martes, 26 de agosto de 2008

Ideas que vuelven.

Tenía la idea de escribir algo sobre este bendito asunto que viene recurrentemente a mi memoria pero inmediatamente me eché atrás porque ya había sido tema de la novela Equidistancias (con el número 10) que algunos de ustedes conocen. Volví a repasar otra vez lo escrito y constaté que bien podía ser un relato autónomo con el pequeño agregado de lo que está en cursiva para que se entendiera. Es que en realidad, lo que van a leer, fue una de las ideas que me movieron a escribir el conjunto completo. Recuerdo como daba vueltas en mi cabeza hasta que escuché el "click" que dio lugar a todo el resto.

El cochecito azul

Allí estaría sin duda.
No puedo recordarlo sin pensar en todo aquello, aunque ya no signifique lo mismo.
Lo deseé muchas noches y muchos días interminables.

Lejanas habían quedado las lágrimas por ese cochecito azul de colección, que tío Esteban, que el destino quiso darme como padre adoptivo, guardaba en la vitrina de su living del departamento de Belgrano.
Se lo había pedido. Había rogado, suplicado.
Si apenas hubiera podido tenerlo en mis manos por un instante, hubiera sido completamente feliz. Así lo creí.
Ese pequeño juguete fue dilatando mi deseo en un anhelo de posesión absoluta, ansioso y creciente.
Sabés que no habría podido robártelo. No hubiera sido lo mismo. Lo quería, pero deseaba además que vos me lo dieras.
¿Por qué nunca lo hiciste? ¿Por qué jamás quisiste prestármelo ni por un minuto siquiera?
Imaginaba que podías tener todos los modelos, colores y tamaños. Llegué hasta a pensar que, si querías, habrías tenido el original de cada uno.
Me diste otras cosas. Aviones a escala, barcos antiguos, trenes que serpeaban su vapor por incontables metros de vía y otros coches, muchos. Juguetes carísimos y a veces exóticos de Shangai, Singapur o Yokohama; de Alejandría, Trieste o Nápoles; Amberes, Liverpool o Hamburgo, adonde viajabas durante meses y nunca pude acompañarte.
Soñé con ése pequeño fuego azul. ¿Sabías que me despertaba llorando muchas noches?
¿Alguna vez supiste que otras tantas lo hacía preguntándome porqué no querías dármelo?
¿Sabías que me lastimabas y que esa herida se agrandaba cada vez más?
Creía, bien se ahora que eso no era cierto, que mi cariño por vos hubiera sido perfecto si me lo hubieras dado.
Mucho tiempo, tal vez eras, tuvieron que pasar para que me prohibiera hacerte esa pregunta hasta que aprendí a no decir ni pensar en el porqué.
Me engañaba tratando de convencerme de que jamás te iba a interrogar otra vez.
Allá a lo lejos quedó mi cara caliente y mojada mirando la vitrina. Con mis dedos tocaba el vidrio, apenas lo alcanzaba. Esos centímetros que me faltaban para llegar hasta él se convertían en distancias inimaginables. Desde allí presentí desiertos tormentosos, montañas oscuras y mares interminables, sucediéndose unos a otros. Siempre.
No hay cosa que haya dejado de hacer para que supieras que lo quería.
Tu cara imperturbable de gesto lejano me confundía.
Llegué a pensar en un castigo, que yo era para vos una carga indeseable, o tal vez en el odio. Pero me demostraste luego que estaba equivocado.
Imaginé también que me veías malo. No, no fue así.
Y después crecí. Otros lugares, otros amores se sucedieron, pero en el fondo, después de todos mis días, de los meses que separan las primaveras de los otoños, seguí recordando ese cochecito azul que todavía está en la vitrina de tu living del departamento de Belgrano.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El don

