sostenga en el próximo resbalón.
Él miraba confundido, hasta que -nunca pude comprender porqué lo hice- le dije –Veni conmigo.
El miró me miró fijamente a los ojos, luego hacia abajo, parecía recordar cosas. Luego fijó sus ojos en algún lugar indeterminado, en la oscuridad del interior del edificio, como buscando a qué aferrarse para negarse a la propuesta y finalmente dijo: -Seguime y hace exactamente lo que te diga. Sacate los zapatos… -Y otra serie de instrucciones. Recuerdo bien que me caían las lágrimas, creo que él nunca lo notó.
Y así nos escapamos.
Caminando juntos en la oscuridad de la calle desierta a esa hora, iluminados por los faroles que se bamboleaban por el viento. Parecíamos hermanos que volvían de alguna aventura. Eso era precisamente lo que acababa de empezar.
Nos fuimos los dos a buscar a mi madre.
No hubo pacto, ni condiciones, simplemente nos fuimos. Nunca hubiera imaginado las cosas que tendrían que pasar antes de saber algo de ella.
Pero esa es otra historia.
Y allí estaba yo pidiendo hablar con el, en el recreo largo después del almuerzo, en aquel sol de enero de 1962 -que en Buenos Aires suele tener de cómplice a la humedad- tratando de hablar con uno de sus compinches, guardaespaldas o lo que fueran. Guardianes que no necesitaba pero que lo hacían ver más poderoso y por lo tanto más temido.
La tercera negativa de “audiencia” -creo que fueron tres, si- hizo que me decidiera. El estaba allí en un rincón del patio, con un ángulo de visión perfecta para controlarlo todo; para ver los movimientos de cada uno de los trescientos y tantos internados del instituto. Tenía siempre en las manos un silbato atado con un cordón rojo que hacía girar en el aire y que, con estudiada seguridad, guardaba en el bolsillo delantero de su camisa arremangada, antes de asestar a quien fuera, el primer puñetazo aleccionador.
Caminé hacia él, ante la mirada incrédula de sus laderos, quienes supongo que me compadecerían por las consecuencias de hablarle o apenas sostenerle la mirada por más tiempo del que Adolfo mismo determinaba en cada caso; tiempo que solía ser breve y de consecuencias contundentes.
Creo que es necesario aclarar que el tipo era excepcionalmente fuerte y me llevaba más de dos cabezas de altura, además de tener dieciséis años, tres más que yo. Ya nomás verle el cuello como el de un toro, hacía que los golpes anticipados por la imaginación doliesen más aún que los reales. Además parecía llevar los antebrazos tensos como para disparar la mano cerrada hacia donde fuera necesario.
Era consciente de su fortaleza y realmente la tenía, vaya que si. Yo sabía defenderme bien pero a su lado parecía débil y mal alimentado. Además, a esa edad, a uno le parece que los más grandes tienen mundos de experiencia que los más chicos no hemos descubierto. En realidad la mayoría de los que estábamos allí no teníamos nada de mundo, salvo el especial, cercado y olvidado del instituto en el que vivíamos. Pero había alguien que no encajaba en ese patrón y era precisamente Adolfo. Él se había escapado y estado dos semanas afuera. Lo habían perseguido como si fuera un asesino peligroso y finalmente lo habían encontrado, con un cigarrito en la boca, en un puesto del Mercado de Abasto, mientras cargaba una bolsa, dicen que de zanahorias. Si no lo hubieran descubierto de improviso, seguro que se les escapaba. Justo por eso quería hablar con él. Era el único que lo había hecho y no había dicho cómo ni por dónde. Todos decían que le habían pegado para que hablara y que las marcas que tenía en la espalda eran por eso; varas de madera o correas de cuero que no habían logrado hacerlo hablar. Eso le agregaba un aura extra que lo convertía en alguien distinto, temido pero admirado. No importaba que lo hubieran atrapado después.
Cuando me recibió lo hizo sin comprender mi atrevimiento. Y me preguntó, casi sin entonación interrogativa -Qué queres.
