jueves, 31 de julio de 2008

Valijas

No estaba dispuesto a hacerle más caso, y le dijo que se iría de la casa.
Con cara de enojo nada disimulado, eligió una vieja valija que le pareció enorme, tal vez por lo que significaba, y le puso pocas cosas. Un abrigo, la pistola, el pijama y no mucho más. Miró al estante frente a la cama repasando su contenido y decidió no llevarse nada. Su orgullo de hombre le decía que la determinación de abandonarla bastaba. Que todo eso tenía que quedarse allí, como gritando que él ya no iba a estar. Lo raro era que ella no había aparecido a pesar de que sabía lo que estaba haciendo; la estaba dejando y no parecía importarle.
Abrió la puerta casi tropezándose con la valija. Allí se detuvo. Con aquel enojo no había resuelto adonde iría esa noche. La puerta cancel de hierro se cerró tras él y la soledad de la calle se hizo presente al final del pasillo, con ella el sol y una vaga sensación de desamparo. No pensaba en el futuro, tal vez por eso sentía tan vivo el frío.
Los coches pasaban, el viento movía las hojas secas de los árboles. Creyó ver que el kiosquero de enfrente lo miraba y se reía. No le importó que alguien pudiera estar burlándose de él.
Se quedó allí, medio confundido, viendo pasar un pedacito de la tarde. Hasta la valija parecía sentirse sola.
No pudo precisar cuánto tiempo había pasado cuando ella apareció por la puerta.
-¿Esta noche va a hacer frío, no? – le dijo él con cara de preocupado.
-Si y mucho -le respondió ella como si no pasara nada.
Después agregó -Martín, te dejo que te vayas pero primero tenés que terminar la tarea de la escuela para mañana. Te olvidaste la bolsa con los perdigones de plástico y el cepillo de dientes. Además la abuela pregunta cómo querés la torta de cumpleaños del sábado y si pone siete velitas o una sola con el número.
-Bueno, creo que hoy no me voy -dijo él volviendo a entrar a su casa tal como había salido, pero con la cabeza en alto.
Su madre cerró la pesada puerta pensando “Cómo crece”, mientras él arrastraba la valija por el largo corredor.

jueves, 24 de julio de 2008

El águila

No podía dejar de mirarla, lo cual era bastante incómodo, porque ella se sentaba en el escritorio frente al suyo. Había sido muy cuidadoso todo ese tiempo para que no se notara que le gustaba. Aquella chica era simplemente fantástica y se la veía fabulosa con el broceado de sus vacaciones en la playa, en esa tarde de fines de enero. Pero le resultaba inevitable observar hacia el lado opuesto, a si mismo. El bastón que usaba a diario funcionaba como una advertencia de que era rengo. Una especie de cartel que indicaba peligro para las mujeres, según pensaba.
Ella no se fijaría en él. Seguramente tenía montones de hombres que podía elegir, incluso entre sus otros compañeros de trabajo solteros; además la mayoría eran deportistas y más jóvenes, y ella los trataba distinto que a él. No sabría explicar cómo, pero distinto y sin duda tenía que ver con aquello que lo distinguía.
El considerar su limitación lo ponía muy mal. No entendía por qué el destino parecía querer condenarlo a estar solo. Había días en que podía evitar el pensar así, pero otros en que no. Ya había experimentado el rechazo de diferentes maneras, nunca evidentes. A veces hubiera preferido que se apartaran con cara de asco diciéndole: “¿Cómo te creés que me voy a fijar en un rengo como vos?”. Otras, había maldecido a la vida por lo que le había tocado en el reparto. Días terribles que no compartía con nadie. En esos momentos no importaba que, por lo demás, podría haber pasado por un tipo pintón, porque luego de mirarlo a la cara, y al verlo caminar, los ojos de ellas se iban directamente a su pierna izquierda que, a pesar de las operaciones por las que había pasado, no lo dejaba caminar como cualquier persona normal. Y por eso quería ser normal. Se lo había repetido a si mismo innumerables veces. Normal.
Lo peor es que veía agriarse su carácter y a veces asomaba en él la sombra pegajosa del malhumor. No quería convertirse en un resentido ¿Es que acaso, además de la soledad, la vida lo llevaría a ser un amargado? ¿Por qué tenía el presentimiento de que no debía resignarse a quedarse así, solo?
Mientras pensaba en eso, miró la hora. Había terminado su trabajo y fue a la máquina a buscar un café. No llevó el bastón, eran pocos metros. En el extremo del pasillo, cerca de la salida de emergencia, la vio a ella apoyada en la pared, con ese chico de contaduría, demasiado cerca uno del otro como para que esa actitud pasara por una conversación meramente amistosa. Y sintió envidia. Volvió sobre sus pasos para que no lo vieran, olvidándose del café. Ahora se sentía mal por haber sido envidioso. Llegó al escritorio para juntar sus cosas e irse. Ahí estaba su bastón con el mango de bronce que le había hecho hacer su madre especialmente. Tenía labrado un águila luchando contra una serpiente. Ella le dijo que esa imagen tenía un significado especial, pero no se lo había explicado. Deseó arrojarlo contra el ventanal para que se hiciera trizas junto con el vidrio y toda esa oficina se viniera abajo. Con una mueca, que hubiera podido pasar por una sonrisa, pensó en que era un estúpido.
Al salir por el hall del edificio se dio cuenta que desde hacía rato tenía la cabeza baja, la irguió y miró al sol que brillaba alto todavía a esa hora, y fue así que no la vio.
Atropelló en su ensimismamiento a una chica que pasaba y los dos se fueron al suelo. Él, que tenía bastante fuerza en los brazos, pudo soltar el bastón que asía con la mano derecha tomándola a ella para que no se golpeara y con la otra amortiguar la caída de ambos. La chica tenía puestos unos anteojos negros.
Perdonáme, no te vi- le dijo él con un tono esforzadamente amable. -Yo tampoco- le dijo ella.
-¿Te lastimaste?
-No, no… estoy acostumbrada -le respondió con una sonrisa como ninguna otra que hubiera visto.
En el piso, el bastón con el mango de bronce del águila y la serpiente, estaba extrañamente abrazado con el bastón blanco y plegable de esa chica ciega.

