domingo, 21 de diciembre de 2008

La hora del perdón

-Hola Luis ¿Fuiste a la oficina?
-Hace tres semanas que no voy, ya sabés. Hoy me sentía un poco mejor.
-Últimamente salís poco...
-Fui a ver a Oscar Kraft.
-Ah... ¿Cuanto tiempo pasó de aquello? ¿Diez, doce años?
-Si, doce, más o menos.
-¿Cómo te recibió? ¿Te trató bien?
-Me hizo esperar cuarenta y cinco minutos. La secretaria dijo que estaba ocupado.
-Podría haberte hecho pasar antes.
-María, tal vez estaba ocupado en serio. Además no todo el mundo tiene por qué saber que tengo cáncer y que me estoy muriendo. Me hubiera gustado incluso que siendo mi mujer nunca te enteraras.
-Voy a hacer de cuenta que no oí eso Luis.
-Lo que pasó cuando trabajaba con él fue por mi culpa.
-No todo. Pero ¿Para qué fuiste?
-Para pedirle perdón.
-Ese impulso tuyo de querer arreglar cuentas con todos ahora…
-Si, siento que tengo que hacerlo. Tal vez sea algo egoísta porque nace a partir de una necesidad mía y no demasiado por lo que pueda haberle pasado al otro.
-Si vas a pedir perdón, no creo te exijan mucho más que las palabras…
- No te burles, es en serio. Por ahí se sintió afectado de alguna manera.
-No me burlo. No creo que le haya importado mucho. Se habrá olvidado pronto después de que renunciaste. El tipo era bastante duro.
-Eso parecía pero sé que no era así. Una vez me dijo… Nada, no importa.
-¿Qué te dijo?
- No tiene importancia.
- Bueno, si empezaste a contarlo, terminá de hacerlo, por favor.
-Me dijo, con esa forma medio solemne que tenía para hablar “Yo a usted lo quiero”.
-Uh. Te iba a hacer la broma respecto a las preferencias del tipo, pero mejor no.
-Mejor no. Te acordás que en ese entonces yo recién estaba empezando en aquella empresa y pensaba que el cargo de gerente me quedaba grande. Acabábamos de resolver un asunto bastante delicado y en uno de los pasillos de la fábrica mientras caminábamos él me dijo eso y después, supongo que para no sentirse incómodo, comentó algo así como que era bueno que el gerente general y el de un área se llevaran bien. Fue raro porque siempre nos tratamos así, de usted.
-¿Y qué le dijiste?
-Nada. Entendí bien lo que significaba eso y no lo iba a arruinar con algún chiste fácil.
-No lo ibas a arruinar porque en ese momento el tipo era como tu viejo.
-Habíamos quedado en que yo me casaba con vos pero no con tu parte de psicóloga ¿No? Pero ahora da igual. El asunto es que después empecé a exigirle cosas que él no tenía que por qué hacer. No por mi causa, por lo menos. ¿A mi qué me importaba que el tipo que hiciera negocios raros con uno del Directorio o que anduviera con la secretaria? Todavía me acuerdo de la foto que él tenía en el escritorio con los tres hijos. En realidad lo de los negocios nunca lo supe con certeza… y además no era cierto.
-¿Cómo que no era cierto? ¿Cómo lo sabés?
-Porque me lo acaba de decir. Los negocios los hacía el Director y él lo ayudaba con los contactos. Pensaba tener un respaldo si las cosas se ponían difíciles.
-¿Te lo dijo él? Fue una especie de confesión. Vaya… Bueno el respaldo no le sirvió, el también se tuvo que ir de allí.
-Creo que lo hizo para que quedara claro que yo estaba equivocado, nada más. -Tal vez. Lo de reprocharle el asunto de la secretaria, ya ves, no estuvo tan mal. Cuando la mujer se enteró no le hizo ninguna gracia. Me la encontré hace unos días, esta sola, según me dijo.
-Pero no era la manera, María. Al fin y al cabo yo no era nadie. Oportunidades para decirle las cosas de otra forma no faltaban. El me contaba mucho. Lo que pasa es que yo era joven o más bien, más inmaduro que ahora.
-Lo decís como si tuvieras setenta años y tenés treinta y ocho. Tiene sentido querer que los padres, reales o no, sean mejores. Vos querías que él fuese mejor.
-Puede ser… pero yo también podría haber sido mejor. Metí la pata muchas veces.
-Ahora me vas a decir que vos y la secretaria esa…
-No.
-Ah.
-Y si hubiera pasado no te lo hubiera contado. Para qué. Pero ese no es el punto. Quise arreglar algo y por eso fui a verlo.
- Yo a vos no tengo nada que reprocharte. Creo que lo sabés.
-Mmm... Una vez me limpié las manos con grasa del auto en las toallas de hilo del baño chiquito.
- Si, ya lo sabía. Las tiré. Las manchas no salieron.
-Nunca me dijiste nada.
-¿Para qué? Recuerdo bien todo lo que había pasado ese día. No te iba a agregar más problemas por unas toallas, por muy bonitas que fueran.
-Gracias mi amor.
-De nada. Bueno y cómo siguió lo de Kraft.
-Después de contarme lo de los negocios de los directores, se levantó a acompañarme a la puerta. Se lo veía cómo abatido o abrumado. No entendí bien.
-¿Pero que te contestó cuando le pediste perdón?
-Que tenía que seguir trabajando. Se levantó y me acompañó a la puerta.

Ella rememoró toda aquella conversación de hacía tres semanas mientras trataba asimilar lo que le había dicho Oscar Kraft allí, en el entierro de Luis.

-La última vez que vino a verme no me animé a decirle que le agradecía muchas cosas que había hecho por mí, María. A pesar de los problemas yo… lo… apreciaba. A la semana de su visita fui a pedirle perdón a mi mujer y… bueno ahora decidimos vernos seguido. Quien sabe.
- Se lo ve muy bien Oscar. Gracias por venir
-No gracias a él. No sabía que estaba enfermo, no me lo dijo… No dejes de llamarme si necesitás algo. Lo que sea.
-Gracias.

Mientras un montón de imágenes y sentimientos encontrados la aturdían, María pensó que Luis no se había equivocado.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Escape

-¿Y que le vas a decir a Darío? -dijo Irene mientras terminaba de zurcir un pantaloncito azul gastado y remendado muchas veces en el mismo lugar.
-No sé, no me preguntes. –fue la respuesta de Rubén, apartando la cara y apretando los puños como dos mazas, sin darse cuenta.
-Deberías haber pensado antes de… hacer eso que hiciste –dijo la mujer como en un reproche inusual en ella.
-Tendría que haber pensado muchas cosas antes de hacerlas –respondió él mirándola esta vez a los ojos de una manera casi salvaje y con un sentido inequívoco.
-Ella acusó el golpe pero sin moverse siguió dando puntadas a la tela. No pudo evitar, lo habría intentado de haber sido posible, que se le escaparan dos lágrimas, que finalmente apartó como queriendo que desaparecieran y que él no notara.
-Soy un animal –pensó Rubén- Cómo le voy a hacer creer que me arrepiento de estar con ella.
La única persona que en su vida lo había acompañado en las buenas y en las muchas malas estaba allí sentada, llorando.
Irene nunca le había gritado, ni lo había acusado de nada, ni le había dicho que era torpe como otras, simplemente lo había querido así como era. La única que podía serenar su furia contenida con un silencio o que entendía sin que él explicara nada.
Finalmente le dijo, parándose a mirar por la ventana hacia la calle mal iluminada –No me hagas caso. Sabés cómo soy– Nunca le había pedido perdón a nadie. Esa era la manera más parecida que tenía de hacerlo.
La mujer lo miró allí parado. A pesar de que le había dolido lo que había dicho, sabía que la quería. Eso había sido solo una demostración de que estaba nervioso y que lo que venía era terrible para él, para todos. La figura de su espalda enorme, recortada por la luz de mercurio de afuera, le devolvía la imagen de un hombre casi derrotado.
Antes le había dicho que se bañara y se afeitara para dar mejor impresión. Además le había planchado la única camisa decente que le quedaba. Una celeste lisa que ella le había comprado.
En ese momento se preguntó por qué lo quería. Y allí frente a ese hombre no demasiado alto, pero muy fuerte, se daba cuenta que junto a él tenía una indescriptible sensación de protección y seguridad, desde la primera vez que lo había visto, cómo si nada pudiera pasarle estando a su lado.
Siempre se había asombrado al ver esas manos enormes tocarla, cuando sabía que podían herir y hasta matar… y acaso lo habían hecho. Tal vez lo que los otros temían de él fuera lo que ella más quería ¿Estaría loca por eso?
Pero todo se iba a acabar en media hora o menos. Se quedaría sola, sola con su hijo de cinco años. Sola… sola…
Empezó a temblar y tomó conciencia de que su mano fría había pinchado con la aguja a la otra. Una gota roja y pequeña comenzaba a crecer allí. No fue consciente del quejido que dejó escapar pero él si.
Rubén se acercó y al ver la sangre, a pesar de la mortecina luz que dejaba ver la mesa vacía, le tomó la mano, y puso la pequeña herida en su boca.
Ella casi podría decir que la había curado de muchas maneras porque esa sensación de protección volvió a ella casi de inmediato. Y le pidió que la abrazara pero deliberadamente no le quiso decir “por última vez”.
El tiempo pasaba y él era consciente de eso.
Rubén le besó la frente hasta que le dijo –Traélo a Darío.
-Ella no dijo nada y fue a buscar al chico.
El se arrodilló para estar a la altura de su hijo.
-Papá ¿Te vas a ir?
-Si.
-¿Cuándo vas a volver? Los chicos de la escuela dicen que vas a ir a la cárcel porque sos malo.
Nunca se había considerado a si mismo de ese modo. Había aprendido desde chico, de quien lo había criado, que la gente mala era la que hacía cosas malas y ahora, de boca de su hijo, se veía como un mal hombre. Tal vez si se hubiera dado cuenta antes de robar aquella primera ferretería o de matar al guardia… Hubiera querido que nada de eso hubiera pasado pero era tarde y ahora había hecho lo que creía mejor para ellos dos. Quería que estuvieran bien y además apartarlos de él para no hacerles daño. No, no encontró nada en su vida que le interesara, salvo esas personas que estaban allí.
-Darío, solo quiero que recuerdes una cosa. No importa lo que te hayan dicho ni lo que te digan. Tenés que saber que te quiero -y lo abrazó. El abrazo fue tan fuerte que casi podría haberle hecho daño. Pero ni él ni su hijo fueron conscientes de eso.
-Papá, yo también te quiero mucho y te voy a esperar para siempre.
Rubén escuchó aquellas palabras como si fueran una pequeña esperanza y en cierto modo una forma de escape, distinto a los otros que había vivido.
Le hizo a Irene una seña para que se lo llevara, como habían quedado, a casa de una vecina. La policía llegaría en cualquier momento. El la había llamado para entregarse y no quería que Darío viera todo.
Al ponerse de pie, respiró profundamente. Lo que había decidido hacer era duro, tal vez jamás regresaría. Pero ahora tenía fuerzas para enfrentarlo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Dejar el mar