El arranque cada vez más frecuente del compresor de la heladera le señalaba el incesante subir de la temperatura en aquella tarde en que, como todos los sábados, reemplazaba a sus padres en el almacén de ramos generales de aquel pueblo a la vera del río Paraná.
A la hora de la siesta, no era mucha la gente que pasaba a comprar algo. Tal vez algunos chicos buscando helados nada más, por lo que tendría tiempo para dedicarse a terminar esa acuarela basada en un paraje del río que había comenzado hacía unos días.
Preparó los pinceles y fijó cuidadosamente la gruesa hoja pintada y adherida con alfileres al caballete improvisado pero no oyó llegar a Amanda, la madre de Ramiro.
-¡Ay, qué bonito José! –dijo casi sin mirar lo pintado la mujer- No sabía que tuvieras inquietudes artísticas. Tu mamá debe estar feliz –continuó hablando como si no necesitara respirar, mientras apoyaba tres botellas vacías de Coca Cola en el mostrador de grueso mármol blanco veteado.
-Eh…
-Claro, porque es algo como para enorgullecerse ¿Vas a ir a estudiar arte a Buenos Aires cuando termines el colegio a fin de año? Tenés que prepararte para el ingreso porque…
-Aquí tiene –le acercó las botellas llenas- Se lo anoto o…
-Si, si, anotalo -y siguió- ¡Qué suerte para tu mamá! Voy a hablar mañana con ella -dijo mientras se alejaba a través de la cortina de tiras de plástico multicolor.
A los pocos minutos sonó el teléfono -Hola ¿José? Si te falta pintura rosa, te podemos llevar porque seguro que estás pintando mujeres desnudas ¿No?
-Ramiro, dejate de joder, yo…
-Ja, ja, ja, ¡Lo tenías bien guardado! Artista. ¿Desde cuándo? ¡Ja, ja, ja! A la tarde paso con los chicos, ¡Ya vas a ver lo que te espera!
-Si, dale, nos vemos. Al cortar escuchó la sirena característica del carguero que transportaba autos por el río a una fábrica cercana. La forma de ese barco le recordaba a una heladera gigante… y a su vez que tenía que reponer bebidas en la suya antes de que… -¡Ya llegamos! ¡Queremos las bebidas frías ahora! …llegaran los chicos del club, al final del partido de fútbol. -Ya va, esperen.
-¿Esto qué es? Ah ya sé, un campo. No, no pero es marrón. Debe ser tierra nomás. ¿No vez que es una especie de planeta? Acá hay unos marcianos verdes. Yo creo que debe ser un plato de carne con verduras. Se ve como un hueso… -Y otro montón de comentarios de los chicos que miraban al caballete. No prestó atención sobre quién decía qué cosas.
Antes de que saliera el último, entró la mujer “Uy, lo que faltaba”- exclamó José ante lo inevitable. Era Jovita, su profesora de dibujo de los primeros años del colegio.
-Hola José ¿Cómo estás? ¡Ah! No sabía que pintabas. -Le dijo ella contemplando su paisaje ribereño casi terminado. Deslizaba sus ojos como si estuviera leyendo los matices y las formas, calculando dimensiones y profundidades – ¡Vaya! ¿Estás tomando clases con alguien? -Preguntó con una mezcla mal disimulada de celos y curiosidad.
-No, en realidad… es lo primero que pinto.
-Para ser tu trabajo inicial, está más que bien. Si… El color del cielo es casi perfecto. Y acá ¿Ves? –dijo señalando con los dedos índice y mayor un sector de la acuarela amarillo-verdoso -éste árbol y el reflejo del sol, están muy bien logrados. ¿No querrías tomar clases? Estaría dispuesta a dártelas a pesar de que ya casi no enseño. Tenés talento. Con un poco de técnica, tal vez… -dijo como para si misma- podrías tener posibilidades…Si….
-Profesora, no sé…
-Si te decidís, vení a verme, no desperdicies el don –pronunció “don” como si fuera una palabra mágica o secreta y siguió con algo que José en ese momento no entendió-. Mirá que esa luz no la recibe cualquiera. Cuando decide brillar, ofrece algo de lo cual a veces no somos sus destinatarios finales…
-Gracias -atinó a decir él sorprendido, mientras la mujer se iba con su compra de un cuarto kilo de azúcar morena. No esperaba semejante elogio, ni todo lo que su primera pintura expuesta, casi involuntariamente, había suscitado ese momento.
Hasta que llegó la hora. Las seis. Lo había estado esperando toda la tarde, en realidad todo el día y no mentiría si dijera que toda la semana. Las seis era la hora en que María pasaba cada sábado con su amiga Alicia. Y con la hora llegó ella
-Hola José ¿Cómo estás?
-Bien y vos. Eh… ¿Lo de siempre?
-Si, dijo ella sonriente, dos botellas.
Deliberadamente, él fue al extremo del mostrador pasando por delante del caballete para que ella lo viera. María era una pintora de verdad. Recordó que había ganado un premio municipal con una de sus acuarelas. El había estado toda la semana con aquello para intentar impresionarla porque no lograba que se interesase en él.
Alicia se adelantó a su amiga y dijo -María ¡Mirá lo que está pintando José!- Ahora se acercaba María.
Miró fijamente la pintura y él se quedó inmóvil esperando la más mínima reacción. Una mosca tal vez mareada por el calor, cruzó entre medio de ambos y su zumbido pareció amplificarse en el silencio de esa calurosa tarde pueblerina.
Los ojos de ella fueron desde aquel paisaje amarronado a los de él y dijo simplemente “No” y caminó al mostrador revolviendo en el bolsillo de su pantalón, buscando con qué pagar. Su cara se había vuelto inexpresiva o seria, José no lo podía distinguir pero recibió la ola calurosa del rubor en la cara.
Alicia no entendió nada de lo que sucedía y dijo nerviosamente -¿Viste María? ¡Qué bien esta representado el matiz del río! ¡Y el reflejo de la orilla se ve tan real!
José no escuchaba, limitándose a recibir el dinero que María le daba sin mirarlo. Ella salió. Alicia no sabía qué decir y se encogió de hombros antes de saludarlo con la mano en alto, mientras se iba detrás de su amiga.
Él se quedó mirando aquella acuarela. Había usado todo su tiempo libre de la semana en ella.
Después vinieron Ramiro y sus amigos y le tomaron el pelo, como era de esperar.