viernes, 18 de julio de 2008

Todo o nada

Habían viajado a la costa para descansar y hablar sin las urgencias, los chicos o la rutina que, por esos días, parecía habérseles venido encima. Si fuera por él, ya se habría vuelto a Buenos Aires, pero no se lo había querido decir a ella, que por otra parte pensaba lo mismo y por iguales motivos. La discusión de esa tarde los había llevado al reino nada mágico del agobio.
Él, metódico, racional y ordenado, se esforzaba por hacerle entender a ella cosas muy razonables pero que jamás comprendería porque era distinta: Impulsiva, amante de la improvisación y muy creativa. Su intuición desconcertaba bastante al ingeniero especialista en cálculo estructural con el que se había casado.
-Creo que va a ser mejor que salgamos a tomar aire- dijo ella, que escuchó un asentimiento casi aliviado. El mar sombrío, dejaba oír las olas que peleaban contra el viento al llegar a la playa gris y lluviosa que se veía desde el departamento prestado en el que estaban.
-Podríamos ir al casino- propuso ella por decir algo, recibiendo un lacónico “muy bien” por toda respuesta. Salieron enseguida.
Al llegar, él miró aquella mesa tapizada de verde y comenzó a pensar en las probabilidades de que saliera un color, las columnas e incluso la posible aparición del cero.
Había mucha gente jugando, el día era propicio. Luego de apostar a números elegidos casi sin motivo, él propuso jugar a la primera columna; luego al negro, después por la segunda docena. Ganaron las tres veces y luego cinco más, multiplicado la apuesta inicial.
Después ella tomó la iniciativa diciéndole -Volvamos a apostar todo al negro. -Mi amor, ya salió tres veces seguidas y la probabilidad es… -lo interrumpió: -Intentémoslo- Ningún problema- respondió él casi dudando. Volvieron a ganar. -Quisiera apostar nuevamente al negro- dijo ella con absoluta convicción. Ya había salido once veces en las últimas trece jugadas. Era altamente improbable que se repitiera, según el había calculado, pero salió nuevamente. Ella insistió: otra vez todo al negro.
Un empleado del casino llamó al supervisor que observaba todo a una distancia prudente. La bolilla rodó: Negro otra vez. Él quedó con la boca abierta mientras veía como les acercaban las fichas de distintos colores y tamaños. -¿Puedo seguir eligiendo? -Si, claro, respondió el ingeniero. -Ahora todo… al cero. –Eh… las probabilidades son treinta y seis contra una, le comentó él en voz baja. Además iban a apostar íntegramente lo que habían ganado Un todo o nada. Ella sólo le sonrió levantando los hombros y empujando todas las fichas al extremo de la mesa.
¡No va más! La bolilla circuló varias veces en la esfera de madera brillante, hasta que comenzó a rebotar en los números ilegibles que giraban. Finalmente, se detuvo en uno.
¡Cero!- Se escuchó. Ella dijo. –Ahora quiero… -No mi amor -Intervino él- Mejor nos vamos. La mujer lo miró y dijo convencida -Está bien.