Apoyado en la baranda de popa de aquel buque, veía como se alejaban la estela espumosa y el sol hacia la ciudad que había dejado ya por cuarta o quinta vez. Liverpool no era tan atractiva, como la mujer que había conocido allí.
El día anterior a embarcar, todo había girado en torno a una foto que Bridget, una inglesa de ojos verdes y tal vez algo rolliza para los cánones rioplatenses, había querido darle y que había rechazado. La imagen la mostraba en la puerta de la tabaquería de sus padres. El castaño de su pelo parecía pelirrojo al ser atravesado por el sol esquivo de aquella ciudad.
Había rechazado la foto con el argumento de que no le gustaban. Cada vez que miraba una no percibía la alegría, el frío, ni la pena tal vez oculta tras una cara aparentemente apacible. Lo que ocurría realmente en el momento exacto en que la película capturaba esos fortuitos rayos de luz, decía él, no estaba presente.
Sin creerle del todo, ella había buscado en los bolsillos interiores del gabán que llevaba puesto como ahora, para ver si en llevaba la foto de algún familiar o de otra mujer y desmentir aquella idea. El recordaba incluso la sensación de plácida desnudez que le había producido que lo palpara, allí sentados como estaban en un Pub con poca luz y olor a humo de cigarrillos baratos.
Su cara barbada había sonreído por la cálida proximidad que ella le había provocado con esa espontánea revisión, pero enseguida apartó una idea de su mente.
Toda esa charla respecto de las fotos había sido una excusa. Poseer esa imagen era recordarla más de lo que estaba dispuesto a aceptar hasta ese momento.
Ya tenía treinta y cinco años y sabía que había llegado el tiempo de establecerse en algún lado. Ser marino mercante pasando tres meses en Buenos Aires y el resto del año vaya a saber dónde, había contribuido a que no tuviera prácticamente a nadie que lo esperara de la manera que ahora echaba en falta, aunque a veces lo negara.
Había prometido amores, regalado anillos, incluso una vez había elegido iglesia en varios puertos. Por supuesto que nada se había concretado.
Por eso había tenido que abandonar la ruta del Mediterráneo y pasarse a la del Atlántico Norte y ahí es cuando apareció Bridget.
En un principio, trato de evitar los bares del puerto para no repetir historias, pero a ella la había conocido comprando tabaco en un negocio de King Street.
El viento transversal que había empezado a soplar, hacía que el barco se moviera un poco, como arrastrándose pesadamente sobre el mar indeterminadamente grisáceo.
Nunca se habían prometido nada. Pero ella siempre parecía haberlo esperado al volver su barco a puerto. Por eso el rechazo de aquella foto de una inglesa de ojos verdes, que quería una casa e hijos.
Ya no quería estar solo. Dejaría el mar. Abrochó su gabán y subió el cuello que se confundió con la barba.
Si se lo propusiera, probablemente Bridget vendría con él a Buenos Aires. El aceptaría aquel empleo en la Naviera y buscaría algún lugar más grande para vivir.
¿Pero en qué estaba pensando? Había evitado la foto para no recordarla y ahora la estaba evocando casi involuntariamente.
El viento sopló más fuerte, las manos comenzaron a enfriársele y las introdujo en los bolsillos del abrigo. La derecha tocó algo y lo sacó. Era una postal de Liverpool, de King Street, que reproducía una pintura al estilo de los artistas parisinos de Montmartre. La miró con detenimiento. La dio vuelta. Estaba fechada el 6 de septiembre de 1962, el día en que se habían despedido en el muelle. Tenía escrita una breve frase con letra de ella y decía “Para que no te olvides de Liverpool”.
Miró al horizonte y al cielo sobre él, donde ya habían comenzado a asomarse algunas estrellas pálidas.
Finalmente, pensó en que ya no podía hacer otros planes.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La gloria y la niebla

El auto avanzaba a buena velocidad por la cabecera del puente. El cartel indicador señalaba que del otro lado se encontraría con “Marin County” y pensó que, en cualquier caso, habría valido la pena cruzar el famoso puente y ver el paisaje desde allí. Al llegar a la mitad de esa estructura roja, el transito comenzó a hacerse menos fluido, hasta que unos metros más adelante se detuvo por completo. Bueno -pensó Julio-, eso le permitiría mirar hacia la bahía y al paisaje circundante con más detenimiento.
Estaba cansado, el profesor del San Francisco Opera se había apiadado de él y le había prestado su auto para que tomara la tarde libre. Lo del puente parecía una buena idea pero… algo pasaba porque la gente se estaba bajando de los coches. Miró a los lados y casi todos los conductores hablaban por sus teléfonos móviles.
Mientras observaba esa escena, vio que en el carril de al lado estaba, atrapado allí igual que él, a José Loria, el tenor argentino famoso en el mundo y que presentaba una temporada en el mismo teatro en donde él tenía su beca de perfeccionamiento. Se lo veía hablar con cierta vehemencia por el celular, mientras bajaba del auto. Pensó que podría ser una oportunidad para conocerlo y también descendió del suyo.
Cuando Loria cortó la comunicación, él se acercó y tendiéndole la mano le dijo -Loria, soy Julio Rocha. Mucho gusto.
-Ah, otro argentino atascado en el puente. Bueno, hablar con un compatriota puede ser algo gratificante mientras esperamos la hora que probablemente estemos aquí.
-¿Hora?
-Eso parece. Un camión de combustible volcó en el otro extremo y tienen que quitarlo, además de lo que se derramó. La verdad es que no tengo apuro. Salí a despejarme un poco del ensayo y no quería volver al hotel.
-Yo también salí del teatro para airearme. Elegimos el mismo camino, parece.
-¿Usted estaba en mi teatro también? –Lo de mi teatro sonó como su fuera realmente suyo.
-Si, también canto. Su mismo registro, estoy en la beca del SFO –dijo Julio, pronunciando las siglas a la usanza norteamericana.
-Esa beca tiene muchos postulantes y debió haber pasado pruebas duras… pero yo a usted lo escuche el año pasado… en el Colón. Si… Buena interpretación si, muy buena, la recuerdo.
-Gracias. Fue la primera vez que canté Tristán e Isolda en público. Tal vez no fuera tan buena…
-Si claro que estaba allí, me gusta la opera ¿A usted no? -dijo con ironía y una sonrisa- Además amigo, la falsa modestia no ayuda en este negocio.
Julio recordó la fama de divo que tenía aquel hombre que había cantado en todo el mundo y solo le dijo -Excelente su Turandot.
-Gracias, gracias. Me gusta mucho Turandot –miró al mar con los ojos brillosos y dijo, -en realidad me gusta mucho cantar.
Julio no entendió el comentario. Es algo que daba por supuesto, como a él, también le gustaba mucho cantar, y dijo -Si claro - por única respuesta.
-Nadie entiende lo que es estar arriba del escenario y recibir lo que da el público.
-Bueno, a mi no me han dado mucho aún.
-Todavía tiene suerte entonces. Ya verá lo que significa. Es como un vicio y glorioso a la vez.
-Creo que entiendo lo que dice. Alguna vez me vi frente al escenario como un mendigo de aplausos.
-Exactamente. Somos como huérfanos que en vez de pedir un plato de comida rogamos por un aplauso. Todas las horas de ensayo, viajes y fatigas no son nada al lado de un solo aplauso.
-Lo he visto casi respirar esos aplausos…
-Si, es verdad. Son como el aire para mis pulmones pero lo que en parte lo opaca y no me deja disfrutarlo es que… -se interrumpió de golpe y dijo- Mire, ¿Ve aquellas nubes bajas de allá? El cielo está radiante pero por más lejos que parezcan estar, en unos minutos nos envolverán. La niebla de aquí se presenta de repente y lo cubre todo.
A Julio le pareció que el hombre exageraba porque lo que parecían unas nubes estaban bastante lejos como para llegar tan pronto. Lo tomó como una excentricidad de aquel hombre.
-Me estaba diciendo que no puede disfrutar totalmente de lo que hace. Nadie diría eso al verlo. Antes de venir aquí, con mi mujer veíamos unos videos suyos y comentábamos que…
-Su mujer ¿Lo entiende a usted? Es decir, ¿Ella tolera la competencia del premio en el escenario y vivir como vivimos?
-Julio pensó brevemente y le dijo –Si creo que si, tal vez porque ella es artista también. Sufre en parte los sacrificios. Ahora se quedó sola en Buenos Aires, por ejemplo.
-Yo nunca lo logre…Nadie comprende a los artistas, tal vez otros artistas, si. Pero en realidad no somos capaces de comprender lo más profundo del otro. Nacemos con una especie de defecto congénito. Esa extraña sensación placentera e inimitable que produce el aplauso solo puede entenderla el que la recibe. Esos aplausos no nos los dan. En realidad los robamos.
-Siempre supuse que ella lo entendería, lo que no sé es si el de Arriba comprenderá ese afán de aplausos que tenemos, a veces parece malsano…
-¿Dios? Él es el causante, nos hizo así. Una especie de drogadependientes que no podemos vivir sin la gloria de la ovación que apenas comienza y ya se acaba. Y mientras más cantamos más la queremos. Supongo que Él me quiere así, como a un enfermo incurable. De alguna manera estamos solos con esto. Lo que nos falta nos hace buscar la aprobación de los demás, como un anhelo que nunca se apaga.
Julio vio como la niebla de la que le había hablado Loria comenzaba a ocultar la luz y en pocos segundos los envolvió como si estuviera anocheciendo.
-No quiero estar solo- dijo Julio como para si mismo.
-Yo tampoco quería. No encontré ninguna que me quisiera así… un vicioso de la gloria –dijo como burlándose de si mismo.
El hombre vio el efecto que sus palabras habían causado en su joven colega y le dijo –No, a usted no le va a pasar. Se esforzará. Supongo que también tendrá que intentar comprender lo que hace su mujer ¿Ella canta?
-No. Pinta y muy bien. Es verdad, nunca me pregunté que le pasaba a ella cuando exponía, voy a tener que empezar a considerarlo. Qué egoísta soy…
Las luces del puente se encendieron y el aire borroso comenzaba a mojarlos. La gente volvía a sus autos y encendía los faros. Se sentía el frío húmedo a pesar de que había cesado el viento.
-Mire, adelante ya se mueven los coches -dijo Loria- Supongo que debemos irnos.
-Fue un honor haberlo conocido, voy a ir a verlo uno de estos días.
-Le mando entradas para la platea. Pase algún día entre ensayo y ensayo.
-Le tomo la palabra.
Los dos se dieron la mano como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo y emprendieron la marcha a sus coches.
Mientras conducía en la niebla el cantante famoso y maduro que había estado muchas veces en esa ciudad y en muchas otras, pensó cómo nunca antes que en algún lugar debía existir otra oportunidad para él.