Y yo, como no tenía mucho que perder -ya sabía lo que me iba a costar- le dije –Tengo que hablar con vos. Quiero preguntarte algo.
Miró alrededor -allí donde nadie parecía estar mirando pero desde donde surgían todas las miradas, agazapadas, temerosas o aparentemente distraídas- y dijo -mejor te vas- levantando un poco el tono, como para que lo escucharan todos.
En ese momento me acordé del papel arrugado que tenía en el bolsillo y tuve el valor suficiente para decirle simplemente “No”.
Creo que fue más la sorpresa que la sensación de desafío lo que lo llevó a hacer lo que muy pocas veces hacía, me agarró del cuello de la camisa. Creo que incluso me levantó algo del piso y me miró tratando de descubrir qué tenía yo en mente.
Luego de un rato, vaya a saber qué cosas pasaron por su cabeza, me dijo –Pulga, más te vale que desaparezcas de acá ya mismo porque…
-Desde ese momento siempre fui para él “Pulga”. Pero le respondí -No. Tengo que hablar con vos.
Me soltó y creo que antes de que llegara al piso me dio un puñetazo en el estómago con el que terminé en el suelo. Me ahogaba, pero no era la primera vez que recibía un golpe así. En esos lugares la sobrevivencia a los golpes es una de las primeras cosas que se aprende.
Todos ahora miraban sin disimulo lo que pasaba. Adolfo buscaba a algún preceptor que lo hubiera visto pero no lo encontró.
Yo tardé unos segundos en recuperarme. Parecía que nadie se movía e incluso que todos los sonidos inevitables en un patio hubieran cesado, como si alguien hubiera desconectado el volumen de una de esas películas que nos pasaban allí de vez en cuando.
Me levanté y mirándolo a los ojos, a pesar de mi estómago, le dije. –podes molerme a palos si queres pero tenemos que hablar. La cara de Adolfo decía que su paciencia se había agotado. No se desafiaba a Adolfo de esa manera.
Trató de asirme nuevamente de la camisa. Esta vez no fue deliberadamente al cuello sino que me tomó instintivamente de donde pudo. Lo hizo desde el bolsillo de mi camisa desde donde asomaba el papel; el que me había dado valor para llegar hasta ahí.
Al notarlo, lo sacó y dijo teatralmente, como había hecho al principio –A ver qué tiene éste acá.
Creo que me hubiera dejado matar por ese rectángulo blanco y escrito con prolija cursiva.
Me acuerdo que grité, agarrado por esa mano que parecía de acero. Pensaba que ese papel era lo más valioso que tenía, lo único valioso en realidad -¡Devolveme eso! ¡Dame ese papel! Creo que me soltó para evitar que alguien pudiera ver que yo le gritaba. Además era evidente que tenía curiosidad de lo que podía significar aquella nota. Esa clase de cosas no se le escapaban.
Miró hacia todos lados y sentenció en voz baja –En el baño de arriba, diez minutos después de que apaguen las luces, hoy a la noche.
Todos volvieron a hacer como si nada hubiera pasado. Pero algo había pasado. Yo estaba “vivo” todavía y solo había recibido un puñetazo. Adolfo miraba a todos provocadoramente como diciéndoles “Acá no pasó nada. Sigan haciendo lo que sea que tengan que hacer” pero un observador atento hubiera notado que me siguió con la mirada preguntándose quién sería y qué tramaba aquel chico que se le atrevía de ese modo.
Yo estaba feliz, poco me importaba saber cómo iba a salir del dormitorio por la noche con los celadores dando vueltas para llegar hasta el baño. Ni siquiera estaba seguro de lo que iba a hacer Adolfo pero había logrado lo que quería: que me escuchara. Lo que venía después ya se vería.