Unos días después, José decidió tomar clases con la profesora Jovita y al año siguiente se fue a Buenos Aires a estudiar Bellas Artes.
Pasado un tiempo, María recordaba que la maniobra de la acuarela había sido burda. Y el “No” que había pronunciado que quería decir: “Así tampoco te voy a hacer caso”.
Tuvo que reconocer que el esfuerzo la había conmovido ¡Una acuarela por ella!
Sabía, con su mirada de artista, que estaba muy bien pintada, y así lo seguía pensando cada vez que la veía allí, sobre la cabecera de la cama de ambos.

martes, 12 de agosto de 2008

Dos jirafas y un elefante.

En cuanto el auto se detuvo diez metros antes de la puerta del Banco de la Provincia de La Pampa, el hombre y la mujer bajaron de inmediato.
En el cinturón de él se notaba la cuarenta y cinco milímetros. En el de ella no.
El conductor permaneció en el auto y le dio un vistazo a su reloj. Las once y treinta y cinco. Lunes de mucho tránsito. Deberían haber elegido otro día. Los lunes eran los peores en ese pueblo habitualmente parsimonioso. Especialmente agitado parecía esa mañana soleada de primavera de 1968. La gente usaba el auto para hacer las compras o trámites, pudiendo caminar las, como máximo, dos cuadras, que los separaban de sus nada agitados destinos. Cuatro autos dando vueltas alrededor de la plaza. Era demasiado.
-Hola -saludó una chiquita rubia de no más de diez años, que lo vio allí sentado al volante, con un cigarrillo sin prender en la boca.
-Que tal preciosa, ¿Cómo estás? Ella tenía un vestido rosa pálido a cuadros. Los breteles con volados no dejaban ver sus hombros. Cargaba una bolsa pequeña, también rosa, como una cartera de mujer pero que parecía de juguete.
-Bien ¿También esperás a tu mamá que está en el banco?
-No, yo espero a mi novia -Revolvió en el bolsillo, tenía tres caramelos ácidos frutales, mezclados entre las balas sueltas.
-¿Querés un caramelo?
-Bueno, yo te puedo convidar con galletitas de las que hace mi mamá ¿Te gustan las galletitas con forma de animales?
-Si –le contestó, extendiendo la mano, no sin antes dejar el cigarrillo que había tenido en la boca, soltándolo arriba del asiento donde reposaba su escopeta Remington recortada.
Miró su reloj, Las once y treinta y ocho. La galleta con forma de jirafa estaba buena.
-¿Sabés que después de acá mi mamá me va a llevar a la plaza y vamos con monedas para la fuente de la fortuna?
-¡Ah! ¿Llevarías ésta por mí?
¡Si! Pero me tenés que contar un deseo, sino no vale…
Solo él entendió los tres disparos, deformados por la distancia y los vidrios del banco. Los dos primeros seguidos y el otro unos segundos después. Era la inconfundible marca de ella. El primero para inmovilizar, el segundo para derribar y el tercero para rematar.
-Si, mi deseo es que en el próximo pueblo encontremos el banco de la provincia abierto.
-Bueno, me voy a acordar.
-¿Me convidás otra galleta de animales?
-Solo me quedan dos jirafas y un elefante. ¿Te gustan los elefantes?
El miraba sorprendido la desenvoltura de esa chiquita, que bien podría pasar por hija suya -¿Si elijo el elefante, no te enojás?
-No, mi mamá me enseñó que siempre tengo que darle lo mejor al que me lo pide, pero a veces no me sale… Ahora por ejemplo.
-Bueno, entonces creo que quiero la jirafa. Las once y cuarenta –dijo en voz alta mirando nuevamente el reloj pulsera.
-¿Estás apurado? -lo interrogó ella.
-Si, ya me tengo que ir. ¿Sabías que sos muy simpática?
-Ahora si que te voy a dar la jirafa, me parece –dijo ella coqueta. Extendió la mano y le dio la galleta.
-Bueno, gracias, le respondió él de una manera naturalmente amable y agregó ¿Antes de irte, no me darías la mano?
-Claro –dijo ella. Él no pudo dejar de apreciar la calidez y suavidad de esa mano que contrastó con la tosquedad y rudeza de la suya. Y así se despidieron.
-Vio a la chiquita caminar los pasos que la separaban del banco, muy concentrada en desenvolver el caramelo ácido de naranja que le había dado. A mitad de camino se cruzó con el hombre y la mujer que salían de allí a paso vivo, ambos con el arma en la mano derecha y con abultadas bolsas en la otra, pero no se vieron.
Los dos subieron al auto. La mujer soltó las bolsas en el asiento de atrás, al lado del otro hombre que se había sentado allí con mirada bovina.
-Estamos en hora. Vamos al otro pueblo ¿Tuviste problemas? –dijo él arrancando el auto.
-Un guardia viejo pero inexperto. Nada de cuidado, ya no se va a equivocar nunca más.
-¿Cuánto nos llevamos esta vez?
-No sé, bastante. Ya lo contaremos.
En el camino ella notó que su novio lagrimeaba y le preguntó -¿Te pasa algo mi amor?
-No, nada. Es que mientras esperaba, una nenita ¡Qué linda era! Me dijo que iba a soltar una moneda en la fuente de la plaza pidiendo un deseo por mí. Le dije que quería encontrar el próximo banco abierto.
-Ay, que dulzura de chiquita.
-Si viste, me conmovió -le respondió él, secándose las lágrimas con la manga de la camisa mientras manejaba hasta el pueblo vecino, en donde iba a encontrar al banco provincial abierto.