martes, 16 de septiembre de 2008

Magia

La primera vez que tomé píldoras mágicas tenía cinco años. Siempre creí que mi padre las preparaba en secreto. Como era el único farmacéutico del pueblo, la gente lo saludaba por la calle con mucho respeto. “Adiós, don Oscar” y yo pensaba que si supieran lo que hacía en el laboratorio, lo hubieran tratado como si fuera un sabio o una especie de genio.
Como les decía, tenía cinco años cuando tomé la primera de aquellas píldoras. Me había peleado con Anita, mi hermana un año menor. A ella su madrina le había regalado un triciclo y yo quería usarlo. En realidad hubiera preferido una bicicleta. Lo cierto es que el mismo día del regalo, la empuje para usarlo y se cayó, pero no se lastimó. Luego del llanto de ella y la intervención de mi madre, papá nos llevó a los dos al temido Tribunal.
El Tribunal era el escritorio de papá quien se sentaba en su lugar con el acusado enfrente, de manera que uno lo veía más alto, como si fuera enorme y poderoso.
Más atrás se ubicaba el acusador, en este caso acusadora, mi hermana.
Ella contó su parte y yo traté de defenderme solo pero no pude. Atiné decir “Sr. Juez, no me pude contener”. Dada mi confesión, el juez dictó sentencia como en las películas de la televisión, golpeando una antigua llave de hierro muy grande que tenía sobre la carpeta de papeles, como si fuera el martillo de madera. Me aplicó la pena principal que consistió en pedirle perdón a mi hermana “pero de corazón”, lo que así hice y otra accesoria, convenida con la parte acusadora, que consistía en “jugar con ella y cuidarla” toda la tarde. Creo que ya les había dicho que yo era más grande, pero esa parte del castigo realmente me resultaba muy pesada.
Pedí hablar con el juez pero a solas y me fue concedido. Esperamos a que mi hermana se fuera cerrando la puerta, lo que hizo con dificultad. Mi padre la miró de ese modo que nunca voy a olvidar, porque también lo hizo muchas veces conmigo. Esa forma tan de él, tan de papá de mirarnos.
Luego se sentó a mi lado, dispuesto a escuchar.
-No voy a poder, Anita habla y yo no le entiendo y vienen esas otras chicas vecinas y me dicen cosas y gritan. No voy a poder, me voy a escapar.
-La sentencia no se puede cambiar, en eso habíamos quedado- dijo con pretendido rigor.
-¿Vos querés cumplir o simplemente pensás que no vas a poder?
-Yo quiero cumplir papá…
-Mmm… bien, eso es lo que cuenta.
-Pero creo que no voy a poder…
Mi padre se levantó y entró al laboratorio detrás de la farmacia, lugar que siempre estaba cerrado y al que teníamos prohibido entrar mis hermanos y yo. Vaya uno a saber que cosas extrañas sucedían allí dentro, pero nunca entré, se los juro. Bueno, cuando fui grande si.
Al cabo de un rato volvió con un frasco de vidrio marrón en la mano.
-¿Sabés que son éstas? -Preguntó con un tono misterioso que aún recuerdo. Moví la cabeza negando saber cuál podría ser el contenido de aquel frasco.
Sacó de allí unas grageas rojas -Son píldoras mágicas- dijo y agregó -En el caso en que quieras hacer algo bueno y creas que no vas a poder, te pueden ayudar. Se quedó como esperando mi respuesta. Me dí cuenta que tenía que decidir solo.
Tuve mis dudas, pero al final asentí. El no me iba a dar algo que me hiciera mal.
-Tomá una sola. No la mastiques, tenés que tragarla entera –y me acercó un vaso de agua mientras yo miraba de reojo la puerta cerrada del laboratorio.
Solo sé que le pregunté -¿Por qué es roja?
-El rojo es el color de lo posible -dijo.
No entendí, pero tampoco le pregunté nada más. Por fin la tomé.
Me pareció que al principio no pasaba nada.
Mi padre me preguntó -¿Sentís algún efecto?
Yo dudé, pero pensando en lo que habíamos hablado y ante la mirada sonriente de él, le dije que me parecía que iba a poder hacer lo de mi hermana. Y así fue, pasé la tarde cumpliendo el castigo. Recuerdo lo que ella le dijo a papá después: “Marito parecía un señor grande. Se portó muy bien”. Esa noche traté de descubrir en qué consistía la magia de la pastilla roja pero al final me dormí.
Otras veces también apareció la pastilla, una cuando me dio vergüenza actuar disfrazado de soldado de la independencia para un acto del colegio. Otra, cuando no quise hacer los deberes “una hora sin levantarme de la silla” y otras que ya no me acuerdo. Siempre funcionaron, parecían infalibles.
Papá me decía que la receta era secreta y que solo funcionaba conmigo. Javier, mi hermano más grande, me dijo una vez que si quería hacer alguna cosa mala y no me animaba, también podía tomar la pastilla y eso me dio miedo. A veces tuve dudas, pero no dije nada. Siempre confié en papá.
Poco tiempo después le dije que ya no quería tomar más de esas pastillas y a él no pareció molestarle, solo dijo, con una expresión que no entendí, como si mirara más allá de mi “Bien, entonces desaparecerán para siempre”. Y desde ese día nunca más las vi.

Años después lo recordábamos: -Papá, no sabés cuánto extraño aquellas pastillas mágicas ¿Te acordás? No sé si tomar un crédito o esperar a cobrar esos honorarios que nunca me terminan de pagar.
-Me había olvidado de aquellas pastillas de chocolate.
-¡De chocolate! Nunca me lo habías dicho. Ah, por eso no podía morderlas.
-¿Acaso no las habrías tomado si hubieras sabido lo qué eran?
-Siempre me pregunté cómo se te ocurrió esa historia.
-Era solo un pequeño empujón que necesitabas.

Lo que mi padre nunca supo, ahora que ya no está y que también tengo hijos, es que sigo pensando que esas pastillas, eran verdaderamente mágicas.

martes, 9 de septiembre de 2008

Alma y pasión

Suficiente. No está mal, tiene la entonación necesaria y el timbre nasal es adecuado. Obviamente la técnica es mejorable y por eso obviamente estás aquí. Le sobra fuerza pero, falta algo -dijo el profesor, escudriñando los ojos de Julio que sintió vergüenza por ese sondeo inconsulto.
Aquello que supuestamente le faltaba, cualquier cosa que fuera, podía hacer que ese hombre, un maestro de canto de renombre, no lo aceptara como alumno. Sabía que tenía pocos y esa audición era una especie de prueba de admisión.
-Por favor empiece otra vez– dijo, y se preparó a acompañarlo nuevamente con el piano, colocándose los anteojos, tratando de enfocar la partitura. Él comenzó a cantar.

Lejana tierra mía bajo tu cielo, bajo tu cielo, quiero morirme un día con tu consuelo, con tu consuelo. Y oír el canto de oro de tus campanas que siempre añoro; no sé si al contemplarte, al regresar… sabré reír o llorar...”