Fueron la inconsciencia y la ansiedad las que hicieron que pegara un salto de la cama unos segundos después de que se apagaran las luces del dormitorio, un barracón interminable y oscuro, me vistiera rápido, abriera la puerta y corriera hasta el baño casi como un autómata. Allí me escondí en donde pude. Recuerdo todavía los pasos que se acercaban mientras el goteo de decenas de canillas mal cerradas hacía que no pudiera prestar atención a nada más que a esos ruidos desacompasados.
Luego de un rato la puerta se abrió. El corazón me latía cada vez con más fuerza. Si me descubrían no iba a tener otra oportunidad para hablar con Adolfo.
-Veo que viniste- Fue lo primero que dijo saliendo de la oscuridad y después siguió. -Que sea la última vez que me hablas así delante de todos porque… porque no va haber próxima vez. Me parece recordar que me mostró el puño cerrado.
-Si me decis lo que quiero saber no va a haber próxima vez- le dije.
No podía ver bien su cara pero, la curiosidad jugó bastante bien el papel que tenía asignado en aquella ocasión.
-¿Qué es eso que tenías anotado en el papel? Es la letra de Alicia, la Secretaria del Director y ella no anda por ahí dando mensajes a los internos.
-Si, es de ella- le respondí. Lo averiguó para mí, nos llevamos bien. El se quedó esperando más que eso y le dije.
-Quiero que me digas cómo te escapaste porque tengo que salir.
-Estás loco y no se porqué no te muelo a palos acá mismo. Bueno, no es el mejor momento, después me molerían a palos a mi ¿Qué pensas que soy, una monjita de la caridad? ¿Para eso me hiciste venir? Creía que ese papel tenía la dirección de algo importante
-Si, para mi es importante.
Adolfo me miraba dudando entre patearme o irse. No hizo ni una cosa ni la otra y se quedó allí parado.
Hablaba para mi mismo cuando le dije monocorde -Sé que te escapaste por una ventana de arriba. Nadie sabe más que eso pero lo voy a intentar de todas maneras esta misma noche. Ahora.
-No vas a poder bajar. Son dos pisos hasta la calle.
-No importa, me las voy arreglar.
Él seguía sin entender lo que había pasado y me dijo sin que sonara desafiante –No lo vas a hacer. No te vas a animar. Y se fue.
A pesar de que hacía calor, recuerdo que sentí frío. Me creí solo como nunca lo había estado. Solo entre cientos de personas a las cuales no les importaba nada de mí y el único que podía ayudarme se acababa de ir. En realidad, él no tenía porque hacerlo. Cada uno pensaba en si mismo allí, no tenía por qué importarle lo que a mi me pasara.
Entonces creí comprender que tenía que intentarlo, a pesar del castigo si me encontraban. Recordé lo que decían que le habían hecho a Adolfo pero no me importó.
Tenía que llegar hasta esa ventana del piso de arriba. Todo parecía desierto pero la escalera estaba al final de un largo corredor. Una vez que saliera de mi escondite no tendría donde ocultarme, tampoco sabía si alguien estaría vigilando allí, al final del pasillo.
Caminé tan despacio como pude, escuchando los propios pasos y mi respiración. No vi a nadie. La escalera fue fácil. La ventana que buscaba no tenía rejas. Tenía que ser esa.
Desde allí no se veía nada más que la cornisa que llegaba hasta la esquina del edificio con el muro que daba a la calle enfrente, a una distancia considerable.
Pensé que tal vez, si llegaba a la esquina caminando por la cornisa, podría encontrar por donde bajar. No tenía miedo pero no veía nada. Subí al alféizar de la ventana, desde allí mis zapatos viejos parecían amoldarse a la angosta cornisa de mampostería gastada y sucia del otro lado. Si caminaba bien pegado a la pared, tal vez podría lograrlo…
Y fue así que resbalé -las palomas no solían dejar allí nada demasiado sólido- y mi mente se anticipó a la caída hacía algún lugar allá abajo.
Cuando ya me preparaba para lo peor, la mano de acero que ya conocía me tomó del brazo como si levantara una pluma.