jueves, 7 de agosto de 2008

El árbol de la vida

Colocó sus manos sobre el árbol y le resulto feliz la coincidencia de ver que las arrugas continuaban sobre la superficie de aquel tronco.
Había venido caminando despacio por el sendero desde la casa nueva hasta el roble que alguna vez había dado sombra a la casa ya inexistente.
Pocos día atrás habían removido lo que quedaba de ella: la vieja chimenea de piedra indiferente al incendio de hacía veinte años. Y si bien ya no estaba, él la veía y también a ella sosteniendo en sus brazos a alguno de los chicos, con el pelo recogido e iluminado por el sol que se colaba entre las ramas frondosas en el estío del ondulado sur de la provincia de Buenos Aires.
Los chicos había crecido y su mujer ya no estaba. Ahora desaparecería también el roble.
Su hijo mayor le había explicado que quitar todo eso había de mejorar los rindes del campo y no había querido decirle nada; ya no.
Le vino a la memoria que su padre había plantado ese árbol y construido la casa el mismo año en que él había nacido, alternando el esfuerzo de la obra con el duro trabajo de arar, sembrar y cosechar. Qué distinto era todo ahora.
Caminó sobre lo que había sido la sala de estar y vio el lugar donde ella siempre colocaba flores cerca de la ventana, ahora tapizado con las pequeñas corolas amarillas que crecían silvestres en el pasto no muy alto. Volvió a mirar al roble y también recordó a los chicos jugando con las bellotas. El vino y la alegría de verlos crecer al sol. Y el volar de las calandrias, los gorriones y sus nidos, un año tras otro. Y también, como algo muy vívido, el primer beso que le dio a ella, bajo ese árbol, mientras se protegían de la lluvia. Recordaba el aroma de la tierra mojada de esa sorpresiva lluvia primaveral.
No eran de pena las lágrimas que habían aparecido furtivamente sobre su cara curtida porque había vivido feliz, hasta que la enfermedad se la había arrebatado.
El tiempo sabe como arrancarle la memoria a uno, pensó y echó una última mirada a ese árbol, descubriéndose la cabeza y mirando a lo alto de la copa. No era justo. Tan viejo como él y tan fuerte que se lo veía pero lo iban a derribar mañana. ¿Dónde irían a parar todos los pájaros? ¿Habría nidos todavía en el otoño?
Se preguntó si sus recuerdos se esfumarían con él viejo árbol, disipándose como la bruma esquiva de la mañana. Se sintió fatigado y antes de irse, recogió con dificultad una bellota del suelo, la miró y luego de lustrarla con la manga del saco, la puso en un bolsillo, mientras volvía por el mismo camino por el que había venido.
Por primera vez, en todos los años de su vida allí, se sintió solo.
Al otro día, los contratistas hicieron su trabajo y temprano a la mañana, luego de podar unas cuantas ramas grandes, el árbol cayó, apenas unas horas después de que aquel otro viejo roble también lo hiciera.