El maestro dejó de tocar antes de comenzar la estrofa siguiente, había entornado los ojos en una mezcla de curiosidad y una vaga satisfacción pero dijo -Zorzalito. Así lo llaman a usted… Julio ¿Verdad?
-Si… Pero nunca quise que me compararan con…
-¿Qué cree que pensaba ese hombre cuando cantaba esto? ¿Conoce usted los orígenes de Le Pera, autor de la letra? -además agregó- ¿Y los de usted?
Le había dicho “ese hombre” a Gardel. Que le faltaba pasión además. Nunca había pensado en eso ni se lo habían dicho. No sabía si lamentarse por una cosa, la otra o por ambas.
El maestro hablaba pausado, como midiendo las reacciones de su interlocutor -Dígame, por ejemplo ¿Qué pasaba por su mente cuando cantaba?
-Eh… La dicción y en el efecto del cambio de la ene por la erre…
-Tonterías. ¿Usted quiere cantar de verdad o se conforma con ser un intérprete?
-La dicción en el caso de esta canción creo que es importante.
-¿Solamente eso ve como importante? –dijo levantándose del taburete y rodeando el piano. Entornó el postigo de uno de los enormes ventanales del antiguo departamento estilo francés de principios del siglo veinte que daban al Parque Lezama, en esa tarde que comenzaba a irse entre las copas de los árboles de aquel lugar de Buenos Aires. La gran sala de estar llena de libros, se asemejaba a un lugar dedicado a la música, al canto. El piano de media cola ocupaba el centro del recinto, como si fuera un altar en donde evidentemente el profesor ocupaba un rango sacerdotal. El sol amarillo ya no partía en dos el piano como hasta hacía unos momentos.
El maestro tomó un diapasón de alguno de los incontables estantes. El sonido del instrumento tal vez fuera el de un La sostenido. -Si, probablemente- pensó Julio.
-¿Qué escucha usted? Además del La sostenido, claro- dijo el profesor.
Pensó en qué responder, tratando de encontrar algo más en esa nota metálica que aún resonaba en su cabeza con un sonido hueco, sin alma…
-No puedo escuchar nada más…- dijo, luego de meditarlo unos segundos.
-Exacto. No hay nada más y así parece oírse de lo que canta usted. Pero supongo que sabe distinguir entre esa nota y la canción que acaba de interpretar.
El hombre pareció ir levantando la voz -¡Es una canción sobre inmigrantes! ¡Desarraigo, pena, soledad!, ¡No se puede interpretar “Lejana tierra mía” como si lo estuviera haciendo mientras se afeita!
Usted tiene apellido gallego ¿No ha escuchado historias familiares? ¿Nada?
-Mis abuelos eran de Pontevedra. Si, recuerdo algunas cosas, pero él ya murió y mi abuela con Alzheimer no…
-A él le interesaría que usted recordara algo de lo que le contó y a ella en este momento le importará poco lo que usted haga. Me voy a buscar algo de café. Todo esto me da sueño. Por cierto, no le ofrezco, podría perjudicar aún más lo que canta.
Ese tipo era verdaderamente un cabrón. No mostró el más mínimo sentido de respeto hacia los abuelos. Julio pensó que la gente que enseñaba música tendría una cierta…
-Ah, cuando vuelva vamos a probar por última vez, como para que no se vaya de aquí pensando que soy un cabrón o algo así.
-Y además lee la mente. Si, es un cabrón y debería irme ya mismo.
El profesor se tardó más de la cuenta en preparar su café. Apareció como diez minutos después. Diez largos minutos.
Julio se había asomado a la ventana mirando el horizonte, pero pudo ver más allá también.
-Quiere probar otra vez o lo dejamos para otro día, dijo el maestro con un jarro de café humeante en las manos. Tardé porque mi mujer hace el café como si ella lo hubiera inventado y se toma su tiempo.
-Por favor, empiece por la segunda estrofa –dijo Julio con mucha calma. El profesor oyó con atención.

Silencio de mi aldea que sólo quiebra la serenata de un ardiente Romeo bajo una dulce luna de plata. En un balcón florido se oye el murmullo de un juramento que la brisa llevó con el rumor… de otras cuitas de amor…”

El maestro dejó de tocar y cerró la tapa del piano. Se quedó mirándolo, parecía sonriente y con la mirada luminosa, como si esperara una respuesta. Al ver que no obtenía lo que esperaba dijo
-¿Bueno dónde está?
-¿Qué cosa?
- La inspiración hombre. ¿Cuál fue?
-Rías Baixas, Pontevedra.
-Ah. Los abuelos.
-Si.
-Alma. Pasión. Eso le faltaba y lo tiene. Puede volver la semana que viene.

Nota: La canción de Gardel y Le Pera “Lejana tierra mía” la pueden ver y escuchar aquí. Vale la pena, para los que les guste Gardel.

martes, 2 de septiembre de 2008

Treinta escalones

Ninguno de sus amigos estaba con él en ese momento. Era raro, porque en el club estaban siempre jugando a algo o planeando cosas, siempre en grupo.
Aprovechó ese momento, se abrió camino y fue hasta la mole, hacia el trampolín.
Comenzó, abriéndose paso entre gente, a subir uno a uno, los peldaños que llevaban a la parte más alta del trampolín de aquel natatorio olímpico.
La plataforma más alta estaba a diez metros, en la cúspide de un arco que ocupaba el ancho de uno de los lados más estrechos del espejo de agua, con otros cuatro trampolines ubicados a diferentes alturas. El de arriba de todo se utilizaba a menudo para competencias de saltos ornamentales. Llegó al punto intermedio, desde donde ya se había tirado varias veces y miró hacia arriba, al de los diez metros, advirtiendo la mezcla de viva excitación y ansiedad. Siguió subiendo, dos, tres, cuatro escalones y los que le faltaban para llegar a lo alto, como si se tratara de un rito iniciático y necesario. Casi todos sus amigos ya lo habían pasado, incluso Pablo, que había salido primero en el concurso de saltos. Había que verlo a sus trece años dar esas volteretas imposibles en el aire para luego caer limpiamente como una flecha en el agua. Y también escuchar los aplausos que recibía del público, de él y del resto de sus amigos.
Había contado los escalones, eran treinta, y los últimos le parecieron inusualmente altos. Pero no subió los dos finales y se quedó allí, como tratando de evitar el momento en que tendría que decidirse a saltar, porque en realidad, todavía no lo había hecho.
Tenía que seguir. Llegó hasta la plataforma. Desde allí el viento y el sol parecían más reales que desde abajo. Podía ver al plácido e inacabable Río de la Plata que se perdía en el horizonte.
Desde donde estaba, hasta el comienzo del trampolín, había casi un metro y tenía que tomar carrera, pero no lo hizo, se acercó a la tabla tapizada en goma negra y se paró sobre ella. El panorama desde allí era intimidante. El agua parecía estar a más altura de la que indicaban las mediciones sabidas, mucho más, pero el sabía o quería creer que era el miedo quien decía que la distancia era insuperable.
Allá abajo, otros jugaban despreocupados. Una chica rubia con el pelo lacio atado hacia atrás, jugaba con una amiga mientras otras dos corrían y reían. Pero la gente parecía no haber notado su presencia allí arriba. El agua mirada desde esa altura, dejaba ver el azulejado fondo y las, desde allí, sinuosas líneas negras que marcaban los andariveles para las competencias, lo que acentuaba la sensación de lejanía. Tres metros de profundidad. Eso equivalía a trece metros de altura total. No, no. Él no iba a llegar al fondo. Qué tonto era. Pensó que tenía que hacerlo en ese momento. Retrocedió unos pasos para tomar carrera.
Pensó en el resultado, un premio inmaterial. No lo esperaban los aplausos como a Pablo al realizar sus saltos. -No pasa nada, cuando estés en el agua te vas a sentir muy bien y no como ahora. Muy bien. Habrás superado la prueba- Pensó. Esa prueba que, como otras, a la edad de doce años se presentaba como definitoria. Quería superarla. No veía la hora de llegar al agua y perderse entre las miles de burbujas transparentes que provocaría su caída bajo la superficie azul verdosa.
Amaba el agua. Desde chico había jugado en ella, aún en el mar. Su padre le había enseñado a nadar cuando tenía tres años. Recordó las risas de la barra de chicos y chicas. Los juegos, los amigos que venían, los que se iban. Los meses de sol que doraban sus pieles casi sin que se dieran cuenta, alrededor de esos trampolines, cada verano en el club.
Una gaviota se acercó planeando y pareció detenerse allí. El pájaro extendido, parecía estar suspendido en su planeo sobre el viento que lo sostenía, como colgado de misteriosos hilos, arriba del extremo del trampolín, recortando su blanca silueta en el luminoso azul del cielo. El graznido lo sorprendió y sonó como una advertencia agorera. El eco le llegó claro y directo. Aquel sonido lo sobresaltó. En ese momento sintió que no quería hacerlo y que le resultaba imposible seguir. Pensó en sus amigos que no estaban allí para alentarlo. Nunca les diría que no había podido, pero eso no importaría tanto. Dio otro paso atrás y finalmente giró y caminó a la escalera de cemento blanco, a la salida vergonzosa, para descender nuevamente a su realidad anterior.
De repente, un chispazo en su mente lo hizo darse vuelta y correr por la tabla hacia el agua.

martes, 26 de agosto de 2008

Ideas que vuelven.

Tenía la idea de escribir algo sobre este bendito asunto que viene recurrentemente a mi memoria pero inmediatamente me eché atrás porque ya había sido tema de la novela Equidistancias (con el número 10) que algunos de ustedes conocen. Volví a repasar otra vez lo escrito y constaté que bien podía ser un relato autónomo con el pequeño agregado de lo que está en cursiva para que se entendiera. Es que en realidad, lo que van a leer, fue una de las ideas que me movieron a escribir el conjunto completo. Recuerdo como daba vueltas en mi cabeza hasta que escuché el "click" que dio lugar a todo el resto.

El cochecito azul

Allí estaría sin duda.
No puedo recordarlo sin pensar en todo aquello, aunque ya no signifique lo mismo.
Lo deseé muchas noches y muchos días interminables.

Lejanas habían quedado las lágrimas por ese cochecito azul de colección, que tío Esteban, que el destino quiso darme como padre adoptivo, guardaba en la vitrina de su living del departamento de Belgrano.
Se lo había pedido. Había rogado, suplicado.
Si apenas hubiera podido tenerlo en mis manos por un instante, hubiera sido completamente feliz. Así lo creí.
Ese pequeño juguete fue dilatando mi deseo en un anhelo de posesión absoluta, ansioso y creciente.
Sabés que no habría podido robártelo. No hubiera sido lo mismo. Lo quería, pero deseaba además que vos me lo dieras.
¿Por qué nunca lo hiciste? ¿Por qué jamás quisiste prestármelo ni por un minuto siquiera?
Imaginaba que podías tener todos los modelos, colores y tamaños. Llegué hasta a pensar que, si querías, habrías tenido el original de cada uno.
Me diste otras cosas. Aviones a escala, barcos antiguos, trenes que serpeaban su vapor por incontables metros de vía y otros coches, muchos. Juguetes carísimos y a veces exóticos de Shangai, Singapur o Yokohama; de Alejandría, Trieste o Nápoles; Amberes, Liverpool o Hamburgo, adonde viajabas durante meses y nunca pude acompañarte.
Soñé con ése pequeño fuego azul. ¿Sabías que me despertaba llorando muchas noches?
¿Alguna vez supiste que otras tantas lo hacía preguntándome porqué no querías dármelo?
¿Sabías que me lastimabas y que esa herida se agrandaba cada vez más?
Creía, bien se ahora que eso no era cierto, que mi cariño por vos hubiera sido perfecto si me lo hubieras dado.
Mucho tiempo, tal vez eras, tuvieron que pasar para que me prohibiera hacerte esa pregunta hasta que aprendí a no decir ni pensar en el porqué.
Me engañaba tratando de convencerme de que jamás te iba a interrogar otra vez.
Allá a lo lejos quedó mi cara caliente y mojada mirando la vitrina. Con mis dedos tocaba el vidrio, apenas lo alcanzaba. Esos centímetros que me faltaban para llegar hasta él se convertían en distancias inimaginables. Desde allí presentí desiertos tormentosos, montañas oscuras y mares interminables, sucediéndose unos a otros. Siempre.
No hay cosa que haya dejado de hacer para que supieras que lo quería.
Tu cara imperturbable de gesto lejano me confundía.
Llegué a pensar en un castigo, que yo era para vos una carga indeseable, o tal vez en el odio. Pero me demostraste luego que estaba equivocado.
Imaginé también que me veías malo. No, no fue así.
Y después crecí. Otros lugares, otros amores se sucedieron, pero en el fondo, después de todos mis días, de los meses que separan las primaveras de los otoños, seguí recordando ese cochecito azul que todavía está en la vitrina de tu living del departamento de Belgrano.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El don