Miré la oscuridad bajo mis pies y la cara de Adolfo mientras él me subía sin esfuerzo hacia la ventana. Allí preguntó ¿Qué es esa dirección del papel?
Yo le respondí -Es donde posiblemente viva mi madre.
Él cambió la cara perturbado. Algo como eso le pasaría a cualquiera de los internados. Casi ninguno conocía a sus padres. Adolfo tampoco...
-Ya te había dicho que estabas loco ¿No es cierto Pulga? Eso queda en la provincia de Misiones, a medio país de aquí.
-No me voy a quedar. Voy a ir aunque no sepa donde queda ese lugar ni vaya a haber nadie que me sostenga en el próximo resbalón.
Él miraba confundido, hasta que -nunca pude comprender porqué lo hice- le dije –Veni conmigo.
El miró me miró fijamente a los ojos, luego hacia abajo, parecía recordar cosas. Luego fijó sus ojos en algún lugar indeterminado, en la oscuridad del interior del edificio, como buscando a qué aferrarse para negarse a la propuesta y finalmente dijo: -Seguime y hace exactamente lo que te diga. Sacate los zapatos… -Y otra serie de instrucciones. Recuerdo bien que me caían las lágrimas, creo que él nunca lo notó.
Y así nos escapamos.
Caminando juntos en la oscuridad de la calle desierta a esa hora, iluminados por los faroles que se bamboleaban por el viento. Parecíamos hermanos que volvían de alguna aventura. Eso era precisamente lo que acababa de empezar.
Nos fuimos los dos a buscar a mi madre.
No hubo pacto, ni condiciones, simplemente nos fuimos. Nunca hubiera imaginado las cosas que tendrían que pasar antes de saber algo de ella.
Pero esa es otra historia.
12 comentarios:
Vill, fue tan conmovedor e inquietante que NECESITO que haya continuación :-)
Abrazo!
Cass. Evidentemente tenés cualidades adivinatorias (o sea que elegantemente te estoy diciendo BRUJA) porque esto formaba parte de un proyecto más grande.
Y si, probablemente vayan apareciendo las historias de estos dos, una parte chiquita del conjunto, personajes secundarios de la historia original, pero bueno, vamos a ver que sale salteadamente.
Gracias!
UH! me gustO!
no sé pq pero me llego..!!
Bueno Vill, parece que va a haber más, qué lujo. Me encantó esa necesidad de búsqueda de la identidad por encima del horror del orfelinato, el dolor físico, el miedo, la desubicación. El más fuerte y el más débil juntos, los complementos, porque en el fondo de todo está la necesidad de saber, de comprender, de hallar respuestas. Y eso hasta un niño de la calle lo sabe.
UN besote fuerte
Todavía sigo de vacaciones, gracias a todos.
El descanso alimenta a la imaginación por lo que, cuando vuelva, la compartiré con ustedes.
Saludos y gracias.
PD. Bienvenida Maira.
Querido Vill:
Magnífico. Me ha enganchado la trama. Espero impaciente esa "otra historia".
Un abrazo.
Hola,
perdón por poner esto aquí, puede borrarlo una vez leído.
Solo quería que supiera de la existencia del directorio de blogs directorio-de-blogs.net, donde usted puede dar a conocer su blog totalmente gratis.
Saludos,
Mónica
Buen cuento Vill. Interesante pintura de los personajes.
A veces hay que saber tocar los resortes adecuados para que la gente haga algo por uno. Se puede esperar la ayuda o hacerse ayudar.
Un saludo.
¡Qué tierno y qué bonito!
Me recuerda tiempos pasados, en los que el villano siempre se crecía.
Saludos.
Sencillamente me atrapo de una.
Mis congratuleishon Vill.
Permiso sigo chusmeando.
Muy lindo cuento.
Como me dijo una vez en una reunión...uno a veces sin querer toca botones que no sabe que el otro tiene.
No?
Que bueno Vill! lo publicaste mientras no estuve!!!
Ahora, la continuaciòn!!!
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