
Con cara de enojo nada disimulado, eligió una vieja valija que le pareció enorme, tal vez por lo que significaba, y le puso pocas cosas. Un abrigo, la pistola, el pijama y no mucho más. Miró al estante frente a la cama repasando su contenido y decidió no llevarse nada. Su orgullo de hombre le decía que la determinación de abandonarla bastaba. Que todo eso tenía que quedarse allí, como gritando que él ya no iba a estar. Lo raro era que ella no había aparecido a pesar de que sabía lo que estaba haciendo; la estaba dejando y no parecía importarle.
Abrió la puerta casi tropezándose con la valija. Allí se detuvo. Con aquel enojo no había resuelto adonde iría esa noche. La puerta cancel de hierro se cerró tras él y la soledad de la calle se hizo presente al final del pasillo, con ella el sol y una vaga sensación de desamparo. No pensaba en el futuro, tal vez por eso sentía tan vivo el frío.
Los coches pasaban, el viento movía las hojas secas de los árboles. Creyó ver que el kiosquero de enfrente lo miraba y se reía. No le importó que alguien pudiera estar burlándose de él.
Se quedó allí, medio confundido, viendo pasar un pedacito de la tarde. Hasta la valija parecía sentirse sola.
No pudo precisar cuánto tiempo había pasado cuando ella apareció por la puerta.
-¿Esta noche va a hacer frío, no? – le dijo él con cara de preocupado.
-Si y mucho -le respondió ella como si no pasara nada.
Después agregó -Martín, te dejo que te vayas pero primero tenés que terminar la tarea de la escuela para mañana. Te olvidaste la bolsa con los perdigones de plástico y el cepillo de dientes. Además la abuela pregunta cómo querés la torta de cumpleaños del sábado y si pone siete velitas o una sola con el número.
-Bueno, creo que hoy no me voy -dijo él volviendo a entrar a su casa tal como había salido, pero con la cabeza en alto.
Su madre cerró la pesada puerta pensando “Cómo crece”, mientras él arrastraba la valija por el largo corredor.