El arranque cada vez más frecuente del compresor de la heladera le señalaba el incesante subir de la temperatura en aquella tarde en que, como todos los sábados, reemplazaba a sus padres en el almacén de ramos generales de aquel pueblo a la vera del río Paraná.
A la hora de la siesta, no era mucha la gente que pasaba a comprar algo. Tal vez algunos chicos buscando helados nada más, por lo que tendría tiempo para dedicarse a terminar esa acuarela basada en un paraje del río que había comenzado hacía unos días.
Preparó los pinceles y fijó cuidadosamente la gruesa hoja pintada y adherida con alfileres al caballete improvisado pero no oyó llegar a Amanda, la madre de Ramiro.
-¡Ay, qué bonito José! –dijo casi sin mirar lo pintado la mujer- No sabía que tuvieras inquietudes artísticas. Tu mamá debe estar feliz –continuó hablando como si no necesitara respirar, mientras apoyaba tres botellas vacías de Coca Cola en el mostrador de grueso mármol blanco veteado.
-Eh…
-Claro, porque es algo como para enorgullecerse ¿Vas a ir a estudiar arte a Buenos Aires cuando termines el colegio a fin de año? Tenés que prepararte para el ingreso porque…
-Aquí tiene –le acercó las botellas llenas- Se lo anoto o…
-Si, si, anotalo -y siguió- ¡Qué suerte para tu mamá! Voy a hablar mañana con ella -dijo mientras se alejaba a través de la cortina de tiras de plástico multicolor.
A los pocos minutos sonó el teléfono -Hola ¿José? Si te falta pintura rosa, te podemos llevar porque seguro que estás pintando mujeres desnudas ¿No?
-Ramiro, dejate de joder, yo…
-Ja, ja, ja, ¡Lo tenías bien guardado! Artista. ¿Desde cuándo? ¡Ja, ja, ja! A la tarde paso con los chicos, ¡Ya vas a ver lo que te espera!
-Si, dale, nos vemos. Al cortar escuchó la sirena característica del carguero que transportaba autos por el río a una fábrica cercana. La forma de ese barco le recordaba a una heladera gigante… y a su vez que tenía que reponer bebidas en la suya antes de que… -¡Ya llegamos! ¡Queremos las bebidas frías ahora! …llegaran los chicos del club, al final del partido de fútbol. -Ya va, esperen.
-¿Esto qué es? Ah ya sé, un campo. No, no pero es marrón. Debe ser tierra nomás. ¿No vez que es una especie de planeta? Acá hay unos marcianos verdes. Yo creo que debe ser un plato de carne con verduras. Se ve como un hueso… -Y otro montón de comentarios de los chicos que miraban al caballete. No prestó atención sobre quién decía qué cosas.
Antes de que saliera el último, entró la mujer “Uy, lo que faltaba”- exclamó José ante lo inevitable. Era Jovita, su profesora de dibujo de los primeros años del colegio.
-Hola José ¿Cómo estás? ¡Ah! No sabía que pintabas. -Le dijo ella contemplando su paisaje ribereño casi terminado. Deslizaba sus ojos como si estuviera leyendo los matices y las formas, calculando dimensiones y profundidades – ¡Vaya! ¿Estás tomando clases con alguien? -Preguntó con una mezcla mal disimulada de celos y curiosidad.
-No, en realidad… es lo primero que pinto.
-Para ser tu trabajo inicial, está más que bien. Si… El color del cielo es casi perfecto. Y acá ¿Ves? –dijo señalando con los dedos índice y mayor un sector de la acuarela amarillo-verdoso -éste árbol y el reflejo del sol, están muy bien logrados. ¿No querrías tomar clases? Estaría dispuesta a dártelas a pesar de que ya casi no enseño. Tenés talento. Con un poco de técnica, tal vez… -dijo como para si misma- podrías tener posibilidades…Si….
-Profesora, no sé…
-Si te decidís, vení a verme, no desperdicies el don –pronunció “don” como si fuera una palabra mágica o secreta y siguió con algo que José en ese momento no entendió-. Mirá que esa luz no la recibe cualquiera. Cuando decide brillar, ofrece algo de lo cual a veces no somos sus destinatarios finales…
-Gracias -atinó a decir él sorprendido, mientras la mujer se iba con su compra de un cuarto kilo de azúcar morena. No esperaba semejante elogio, ni todo lo que su primera pintura expuesta, casi involuntariamente, había suscitado ese momento.
Hasta que llegó la hora. Las seis. Lo había estado esperando toda la tarde, en realidad todo el día y no mentiría si dijera que toda la semana. Las seis era la hora en que María pasaba cada sábado con su amiga Alicia. Y con la hora llegó ella
-Hola José ¿Cómo estás?
-Bien y vos. Eh… ¿Lo de siempre?
-Si, dijo ella sonriente, dos botellas.
Deliberadamente, él fue al extremo del mostrador pasando por delante del caballete para que ella lo viera. María era una pintora de verdad. Recordó que había ganado un premio municipal con una de sus acuarelas. El había estado toda la semana con aquello para intentar impresionarla porque no lograba que se interesase en él.
Alicia se adelantó a su amiga y dijo -María ¡Mirá lo que está pintando José!- Ahora se acercaba María.
Miró fijamente la pintura y él se quedó inmóvil esperando la más mínima reacción. Una mosca tal vez mareada por el calor, cruzó entre medio de ambos y su zumbido pareció amplificarse en el silencio de esa calurosa tarde pueblerina.
Los ojos de ella fueron desde aquel paisaje amarronado a los de él y dijo simplemente “No” y caminó al mostrador revolviendo en el bolsillo de su pantalón, buscando con qué pagar. Su cara se había vuelto inexpresiva o seria, José no lo podía distinguir pero recibió la ola calurosa del rubor en la cara.
Alicia no entendió nada de lo que sucedía y dijo nerviosamente -¿Viste María? ¡Qué bien esta representado el matiz del río! ¡Y el reflejo de la orilla se ve tan real!
José no escuchaba, limitándose a recibir el dinero que María le daba sin mirarlo. Ella salió. Alicia no sabía qué decir y se encogió de hombros antes de saludarlo con la mano en alto, mientras se iba detrás de su amiga.
Él se quedó mirando aquella acuarela. Había usado todo su tiempo libre de la semana en ella.
Después vinieron Ramiro y sus amigos y le tomaron el pelo, como era de esperar.

Unos días después, José decidió tomar clases con la profesora Jovita y al año siguiente se fue a Buenos Aires a estudiar Bellas Artes.
Pasado un tiempo, María recordaba que la maniobra de la acuarela había sido burda. Y el “No” que había pronunciado que quería decir: “Así tampoco te voy a hacer caso”.
Tuvo que reconocer que el esfuerzo la había conmovido ¡Una acuarela por ella!
Sabía, con su mirada de artista, que estaba muy bien pintada, y así lo seguía pensando cada vez que la veía allí, sobre la cabecera de la cama de ambos.

martes, 12 de agosto de 2008

Dos jirafas y un elefante.