En el auto, bajo la lluvia, ninguno de los dos dijo nada durante un rato mientras volvían. Él llevaba en su bolsillo un cheque por el valor equivalente a un año de trabajo. En cierto momento, deteniendo el auto, le dijo mirándola a los ojos -Desde ahora deberíamos apostar más de la misma manera. -Estaba pensando exactamente lo mismo –respondió ella, mirándolo de igual forma.
Pasaron el resto de su vida juntos. Nunca más fueron a un casino.

sábado, 12 de julio de 2008

Dos anillos

Guardó la llave dorada de la puerta trasera en el bolsillo de la camisa. Al apoyar la mano izquierda sobre el peldaño de la escala, vio en su dedo el anillo inexistente. Mientras subía, se preguntó qué podría haber sido de el. Se lo había quitado una semana atrás, el día en que había pintado la cerca de madera y nunca más lo había visto. Tampoco recordaba dónde podía haberlo dejado.
No se había animado a explicarle a su mujer la desaparición de la alianza de oro rojo. Creyó que ella había expresado su disgusto ante el anular despojado, quitándose el suyo cinco días después.
Se le hacía larga la subida hasta el borde del alero. El agujero en el que tenía que trabajar, de dos palmos de alto, destacaba entre las maderas blancas cercanas al tejado.
El graznido repentino no logró sobresaltarlo demasiado, pero lo detuvo, obligándolo a asirse con fuerza a la escalera. Se trataba de uno de esos cuervos, nuevos vecinos de la zona, mayormente habitada por otras aves de aspecto y voces más agradables.
Aquel pájaro, posado en una rama sin hojas, como una mancha negro-azabache y contrastando con el gris desparejamente oscuro del cielo nublado, parecía mirarlo. Siguió hacia arriba sin prestarle más atención. Tenía que pararse en el anteúltimo escalón para llegar hasta el agujero. No era la primera vez que subía a un techo en cincuenta y siete años, la edad que tenía.
Al llegar, miró por la irregular abertura e incrédulo, extendió el brazo derecho para introducirlo allí. En ese instante el cuervo voló rasante sobre su cabeza. Esta vez, el graznido, desafinado, áspero y el aletear sombrío de esas aspas negras, lograron asustar al hombre que, en una exclamación, perdió el equilibrio.

Una hora más tarde, el cuervo continuaba mirando hacia abajo, agazapado en el agujero y con una llave dorada en el pico, mientras encontraban al hombre tendido bajo la escalera, con dos anillos iguales de oro rojo, fuertemente apretados en su mano derecha.

lunes, 7 de julio de 2008

Azul y rojo

La pierna derecha le dolía como si se hubiera partido en dos. Los disparos en la puerta del Banco lo habían elegido para ser uno de los primeros en caer. Tenía que arrastrarse dos metros detrás de esa pared para llegar hasta la pistola. El ruido de las balas le martilleaba las sienes. Antes de alcanzarla, alguien se paró frente a él y le apuntó.
Era extraño ver el acerado brillo opaco del cañón, cuya boca señalaba algún punto en su frente. Pero el proceso no comenzó hasta que observó la mirada de quien la empuñaba, lejana, indolente, tal vez enajenada en su determinación.
Entonces si, los segundos parecieron querer extenderse y robarle su duración a los minutos; una rebeldía del tiempo en la que no se detuvo porque, el vertiginoso girar de las luces azules y rojas, mostraba, como en un cristal facetado, cosas viejas, algunas ya olvidadas, que ahora volvían.
Recordó entonces la helada tarde del entierro de su padre; el vestido blanco de María y la mirada de ilusión a través de aquel velo; la calidez de tener en brazos a Santiago recién nacido; vio también la seducción de otra mujer…, lo que le dio a aquella limosnera en el tren, el disparo mortal en otro asalto, El soborno rechazado con dudas…
De a poco, ante aquello, necesitó arrepentirse, pedir perdón.
Nada de lo que sucedía a su alrededor parecía real, ni la luz, ni el hombre que le apuntaba, ni el fogonazo de ese disparo amarillo y cegador.

De a poco, todo fue reapareciendo: El hombre caído a sus pies con un disparo en el hombro, las luces azules y rojas en las sirenas de los patrulleros, su compañero con la pistola aún humeante y el latir húmedo del muslo inmóvil.


Su mano buscó deliberadamente el pecho, pero no era una herida lo que buscaba.

miércoles, 2 de julio de 2008

No todo es lo que parece

Esto lo escribí hace tiempo para 97 relatos 97 , perteneciente a Nunca Hubo una vez y tiene 97 palabras, ni una más, ni una menos. Un buen ejercicio de síntesis. Allá va.


Un Adiós

La tumba no lo dejaba desmentir que ella había muerto.
Parado allí, no podía olvidarla.
Lo vivido juntos, cinco años, iba a ser difícil de borrar, pero se contuvo, no quería que sus emociones se manifestaran en ese lugar.
Le dejó flores, como quien deposita una moneda en el parquímetro.
El destino quiso llevarla y jamás se rebelaría ante aquello.
Siempre pensó decirle algunas cosas, pero no se animó.
Fué cobarde por eso. Ahora se arrepentía.
Se alejó pensando -Que la pases bien en la otra vida Gabriela Fernández, como jefa, siempre fuiste una bruja.