En cuanto el auto se detuvo diez metros antes de la puerta del Banco de la Provincia de La Pampa, el hombre y la mujer bajaron de inmediato.
En el cinturón de él se notaba la cuarenta y cinco milímetros. En el de ella no.
El conductor permaneció en el auto y le dio un vistazo a su reloj. Las once y treinta y cinco. Lunes de mucho tránsito. Deberían haber elegido otro día. Los lunes eran los peores en ese pueblo habitualmente parsimonioso. Especialmente agitado parecía esa mañana soleada de primavera de 1968. La gente usaba el auto para hacer las compras o trámites, pudiendo caminar las, como máximo, dos cuadras, que los separaban de sus nada agitados destinos. Cuatro autos dando vueltas alrededor de la plaza. Era demasiado.
-Hola -saludó una chiquita rubia de no más de diez años, que lo vio allí sentado al volante, con un cigarrillo sin prender en la boca.
-Que tal preciosa, ¿Cómo estás? Ella tenía un vestido rosa pálido a cuadros. Los breteles con volados no dejaban ver sus hombros. Cargaba una bolsa pequeña, también rosa, como una cartera de mujer pero que parecía de juguete.
-Bien ¿También esperás a tu mamá que está en el banco?
-No, yo espero a mi novia -Revolvió en el bolsillo, tenía tres caramelos ácidos frutales, mezclados entre las balas sueltas.
-¿Querés un caramelo?
-Bueno, yo te puedo convidar con galletitas de las que hace mi mamá ¿Te gustan las galletitas con forma de animales?
-Si –le contestó, extendiendo la mano, no sin antes dejar el cigarrillo que había tenido en la boca, soltándolo arriba del asiento donde reposaba su escopeta Remington recortada.
Miró su reloj, Las once y treinta y ocho. La galleta con forma de jirafa estaba buena.
-¿Sabés que después de acá mi mamá me va a llevar a la plaza y vamos con monedas para la fuente de la fortuna?
-¡Ah! ¿Llevarías ésta por mí?
¡Si! Pero me tenés que contar un deseo, sino no vale…
Solo él entendió los tres disparos, deformados por la distancia y los vidrios del banco. Los dos primeros seguidos y el otro unos segundos después. Era la inconfundible marca de ella. El primero para inmovilizar, el segundo para derribar y el tercero para rematar.
-Si, mi deseo es que en el próximo pueblo encontremos el banco de la provincia abierto.
-Bueno, me voy a acordar.
-¿Me convidás otra galleta de animales?
-Solo me quedan dos jirafas y un elefante. ¿Te gustan los elefantes?
El miraba sorprendido la desenvoltura de esa chiquita, que bien podría pasar por hija suya -¿Si elijo el elefante, no te enojás?
-No, mi mamá me enseñó que siempre tengo que darle lo mejor al que me lo pide, pero a veces no me sale… Ahora por ejemplo.
-Bueno, entonces creo que quiero la jirafa. Las once y cuarenta –dijo en voz alta mirando nuevamente el reloj pulsera.
-¿Estás apurado? -lo interrogó ella.
-Si, ya me tengo que ir. ¿Sabías que sos muy simpática?
-Ahora si que te voy a dar la jirafa, me parece –dijo ella coqueta. Extendió la mano y le dio la galleta.
-Bueno, gracias, le respondió él de una manera naturalmente amable y agregó ¿Antes de irte, no me darías la mano?
-Claro –dijo ella. Él no pudo dejar de apreciar la calidez y suavidad de esa mano que contrastó con la tosquedad y rudeza de la suya. Y así se despidieron.
-Vio a la chiquita caminar los pasos que la separaban del banco, muy concentrada en desenvolver el caramelo ácido de naranja que le había dado. A mitad de camino se cruzó con el hombre y la mujer que salían de allí a paso vivo, ambos con el arma en la mano derecha y con abultadas bolsas en la otra, pero no se vieron.
Los dos subieron al auto. La mujer soltó las bolsas en el asiento de atrás, al lado del otro hombre que se había sentado allí con mirada bovina.
-Estamos en hora. Vamos al otro pueblo ¿Tuviste problemas? –dijo él arrancando el auto.
-Un guardia viejo pero inexperto. Nada de cuidado, ya no se va a equivocar nunca más.
-¿Cuánto nos llevamos esta vez?
-No sé, bastante. Ya lo contaremos.
En el camino ella notó que su novio lagrimeaba y le preguntó -¿Te pasa algo mi amor?
-No, nada. Es que mientras esperaba, una nenita ¡Qué linda era! Me dijo que iba a soltar una moneda en la fuente de la plaza pidiendo un deseo por mí. Le dije que quería encontrar el próximo banco abierto.
-Ay, que dulzura de chiquita.
-Si viste, me conmovió -le respondió él, secándose las lágrimas con la manga de la camisa mientras manejaba hasta el pueblo vecino, en donde iba a encontrar al banco provincial abierto.

jueves, 7 de agosto de 2008

El árbol de la vida

Colocó sus manos sobre el árbol y le resulto feliz la coincidencia de ver que las arrugas continuaban sobre la superficie de aquel tronco.
Había venido caminando despacio por el sendero desde la casa nueva hasta el roble que alguna vez había dado sombra a la casa ya inexistente.
Pocos día atrás habían removido lo que quedaba de ella: la vieja chimenea de piedra indiferente al incendio de hacía veinte años. Y si bien ya no estaba, él la veía y también a ella sosteniendo en sus brazos a alguno de los chicos, con el pelo recogido e iluminado por el sol que se colaba entre las ramas frondosas en el estío del ondulado sur de la provincia de Buenos Aires.
Los chicos había crecido y su mujer ya no estaba. Ahora desaparecería también el roble.
Su hijo mayor le había explicado que quitar todo eso había de mejorar los rindes del campo y no había querido decirle nada; ya no.
Le vino a la memoria que su padre había plantado ese árbol y construido la casa el mismo año en que él había nacido, alternando el esfuerzo de la obra con el duro trabajo de arar, sembrar y cosechar. Qué distinto era todo ahora.
Caminó sobre lo que había sido la sala de estar y vio el lugar donde ella siempre colocaba flores cerca de la ventana, ahora tapizado con las pequeñas corolas amarillas que crecían silvestres en el pasto no muy alto. Volvió a mirar al roble y también recordó a los chicos jugando con las bellotas. El vino y la alegría de verlos crecer al sol. Y el volar de las calandrias, los gorriones y sus nidos, un año tras otro. Y también, como algo muy vívido, el primer beso que le dio a ella, bajo ese árbol, mientras se protegían de la lluvia. Recordaba el aroma de la tierra mojada de esa sorpresiva lluvia primaveral.
No eran de pena las lágrimas que habían aparecido furtivamente sobre su cara curtida porque había vivido feliz, hasta que la enfermedad se la había arrebatado.
El tiempo sabe como arrancarle la memoria a uno, pensó y echó una última mirada a ese árbol, descubriéndose la cabeza y mirando a lo alto de la copa. No era justo. Tan viejo como él y tan fuerte que se lo veía pero lo iban a derribar mañana. ¿Dónde irían a parar todos los pájaros? ¿Habría nidos todavía en el otoño?
Se preguntó si sus recuerdos se esfumarían con él viejo árbol, disipándose como la bruma esquiva de la mañana. Se sintió fatigado y antes de irse, recogió con dificultad una bellota del suelo, la miró y luego de lustrarla con la manga del saco, la puso en un bolsillo, mientras volvía por el mismo camino por el que había venido.
Por primera vez, en todos los años de su vida allí, se sintió solo.
Al otro día, los contratistas hicieron su trabajo y temprano a la mañana, luego de podar unas cuantas ramas grandes, el árbol cayó, apenas unas horas después de que aquel otro viejo roble también lo hiciera.

jueves, 31 de julio de 2008

Valijas

No estaba dispuesto a hacerle más caso, y le dijo que se iría de la casa.
Con cara de enojo nada disimulado, eligió una vieja valija que le pareció enorme, tal vez por lo que significaba, y le puso pocas cosas. Un abrigo, la pistola, el pijama y no mucho más. Miró al estante frente a la cama repasando su contenido y decidió no llevarse nada. Su orgullo de hombre le decía que la determinación de abandonarla bastaba. Que todo eso tenía que quedarse allí, como gritando que él ya no iba a estar. Lo raro era que ella no había aparecido a pesar de que sabía lo que estaba haciendo; la estaba dejando y no parecía importarle.
Abrió la puerta casi tropezándose con la valija. Allí se detuvo. Con aquel enojo no había resuelto adonde iría esa noche. La puerta cancel de hierro se cerró tras él y la soledad de la calle se hizo presente al final del pasillo, con ella el sol y una vaga sensación de desamparo. No pensaba en el futuro, tal vez por eso sentía tan vivo el frío.
Los coches pasaban, el viento movía las hojas secas de los árboles. Creyó ver que el kiosquero de enfrente lo miraba y se reía. No le importó que alguien pudiera estar burlándose de él.
Se quedó allí, medio confundido, viendo pasar un pedacito de la tarde. Hasta la valija parecía sentirse sola.
No pudo precisar cuánto tiempo había pasado cuando ella apareció por la puerta.
-¿Esta noche va a hacer frío, no? – le dijo él con cara de preocupado.
-Si y mucho -le respondió ella como si no pasara nada.
Después agregó -Martín, te dejo que te vayas pero primero tenés que terminar la tarea de la escuela para mañana. Te olvidaste la bolsa con los perdigones de plástico y el cepillo de dientes. Además la abuela pregunta cómo querés la torta de cumpleaños del sábado y si pone siete velitas o una sola con el número.
-Bueno, creo que hoy no me voy -dijo él volviendo a entrar a su casa tal como había salido, pero con la cabeza en alto.
Su madre cerró la pesada puerta pensando “Cómo crece”, mientras él arrastraba la valija por el largo corredor.

jueves, 24 de julio de 2008

El águila

No podía dejar de mirarla, lo cual era bastante incómodo, porque ella se sentaba en el escritorio frente al suyo. Había sido muy cuidadoso todo ese tiempo para que no se notara que le gustaba. Aquella chica era simplemente fantástica y se la veía fabulosa con el broceado de sus vacaciones en la playa, en esa tarde de fines de enero. Pero le resultaba inevitable observar hacia el lado opuesto, a si mismo. El bastón que usaba a diario funcionaba como una advertencia de que era rengo. Una especie de cartel que indicaba peligro para las mujeres, según pensaba.
Ella no se fijaría en él. Seguramente tenía montones de hombres que podía elegir, incluso entre sus otros compañeros de trabajo solteros; además la mayoría eran deportistas y más jóvenes, y ella los trataba distinto que a él. No sabría explicar cómo, pero distinto y sin duda tenía que ver con aquello que lo distinguía.
El considerar su limitación lo ponía muy mal. No entendía por qué el destino parecía querer condenarlo a estar solo. Había días en que podía evitar el pensar así, pero otros en que no. Ya había experimentado el rechazo de diferentes maneras, nunca evidentes. A veces hubiera preferido que se apartaran con cara de asco diciéndole: “¿Cómo te creés que me voy a fijar en un rengo como vos?”. Otras, había maldecido a la vida por lo que le había tocado en el reparto. Días terribles que no compartía con nadie. En esos momentos no importaba que, por lo demás, podría haber pasado por un tipo pintón, porque luego de mirarlo a la cara, y al verlo caminar, los ojos de ellas se iban directamente a su pierna izquierda que, a pesar de las operaciones por las que había pasado, no lo dejaba caminar como cualquier persona normal. Y por eso quería ser normal. Se lo había repetido a si mismo innumerables veces. Normal.
Lo peor es que veía agriarse su carácter y a veces asomaba en él la sombra pegajosa del malhumor. No quería convertirse en un resentido ¿Es que acaso, además de la soledad, la vida lo llevaría a ser un amargado? ¿Por qué tenía el presentimiento de que no debía resignarse a quedarse así, solo?
Mientras pensaba en eso, miró la hora. Había terminado su trabajo y fue a la máquina a buscar un café. No llevó el bastón, eran pocos metros. En el extremo del pasillo, cerca de la salida de emergencia, la vio a ella apoyada en la pared, con ese chico de contaduría, demasiado cerca uno del otro como para que esa actitud pasara por una conversación meramente amistosa. Y sintió envidia. Volvió sobre sus pasos para que no lo vieran, olvidándose del café. Ahora se sentía mal por haber sido envidioso. Llegó al escritorio para juntar sus cosas e irse. Ahí estaba su bastón con el mango de bronce que le había hecho hacer su madre especialmente. Tenía labrado un águila luchando contra una serpiente. Ella le dijo que esa imagen tenía un significado especial, pero no se lo había explicado. Deseó arrojarlo contra el ventanal para que se hiciera trizas junto con el vidrio y toda esa oficina se viniera abajo. Con una mueca, que hubiera podido pasar por una sonrisa, pensó en que era un estúpido.
Al salir por el hall del edificio se dio cuenta que desde hacía rato tenía la cabeza baja, la irguió y miró al sol que brillaba alto todavía a esa hora, y fue así que no la vio.
Atropelló en su ensimismamiento a una chica que pasaba y los dos se fueron al suelo. Él, que tenía bastante fuerza en los brazos, pudo soltar el bastón que asía con la mano derecha tomándola a ella para que no se golpeara y con la otra amortiguar la caída de ambos. La chica tenía puestos unos anteojos negros.
Perdonáme, no te vi- le dijo él con un tono esforzadamente amable. -Yo tampoco- le dijo ella.
-¿Te lastimaste?
-No, no… estoy acostumbrada -le respondió con una sonrisa como ninguna otra que hubiera visto.
En el piso, el bastón con el mango de bronce del águila y la serpiente, estaba extrañamente abrazado con el bastón blanco y plegable de esa chica ciega.

viernes, 18 de julio de 2008

Todo o nada

Habían viajado a la costa para descansar y hablar sin las urgencias, los chicos o la rutina que, por esos días, parecía habérseles venido encima. Si fuera por él, ya se habría vuelto a Buenos Aires, pero no se lo había querido decir a ella, que por otra parte pensaba lo mismo y por iguales motivos. La discusión de esa tarde los había llevado al reino nada mágico del agobio.
Él, metódico, racional y ordenado, se esforzaba por hacerle entender a ella cosas muy razonables pero que jamás comprendería porque era distinta: Impulsiva, amante de la improvisación y muy creativa. Su intuición desconcertaba bastante al ingeniero especialista en cálculo estructural con el que se había casado.
-Creo que va a ser mejor que salgamos a tomar aire- dijo ella, que escuchó un asentimiento casi aliviado. El mar sombrío, dejaba oír las olas que peleaban contra el viento al llegar a la playa gris y lluviosa que se veía desde el departamento prestado en el que estaban.
-Podríamos ir al casino- propuso ella por decir algo, recibiendo un lacónico “muy bien” por toda respuesta. Salieron enseguida.
Al llegar, él miró aquella mesa tapizada de verde y comenzó a pensar en las probabilidades de que saliera un color, las columnas e incluso la posible aparición del cero.
Había mucha gente jugando, el día era propicio. Luego de apostar a números elegidos casi sin motivo, él propuso jugar a la primera columna; luego al negro, después por la segunda docena. Ganaron las tres veces y luego cinco más, multiplicado la apuesta inicial.
Después ella tomó la iniciativa diciéndole -Volvamos a apostar todo al negro. -Mi amor, ya salió tres veces seguidas y la probabilidad es… -lo interrumpió: -Intentémoslo- Ningún problema- respondió él casi dudando. Volvieron a ganar. -Quisiera apostar nuevamente al negro- dijo ella con absoluta convicción. Ya había salido once veces en las últimas trece jugadas. Era altamente improbable que se repitiera, según el había calculado, pero salió nuevamente. Ella insistió: otra vez todo al negro.
Un empleado del casino llamó al supervisor que observaba todo a una distancia prudente. La bolilla rodó: Negro otra vez. Él quedó con la boca abierta mientras veía como les acercaban las fichas de distintos colores y tamaños. -¿Puedo seguir eligiendo? -Si, claro, respondió el ingeniero. -Ahora todo… al cero. –Eh… las probabilidades son treinta y seis contra una, le comentó él en voz baja. Además iban a apostar íntegramente lo que habían ganado Un todo o nada. Ella sólo le sonrió levantando los hombros y empujando todas las fichas al extremo de la mesa.
¡No va más! La bolilla circuló varias veces en la esfera de madera brillante, hasta que comenzó a rebotar en los números ilegibles que giraban. Finalmente, se detuvo en uno.
¡Cero!- Se escuchó. Ella dijo. –Ahora quiero… -No mi amor -Intervino él- Mejor nos vamos. La mujer lo miró y dijo convencida -Está bien.

En el auto, bajo la lluvia, ninguno de los dos dijo nada durante un rato mientras volvían. Él llevaba en su bolsillo un cheque por el valor equivalente a un año de trabajo. En cierto momento, deteniendo el auto, le dijo mirándola a los ojos -Desde ahora deberíamos apostar más de la misma manera. -Estaba pensando exactamente lo mismo –respondió ella, mirándolo de igual forma.
Pasaron el resto de su vida juntos. Nunca más fueron a un casino.

sábado, 12 de julio de 2008

Dos anillos

Guardó la llave dorada de la puerta trasera en el bolsillo de la camisa. Al apoyar la mano izquierda sobre el peldaño de la escala, vio en su dedo el anillo inexistente. Mientras subía, se preguntó qué podría haber sido de el. Se lo había quitado una semana atrás, el día en que había pintado la cerca de madera y nunca más lo había visto. Tampoco recordaba dónde podía haberlo dejado.
No se había animado a explicarle a su mujer la desaparición de la alianza de oro rojo. Creyó que ella había expresado su disgusto ante el anular despojado, quitándose el suyo cinco días después.
Se le hacía larga la subida hasta el borde del alero. El agujero en el que tenía que trabajar, de dos palmos de alto, destacaba entre las maderas blancas cercanas al tejado.
El graznido repentino no logró sobresaltarlo demasiado, pero lo detuvo, obligándolo a asirse con fuerza a la escalera. Se trataba de uno de esos cuervos, nuevos vecinos de la zona, mayormente habitada por otras aves de aspecto y voces más agradables.
Aquel pájaro, posado en una rama sin hojas, como una mancha negro-azabache y contrastando con el gris desparejamente oscuro del cielo nublado, parecía mirarlo. Siguió hacia arriba sin prestarle más atención. Tenía que pararse en el anteúltimo escalón para llegar hasta el agujero. No era la primera vez que subía a un techo en cincuenta y siete años, la edad que tenía.
Al llegar, miró por la irregular abertura e incrédulo, extendió el brazo derecho para introducirlo allí. En ese instante el cuervo voló rasante sobre su cabeza. Esta vez, el graznido, desafinado, áspero y el aletear sombrío de esas aspas negras, lograron asustar al hombre que, en una exclamación, perdió el equilibrio.

Una hora más tarde, el cuervo continuaba mirando hacia abajo, agazapado en el agujero y con una llave dorada en el pico, mientras encontraban al hombre tendido bajo la escalera, con dos anillos iguales de oro rojo, fuertemente apretados en su mano derecha.

lunes, 7 de julio de 2008

Azul y rojo

La pierna derecha le dolía como si se hubiera partido en dos. Los disparos en la puerta del Banco lo habían elegido para ser uno de los primeros en caer. Tenía que arrastrarse dos metros detrás de esa pared para llegar hasta la pistola. El ruido de las balas le martilleaba las sienes. Antes de alcanzarla, alguien se paró frente a él y le apuntó.
Era extraño ver el acerado brillo opaco del cañón, cuya boca señalaba algún punto en su frente. Pero el proceso no comenzó hasta que observó la mirada de quien la empuñaba, lejana, indolente, tal vez enajenada en su determinación.
Entonces si, los segundos parecieron querer extenderse y robarle su duración a los minutos; una rebeldía del tiempo en la que no se detuvo porque, el vertiginoso girar de las luces azules y rojas, mostraba, como en un cristal facetado, cosas viejas, algunas ya olvidadas, que ahora volvían.
Recordó entonces la helada tarde del entierro de su padre; el vestido blanco de María y la mirada de ilusión a través de aquel velo; la calidez de tener en brazos a Santiago recién nacido; vio también la seducción de otra mujer…, lo que le dio a aquella limosnera en el tren, el disparo mortal en otro asalto, El soborno rechazado con dudas…
De a poco, ante aquello, necesitó arrepentirse, pedir perdón.
Nada de lo que sucedía a su alrededor parecía real, ni la luz, ni el hombre que le apuntaba, ni el fogonazo de ese disparo amarillo y cegador.

De a poco, todo fue reapareciendo: El hombre caído a sus pies con un disparo en el hombro, las luces azules y rojas en las sirenas de los patrulleros, su compañero con la pistola aún humeante y el latir húmedo del muslo inmóvil.


Su mano buscó deliberadamente el pecho, pero no era una herida lo que buscaba.

miércoles, 2 de julio de 2008

No todo es lo que parece

Esto lo escribí hace tiempo para 97 relatos 97 , perteneciente a Nunca Hubo una vez y tiene 97 palabras, ni una más, ni una menos. Un buen ejercicio de síntesis. Allá va.


Un Adiós

La tumba no lo dejaba desmentir que ella había muerto.
Parado allí, no podía olvidarla.
Lo vivido juntos, cinco años, iba a ser difícil de borrar, pero se contuvo, no quería que sus emociones se manifestaran en ese lugar.
Le dejó flores, como quien deposita una moneda en el parquímetro.
El destino quiso llevarla y jamás se rebelaría ante aquello.
Siempre pensó decirle algunas cosas, pero no se animó.
Fué cobarde por eso. Ahora se arrepentía.
Se alejó pensando -Que la pases bien en la otra vida Gabriela Fernández, como jefa, siempre fuiste una bruja.

jueves, 26 de junio de 2008

De niños y de leones...

El cuento está basado en uno más corto que escribí para “Mini sagas”.
Podría pensarse que es para chicos y de hecho podría tener ese destino, pero en realidad, no lo es.

La zarpa y la mano


Esta historia es verdadera, puedo dar testimonio de ello y ha sucedido muchas veces.
Una niña de diez años, paseaba por el Zoológico con su mamá, quien le ofreció, luego de un rato de caminar entre los animales y sus jaulas, una caja de galletas, de esas que para chicos y animales allí se consiguen; la acomodó en un banco de madera verde y le dijo que la esperara mientras ella iba a buscarlas.
Allí sentada, con el pelo atado con una cinta y su tapado rojo, escuchó, a pocos metros, el rugido de un león. A ella le había parecido haber oído un llanto. Fue hacia allí y no se detuvo ante el vallado que separaba a la gente la jaula, colocándose a pocos centímetros de los barrotes. El animal la vio llegar, dando un leve aullido de advertencia.
-¿Por qué estás triste?- le dijo la niña al león que se encorvaba lentamente, acercándosele amenazante, sin lograr el efecto de susto deseado. Él le dijo con voz fuerte -¿Quién lo pregunta? Ella tomó eso como una presentación y respondió -Soy Roxana, mucho gusto- extendiendo además su mano como para que el león le estrechara su pata. Con eso logró sorprender aún más al interlocutor que, sin esperar semejante gesto, retrocedió unos pasos. -No voy a hacerte daño- le dijo ella tranquilizadoramente .El animal pensó si esa pequeña humana no se estaría burlando de él. Pero al acercarse vio, a pocos centímetros de sus garras, unos ojos azules plácidos y transparentes. Notó que no había en ellos rastro alguno de astucia o de crueldad. Si hubiera querido, en ese instante habría podido alcanzarla con solo una fracción de la fuerza de su pata. Pero no iba a hacerlo, ella lo estaba mirando de ese modo nuevo. La contempló un momento y se perdió en esa transparencia acuosa y apacible, hasta que ella le dijo. -¿Cómo te llamás? -Respondió con naturalidad, pero no sin cierta tristeza -No tengo nombre.
Ella busco en la jaula pero solo encontró un cartel pintado que decía "león africano - panthera leo" y le dijo -Tus padres deben haberte puesto un nombre. -No conocí a mis padres- le respondió ladeando la cabeza.
-¿Por qué estás solo?- prosiguió. La respuesta era sencilla, pero él no se animó a darla porque eso lo avergonzaba: Nadie lo quería. Algunos años atrás, lo trajeron desde un circo en donde había vivido desde que tenía memoria. Los palos y latigazos eran habituales para él y se había comportado en consecuencia. Siempre. Una vez pusieron con él a una leona y llegó a creer que tal vez podría…, pero se la llevaron de su lado porque ella le había tenido miedo.
El viejo pero fuerte león, bajó la cabeza cerca del borde de la jaula. Ella comprendió todo sin que se lo explicara, y quiso pasarle la mano por encima de su nariz. El animal se quedó inmóvil.
-Vamos, si no bajás la cabeza más no voy a poder tocarte -Le dijo ella con el tono cordial que había empleado desde el principio. Él le preguntó ¿Por qué habría de dejarte que me toques?
-Porque eso es lo que hacemos cuando alguien está triste-. El león, mientras ella le explicaba, inclinaba todo lo que podía su cabeza enorme y allí, por primera vez, recibió una caricia. Le sorprendió que la fragilidad de esa pequeña manito rosada pudiera causar ese efecto. De aquellos ojos negros se escurrieron unas lágrimas.
-¿Qué te pasa? -Le preguntó ella. Él no supo que contestar y levantando levemente la cabeza le dijo -Es que tus manos rozaron mi nariz y me hiciste cosquillas- Ambos rieron.
Es una pena, le dijo ella -¿Qué cosa?- preguntó él león. -Que no puedas venir a mi casa. Yo te cuidaría y te daría de comer. No habría rejas y caminaría sin correa porque no le harías daño a nadie. La gente te vería pasar por las calles arboladas de mi casa y no te tendrían miedo. Pasearíamos juntos al aire fresco de la tarde y por la noche te echarías a los pies de mi cama y podríamos ver la luna y te enseñaría el nombre de cada estrella.
El león pensó unos segundos y le dijo con la ansiedad de su tono de voz mal disimulada -¿Por qué habrías de hacer eso por mi?
-Porque yo te oí.
El león se desconcertó y giró su cabeza inquisitivamente.
Y ella agregó -Te quise apenas escuché tu rugido que fue como un llamado. Ya había visto a los otros leones, pero cuando te miré, me dí cuenta de que serías único.
-Podría haberte lastimado en cuanto te acercaste- dijo él, casi como defendiéndose de aquello completamente nuevo, apartando la cabeza.
Ella no le respondió y se lo quedó mirando como había hecho desde el principio.
Aquel animal, cargado su lomo de golpes y heridas, se volteó para que nadie lo viera. Toda su acritud se fue escurriendo hacia un charco que se fue formando bajo la cabeza enmelenada y por unos segundos perdió contacto con su entorno: La jaula, los chicos, los pájaros y presencia y voz de Roxana que lo saludaba alejándose mientras le decía -¡Hasta pronto león! ¡Voy a volver y te voy a poner un nombre!
Otro rugido hizo que todos miraran al león, pero éste había sido distinto del anterior. Solo su destinataria pudo comprender su significado.
Esa noche, ella soñó que corría por una pradera con su león y el león soñó con su niña.
Y nada fue igual para él desde aquel día.

sábado, 21 de junio de 2008

La respuesta del rey

Se acercó a rendir ese examen con el miedo disimulado por la altiva presentación de sus calificaciones brillantes. Los summa cum laude y algún magna cum laude, se sucedían mientras un ayudante de la cátedra pasaba las hojas de la libreta de notas con admiración.
-Por favor, elija dos bolillas y comience- dijo el titular de la cátedra, mirándola de soslayo. Ella sabía que estaba frente a uno de los profesores que podía darse el lujo de sostener cualquier opinión, polémica, no ortodoxa, crítica o decididamente provocadora, sin que a casi nadie dejara de parecerle una genialidad.
No le gustó esa mirada, en cierta forma injusta hacia ella, la mejor alumna de ese curso, el más exigente de toda la carrera y aún de toda la universidad. Podría no haberle llamado la atención si ella hubiera sido una estudiante mediocre y comenzó a preguntarse si aquel hombre no tendría algo que reprocharle.
Comenzó a hablar con entusiasmo. La cara del profesor demostraba claramente cierto fastidio. Lo peor de todo era que no la miraba. Él comenzó a golpear sus dedos sobre el escritorio, como tocando repetidamente las notas de un piano.
-Pase a la bolilla siguiente- dijo él, que esta vez la observaba. Ella pudo notar fugazmente, porque no se atrevía a fijar la vista en aquellos ojos oscuros, la mirada de un basilisco. Trató de no titubear al comenzar el nuevo tema. Era posible que si repetía todo como él lo había expuesto, pudiera forzar su aprobación.
Pero en ese momento ni un espejo hubiera podido distinguir entre su cara y el blanco mate de las paredes del aula, a esa hora ya oscura, por la pregunta que le había hecho -¿Sabe usted lo qué dice mi colega de la otra cátedra sobre este tema?- Demoró algunos segundos en responderle, no porque no la supiera, sino porque evidentemente, parecía que la respuesta anterior le había disgustado. Sin darse cuenta, fue apagando su voz, hasta llegar a ese tono que se emplea al responder algo obligado y sin convicción o una pregunta curiosa e impertinente. Algo andaba mal, estaba segura. Sus calificaciones no continuarían el camino hasta la medalla de oro que tanto quería. Porque sí, porque la quería.
-Suficiente, puede retirarse.
Se convenció de que había perdido lo que quería, más allá de que probablemente hubiera aprobado. Pero con aquel hombre nunca se sabía.

Otra alumna, ésta había sido una de las mejores, no lo recordaba bien. Cansado, había estado escuchando todo el día las mismas ideas y conceptos repetidos; algunos evidentemente reproducidos de memoria. Sabe Dios si aquellos aspirantes a graduados los entendían. -Por favor, elija una bolilla y comience- dijo aquel hombre, mirándola de soslayo.
La noche anterior no había dormido casi. La enfermedad de su mujer lo obligaba a despertarse varias veces durante la noche para ayudarla. La falta de sueño y ese día de evaluación inevitable, lo habían agotado. La alumna había comenzado a recitar el comienzo de la bolilla tres. Su mente imaginó que él podría repetir aquel tema con la cadencia, la entonación y la voz de un actor de teatro al recitar Enrique IV de Shakespeare: “…ya que habéis pisoteado mi paciencia. Os aseguro que desde ahora pienso responder como un rey…” Volvió al tedio de su propia realidad. Comenzó a golpear sus dedos sobre el escritorio, como tocando repetidamente las notas de un piano. En días como ese detestaba ser profesor, odiaba la universidad y de paso a si mismo, sabiendo que todo se solucionaría con unas ocho horas de sueño que probablemente esa noche tampoco tendría. -Pase a la bolilla siguiente- dijo y comenzó a escuchar una clase suya que había dado hacía unas semanas. Pensó cuáles mecanismos llevarían a aquellos chicos a repetir, como si fueran revelación divina, sus palabras. La idea escuchada de aquella boca le sonaba a remedo, mímica impostada, imitación vacía de su propia voz. Pero ¿Quién podía culparlos? Eran ellos, los académicos, cargados de autocomplacencia quienes provocaban esas interpretaciones de personajes, en este caso, a él. Ya era suficiente. -¿Sabe usted lo qué dice el titular de la otra cátedra sobre este tema?- La verdad es que no le importaba demasiado. Así recordó lo que opinaba su amigo y colega. Había discutido con él muchas tardes y muchos cafés, sobre la inconveniencia de expresar aquel concepto de ese modo.
-Suficiente, puede retirarse- Ahora solo quedaban dos alumnos. Con suerte, llegaría a las nueve de la noche a su casa. Se engañó a sabiendas: tal vez esa noche dormiría.

Una hora más tarde el profesor entregó a los alumnos su libreta de calificaciones diciéndole algo a cada uno. La mayoría de las caras terminaban mirando al suelo.

A ella no le hacía falta preguntar lo que había pasado. Ya no le importaba, había mascado su humillación desde el fin de aquel examen. Avanzó resignada hacía el profesor que le pareció enorme.
-Muy buen examen- Le dijo él con mirada cansada y un summa cum laude, escrito en tinta negra indeleble, apareció frente a sus ojos.

Ninguno de los dos pudo dormir aquella noche.